Cajón de Sastre por Carmen Salgado Romera (Mara)


“SE NECESITA APRENDIZ”


Marco Stalin Fox, desde hace dieciséis años, para servirle. Sin duda recordará a mi abuelo, no tanto por su nombre, que heredé, sino por su cojera. Una cojera compulsiva que le hacía mover manos y cabeza sin orden ni concierto. Una cojera caprichosa, pues tan solo le sobrevenía al cruzarse en su camino con cierto tipo de perros: los fox terrier. De ahí que mi segundo apellido siempre me recuerde su peculiar cojera que, tengo que confesarle, he heredado también.

Pero eso, D. Pablo,  no debe inquietarle. Me ocurre, nada más, cuando estoy a solas con chicas rubias de ojos verdes. A su taller no entran las  mujeres, si no es acompañadas de sus esposos y se quedan sentadas dentro del coche, tiesas, con la cabeza echada hacia atrás, oliendo con asco el aceite escapado de algún cárter o los gases de los tubos de escape. Y jamás, mientras sufra este padecimiento, osaré acercarme a su hija Eugenia. ¿Cómo podría atreverse un hombre llamado Marco Stalin Fox a pensar en ella? ¿En su pelo ondulado como un muelle helicoidal? ¿En sus ojos verdes como la carretilla que estaría dispuesto a llevar con orgullo por su taller de aquí para allá?

No, un hombre llamado Marco Stalin Fox no es adecuado para su hija, aunque con sus manos amplias de dedos precisos merecería ser ascendido  a  mecánico en un año o poco más. Un mecánico del que Ud. se sentiría orgulloso. Alguien de quien diría: “Es el mejor, sin duda. El mejor mecánico que he tenido nunca. Mi hija no hubiera podido tener otro pretendiente mejor que él”.

Y unos meses después de haberme ascendido les enseñaría a esos mismos clientes nuestra foto de bodas: Eugenia, tan parecida a su señora,  luciendo el collar de perlas que le regalaré cuando pida formalmente su mano, con sus rizos recogidos en un moño bajo la teja y la mantilla, oliendo a  perfume de oriente. Yo, de pie a su derecha, con un traje oscuro y mi parecido a Stalin, al Stalin de los comunistas, ya ve Ud. que asombrosa coincidencia, pues la familia de mi padre nada tiene nada que ver con él.
Por Dios, no me mire así. No crea que me estoy yendo por las ramas. Le estoy contando tres de las cosas más importantes que sé de mí y de mi vida:
Que tengo dieciséis años, unas manos hábiles que harán de mí un buen mecánico y un cuerpo fuerte, pero con una cojera intermitente.
Que estoy enamorado de su hija, pero mi nombre “Marco Stalin Fox” no podré casarme con ella.
Y lo tercero es que, aunque parezca imposible por lo que le he dicho,  sé a ciencia cierta que dentro de dos años me casaré con Eugenita y la haré feliz. Gracias a la ayuda de Ud.
Por Dios, no ponga esa cara... Estoy enamorado de su hija desde el domingo en que llegué aquí, hace ya casi un mes.
Estaba asomada a la ventana, justo la que queda encima de esta oficina, con su busto –perdone Ud.- sobre los brazos cruzados que apoyaba en el antepecho de la ventana.
Yo, que  había salido de la estación con mi maleta pensando en cómo me iría la vida fuera del seminario en una ciudad grande tan lejana a mi pueblo, en la casa de mis tíos, viejos y solitarios, que me imaginaba silenciosa y con olor a rancio; preocupado por si encontraría pronto trabajo para no ser una carga a mis padres, alcé mis ojos al cielo, para pedir ayuda a Dios. Fue en ese momento cuando la distinguí. Un ángel. Luego, ya  solo tuve ojos para ella: No vi ni los coches, ni los edificios, ni los árboles, ni la cabina de teléfonos contra la que me choqué.
Quedé   tendido en el suelo durante unos minutos junto al portón cerrado de su garaje. Eugenia bajó a ver qué me había pasado y, al agachase sobre mí, uno de sus dorados bucles se me metió en el ojo. A punto estuve de tener una convulsión, pero enseguida se arremolinaron a nuestro alrededor los transeúntes. Desde ese momento he pasado noches enteras  pensando en ella. En cómo solucionar el problema de mi cojera.
Aunque no brotaba en mi cabeza ni una sola idea que pudiera ayudarme, no me desesperaba en la confianza de que Dios siempre está de parte de los necesitados. Y yo, ya más que un necesitado, era un desesperado.
Pero la misericordia divina quiso que esta noche viera la luz. Serían las cinco de la mañana cuando caí en la  cuenta de que la cojera la he heredado junto con mi nombre. Que de llamarme, por ejemplo, Cosío Romanones de Vergara tal vez tuviera un ligero tic en el ojo, pero no el tormento que arrastro desde mi nacimiento y que durante este largo mes me ha alejado del  sueño maravilloso de ser el novio formal de su hija.
Sueño que, ahora lo sé, gracias a Ud. voy a llegar a conseguir.
Porque Ud. conoce a mucha gente, gente que me puede adoptar,  legarme sus apellidos y bautizarme con el nombre de un triunfador como, por ejemplo,  “Cesar”.
Sí, Cesar estaría muy bien para el mejor mecánico de su empresa.  Para alguien que, llegado el momento de su jubilación, D. Pablo, continuara con su negocio mientras Eugenita, Ud. y su esposa pasearían orgullosos a nuestros cinco hijos camino del parque.
Mi familia seguro que estará  de acuerdo. Ellos también pensarán que  una familia rica que me tome en adopción sería lo mejor para todos, especialmente para nuestros hijos, que podrían regentar un garaje cada uno.   
Sí, mi familia estará de acuerdo. Siempre han querido lo mejor para mi, lo mismo que Ud. quiere lo mejor para su hija, es decir, A MÍ. Por eso, lo mejor es que mañana mismo empiece a trabajar. De momento, con la carretilla. A las siete en punto estaré aquí, o incluso antes. Ya verá como no se arrepentirá.
Creo que debemos celebrarlo, D. Pablo. Vamos, no me mire con esa cara… Si no quiere que sea hoy, podemos dejarlo para el próximo domingo y llevaremos a Dña Eugenia y a Eugenita a tomar un refresco. Si le parece, con un pequeño anticipo del primer sueldo, les podría invitar yo…

Mara