Cajón de Sastre por Pepa Rubio Bardón
EL CAMBALACHE
Era un sábado de finales de febrero,
cuando un autobús de colores incendiarios, que ascendía renqueante por la
pendiente que conduce a la plaza del pueblo, hizo sonar su estridente bocina.
Todos pensaron en las rebajas, era la época, o más bien en el remate final de
las mismas. Pero la megafonía los puso en situación de inmediato.
Señoras: el ofertón, el golpe de suerte que estaban
esperando; cambiamos maridos usados y viejos por jóvenes y en buen estado.
Calidad contrastada, experiencia demostrable, garantía indefinida. Tenemos
diferentes modelos y de variadas procedencias.
Tipo Europa del este: rubio, guapo, atlético.
Necesita perfeccionar el castellano, pero aprende deprisa. Extraordinariamente
complaciente.
Tipo
caribeño: piel canela, ojos de azabache, todo ritmo y sensualidad. Es un poco
lento, pero mejora con el uso.
Modelo subsahariano: ébano en el rostro, alto,
esbelto, cuerpo juncal y elegante. El más experimentado: era polígamo.
También
disponemos de un modelo nacional muy variado. Diferentes tallas y formatos .Tiene
la enorme ventaja del idioma y la cultura comunes. Comprensión y entendimiento
totales.
El precio es irrisorio y no se admite
regateo.
Las mujeres, curiosas por naturaleza, se
concentraron en la plaza y los ojos les hacían chirivitas ante la oportunidad
que se les brindaba. Se acercaban, raudas unas, otras titubeantes al autobús,
para supervisar la mercancía. Desde luego parecía de primera calidad, y sería
de necias desaprovechar semejante coyuntura.
Regresaron a sus casas, rompieron las
huchas, y ya con el dinero se aprestaron a elegir modelo en función de sus
preferencias. Las más adineradas optaban por el tipo Europa del este, sin duda
el más demandado.
Exultantes, por la transacción que acababan
de realizar, ninguna reparó en la ausencia de Valeria, que ante el guirigay
exterior, optó por mirar a través de la ventana, oculta tras los visillos. Ella,
que pecaba de prudente, pensó que nadie daba los duros a peseta y que aquel
aparente pingüe negocio, terminaría por ser ruinoso. No obstante la envidia la
corroía cada vez que una de sus vecinas paseaba con su nueva adquisición, y
hacía alarde de sus virtudes y destrezas. Todas empezaron a mirarla con un
cierto desdén ¿Por qué Valeria no había participado en el cambalache. Quería
darles una lección y afear su conducta? Porque Álvaro, su marido, no era
precisamente un mirlo blanco, ni un dechado de perfección. El propio Álvaro se
sintió extraño e incómodo. ¿Por qué no lo había cambiado, se preguntaba? ¿Valía
tan poco que el trueque resultaba desigual y por tanto inconveniente?
Probablemente Valeria era prisionera de
una educación estricta que le impedía tomar decisión tan arriesgada. Aunque la
convivencia se deterioró y se hizo temporalmente incómoda, pronto se recompuso
y ambos entendieron que lo importante era amarse, ir quemando etapas y
envejecer juntos. Cada día se sentían más felices, sobre todo al comprobar, con
el paso del tiempo que el cambio efectuado por sus vecinas, con apariencia de
gran negocio, se estaba convirtiendo en un rotundo fracaso.
Los nuevos maridos, pretendidamente jóvenes
y bien parecidos, sin gimnasio, entrenador personal ni anabolizantes, se
estaban convirtiendo en una piltrafa. Que sus cuerpos perdían prestancia y masa
muscular era evidente. También disminuía el interés por sus parejas. Aquello
parecía el principio del fin.
Las damnificadas se reunieron. Era urgente
tomar medidas. Contrataron al mejor detective privado de la capital. Había que
localizar al embaucador y exigirle responsabilidades. Las pesquisas efectuadas
determinaron que el vendedor de humo, había llegado hasta Brasil, se había
sometido a un cambio radical de imagen en una afamada clínica de cirugía
estética y seguramente con documentación falsa, se había esfumado sin dejar
rastro.
Valeria y Álvaro, que habían sido objeto
de mofa y desprecio, eran el espejo en que deseaban mirarse sus vecinas. ¡Cuánto
darían por recuperar a sus maridos! Pero era ya misión imposible.
Se sumieron en el desencanto y la
melancolía, necesitaron ayuda psicológica para aceptar lo irremediable y
lamentaron de por vida su necedad e imprudencia.
PEPA RUBIO BARDÓN