Cajón de Sastre de Alejandro Alonso Cabrera


DULCE AMOR


ESTABA TAN BELLA TRAS EL CRISTAL, QUE UN IMPULSO IRREFRENABLE ACABÓ CON mi nariz adherida a él. ¡Qué hermosa estaba! ¡Qué belleza presumía! Una locura irrefrenable se estaba apoderando de mí. Las demás no estaban nada mal tampoco, pero ella, ella lo llenaba todo, irradiaba colores maravillosos; un aroma, una fragancia sublime; era tan perfecta que no tenia palabras para explicar lo que en esos momentos sentía, una sensación nueva nacía en mi interior, era fascinante, era la gloria.

         Dudé durante unos segundos y acabé de tomar la decisión. Nos miramos, la sonreí y ella pareció hacerme un gesto, una seña. Mi corazón se inundó de pasiones ocultas, de hechizos amorosos. Ése fue el principio, y también el comienzo del final. A partir de ese día mi maldición comenzó.

         Entré en la tienda, sin poder quitarle el ojo me acerqué a ella. La dueña de la tienda se interpuso y cortó mi paso. No tuve más remedio que explicarle mi repentino enamoramiento, mi deseo de estar con ella. La dueña pareció entenderlo, tenía buen corazón y dejó me que fuera con ella. Pero tuve de pagar por ello. Todo tiene un precio, aunque por ella yo hubiera dado cualquier cosa. No fue un chantaje, ni soborné a la dueña, creí justo pagar por dejarla salir de la tienda. Por un momento me creí un bandido, quizá lo fuera, quizá se la estaba arrebatando a alguien, robando, no sé..., pero nuestras miradas se cruzaron y el deseo nació.

         Salimos del brazo, no se inmutó. Busqué un lugar apartado, solitario, donde el mundanal ruido no nos estorbara, sin miradas de malicia o envidia que nos observaran. Un lugar entre flores y cantos de pájaros, entre las sombras de la tarde, quizá, en el ayer.

         Poco a poco la fui despojando de sus ataduras, sus ropas iban cayendo lentamente, una a una la fui descubriendo, ¡qué belleza tan sublime! ¡Qué fragancia tan elocuente! Su cuerpo resplandecía en el atardecer con luz propia. La besé, la mordisqueé y no dijo nada, siguió mirándome, consintiendo. ¡Qué romance! ¡Qué dicha!

         Todo pasó en un instante, todo terminó en unos segundos. La noche caía.

         Recogí las migajas de nuestro encuentro con cariño, todo lo que quedaba lo envolví con amor, con mimo, con dulzura. Más tarde nos separamos, sin un adiós.

         Al pasar del tiempo la volví a ver, estaba allí, otra vez, sonriéndome, mostrando de nuevo sus encantos, sus hechizos, todo lo maravilloso y todo lo prohibido, pero esta vez no podía sobornar a la dueña de la tienda. Mi moral y mis facilidades estaban por debajo de un baremo aceptable, mi caudal había caído de manera desorbitada y mis sustancias orgánicas se habían disparado hasta tal punto que mi indigesto charlatán licenciado me ha prohibido la cata de estos placeres. Me conmocioné, sufrí, padecí, e incluso alguna lágrima dejé salir. Esta vez no podría saborear sus trocitos de fresa, su nata montada, ¿quién no se perdería por aquella preciosidad de tarta de fresa?

Jany