Cuento de terror de Cecilio Soto Palomo



Visita al Camposanto

No le apetecía nada el salir esta tarde, pero no le quedaba más remedio que ir, sobre todo por tres razones, por las críticas de sus tres hermanas, por el kit de limpieza que acababa de comprar y por las flores.

Demetrio siempre había odiado estas fechas, le entraba una angustia y un desazón superior a sus fuerzas.
Faltaban dos días para el día de Difuntos y este año le tocaba a él la limpieza de la cripta en donde reposaban sus padres. Por él dejaría que siguieran descansando en paz, pero sus hermanas en este aspecto eran muy intransigentes y no le perdonarían que no hiciera la visita de rigor y, aun menos, que no cumpliera su obligación de limpieza, arreglo y decoro con las correspondientes flores.
Había estado trabajando de turno de mañana y se había pasado un poco de tiempo en la siesta. Empezaba a oscurecer.
Metió un cepillo, un plumero, y un par de botes de limpiadores en una bolsa, cogió el ramo y salió de casa en dirección al camposanto.
El cielo estaba encapotado, era de un gris acerado y se estaba levantando el viento. Tenía toda la pinta de acercarse una buena tormenta.

Por el camino iba pensando en el porqué de una fecha determinada para visitar las tumbas, era una aglomeración de gente, gente que entraba hablando, riendo, haciendo bromas cuando debiera ser un encuentro de recogimiento y respeto.
Él solía ir cuando salía a pasear, siempre por la mañana, que  encontraba el Camposanto abierto. Entraba, se acercaba a la cripta, sacaba la llave del hueco de detrás del asiento de piedra, entraba, rezaba unos minutos y se marchaba.
A eso le daba más importancia que ir un día determinado y, sobre todo, ir ese día solo por el qué dirán.
Empezó a llover y aunque no era copiosa, el viento hacia que la lluvia se metiera en los huesos.
Maldijo el haber salido de casa, el motivo y sobre todo maldijo a sus hermanas.
Tenía que atravesar todo el camposanto hasta llegar a su destino y según iba andando sus zapatos se iban haciendo más pesados al acumularse el barro.
Un relámpago iluminó una cruz de piedra a su derecha y por un momento le dio la impresión de que se movía de su sitio.
Notaba cómo se le aceleraba el corazón, y era el único momento en el que deseaba estar dentro de la cripta familiar. El camposanto estaba vacío pero le daba la impresión de que le seguían por las distintas calles, cada una  con el nombre de un santo.
Abrió la puerta de la cripta y una bocanada de aire  frío le golpeó en la cara.
Era una estancia de seis por ocho, a la izquierda el nicho de su padre y a la derecha el de su madre, ambos llevaban varios años ocupados. Enfrente había tres nichos, lo cual siempre le hacía gracia y solía decir que el último hermano que se muriera se quedaría fuera. Su padre, que fue el último en morir, no  tuvo tiempo para preparar el cuarto nicho y ninguno de los hermanos estaba por la labor. Encima de la puerta había un ventanuco que cerraba muy mal y la mayoría de las veces lo encontraban abierto.
Empezó a barrer, y de pronto oyó un ruido fuerte, sordo como si fuera una llamada. Miró alrededor y no vió nada anormal. Pero tenía la sensación de que procedía de uno de los nichos. Siguió barriendo, otra vez el golpe. Se asomó a la puerta y siguió sin ver a nadie, En ese momento un relámpago iluminó un lateral de la tapia, y atisbó algo que se movía entre las tumbas. Entró en la cripta, pero no se atrevió a cerrar la puerta, se sentía tan inseguro dentro como fuera.
Apenas se veía dentro y sacó su mechero-linterna. La luz de un relámpago se coló por el ventanuco creando unas sombras siniestras en la pared de enfrente, y justo en ese momento otra vez el golpe. Dio un salto derramando la botella de lejía salpicando el suelo y su ropa.
Un segundo antes de oírse de nuevo el golpe, una ráfaga de viento cerró la puerta de la cripta.
Inmediatamente supo que el pestillo solo se abría desde fuera y por lo tanto, estaba encerrado.
Unas perlas de sudor le resbalaban por la frente, un sudor frió le recorrió la espina dorsal y una angustia le impedía respirar con normalidad.
Nunca había sentido miedo por nada, no creía en cosas raras ni en espíritus inmateriales, pero esta vez le horrorizaba el no saber lo que ocurría, el motivo de los golpes.
Dirigió el haz de luz de la linterna al ventanuco y no le extrañó que estuviera abierto, sino que al entrar creyó recordar que estaba cubierto de telarañas y ahora estaba sin ellas. Como si hubiera entrado un espíritu y en cualquier momento llegara a aparecérsele cubierto de telarañas. Notaba que le ardían los muslos por efecto de la lejía y se quiso quitar los pantalones. Se los quiso quitar pero no pudo. Trastabilleó, se le cayó la linterna e inmediatamente se apagó. Al echarse hacia atrás para apoyar la espalda en la pared para quitarse los pantalones, otra vez el golpe. Esta vez más fuerte, más claro y con la seguridad, de que procedía del lado del nicho del padre.
Maldijo el no tener tabaco, maldijo su suerte y otra vez maldijo a sus hermanas.
Notó como una brisa de aire pasó a escasos centímetros de su cara, una sombra  cruzó la estancia reflejándose en las pareces desnudas de la cripta mientras algo le golpeó en la cabeza.
A duras penas logró quitarse los pantalones y empezó a agitarlos para defenderse de otro ataque sorpresa. Ataque ¿pero de qué, de quién?
Estaba empapado de sudor, los ojos vidriosos, la respiración parecía un volcán y  la cabeza a punto de estallar. Irónicamente pensó: “yo no seré el que me quede fuera”
Un último relámpago iluminó la estancia, se oyó otra vez el golpe, pero Demetrio no lo vio ni oyó.
Llevaba hora y media en la misma posición en que quedó al desmayarse cuando se abrió la puerta asomándose dos de sus hermanas. Allí le encontraron, con los pantalones quitados, restos de un encendedor, y a su lado un vencejo con la cabeza destrozada al intentar salir por el ventanuco. A duras penas lograron reanimarlo, ellas atónitas por el espectáculo y él sin llegar a comprender lo que había ocurrido. Se incorporó e instintivamente miró hacia la tumba de su padre y observó la tapa del nicho unos centímetros corrida.

Cecilio Soto Palomo