Cuento de terror de Cecilio Soto Palomo (2)


LA INMERSIÓN

Él sabía que era una imprudencia, que transgredía varias normas de seguridad, del código
de actuación e incluso que era una grave desconsideración para el resto del grupo.
No estaba permitido actuar en solitario, pero Felipe estaba seguro de que a pocos metros de la última marca registrada había otra salida y por lo tanto se completaba todo el circuito.
Si así era y lo conseguía, figuraría en los anales y seria considerado uno de los grandes espeleobuceadores.
Merecía la pena intentarlo, así que la víspera de la inmersión oficial, preparó su equipo y se dirigió hacia el pozo La Salamandra.
Lo tenía todo muy bien estudiado. Ataría un cabo del hilo guía a un arnés y lo enterraría, llegaría hasta la última marca e iría soltando hilo  hasta el final de la cueva donde estaba seguro habría una salida. Dejaría el hilo tapado como lo hizo en la entrada de la sima, y al día siguiente cuando estuviera con todo el grupo solo tendría que desenterrar el hilo y  decirles que lo siguieran hasta la salida, descubierta por él, y entonces llegaría el reconocimiento de su gesta.

Tardó dos horas en llegar a su destino, sacó el equipo de su coche, se colocó el chaleco hidrostático, el casco con su luz, botella de aire, ató un cabo de la guía a un arnés, bajó a la entrada de la sima donde le cubría hasta los hombros, realizó su rito personal de inmersión y dando un saltito empezó a bucear.
Los primeros metros eran muy amplios, pero poco a poco se iban estrechando y a veces había pasadizos que se entraba justo buceando.
Pasados veinte minutos, llegó a la cueva La Araña, era una bóveda ideal para soltar el bocado de la manga de oxígeno, respirar el aire que misteriosamente siempre estaba purificado y descansar unos minutos.
Pero Felipe no quería esperar, tenia prisa en conseguir su gesta.
Llegó a la marca que indicaba que hasta ahí se había llegado en la exploración de la sima, ató un segundo cabo con una chapa de identificación y continuó buceando.
El corazón lo sentía acelerado, si no fuera por el agua, podría decir que estaba sudando.
En un recodo de la gruta, tuvo que soltarse la botella de aire para poder franquear un pasadizo que a punto estuvo de dejarlo atrapado, pero esa situación ya la había experimentado en otras ocasiones.
El agua  no era muy transparente, pero gracias a su potente foco, podía ver a unos cinco metros de distancia. Noto que le dolía el hombro, tal vez un golpe en alguna de las muchas esquinas en las que se acercó.
De repente, cruzando el foco de su linterna, vio algo fluorescente que se movía rápidamente.
Por instinto se paró, intentó ponerse de pie, pero no llegó a tocar fondo. Ascendió con todas sus fuerzas y su casco golpeó el techo de la gruta. Una nube de polvo y sedimentos cubrió la superficie del agua y al sumergirse para poder avanzar unos metros, en el fondo de la cueva se originó un torbellino de cieno que hacía imposible la visión.
El pasadizo estaba totalmente cubierto de agua, agua que ahora era una mezcla de sedimentos que le impedían abrir los ojos.
Estaba desorientado, no había marcas ni señales que indicaran qué dirección coger, y si la había era imposible verla.
El pánico le llegó cuando notó que sus pies estaban atados con el hilo guía.
Desesperadamente, intentó soltarse, pero cuanto más se movía, más remolino se levantaba.
Le dolían los dientes de sujetar el bocado del aire por miedo a que se le cayese.
Cuanto más intentaba soltarse de la guía más remolino producían sus desesperados movimientos y más angustia le entraba.
En un minuto tuvo la visión de su imprudencia, enterrar el cabo, ya que cualquiera que lo hubiese visto podría dar la alarma, pero sobre todo el haber entrado solo.

Se arrepintió de cosas que había hecho, pero sobre todo de lo que no había hecho. De las promesas a su familia, de viajes, excursiones, actitudes de su vida.
Había perdido el sentido de la orientación y del tiempo. No sabía el tiempo que llevaba allí atrapado, ni el aire que le quedaba en la bombona. En cuanto se le acabara sabía que era su fin, un fin motivado por su imprudencia. Le dolía todo el cuerpo, no sabía si era por los golpes que se daba al emerger del agua y tropezar con la bóveda, por  las contusiones en los brazos y piernas dados con las paredes, si era por la certeza de que iba a morir, o por la forma  y circunstancias  que acabarían con su vida. Nunca hubiera deseado un final como éste, sin avisar ni despedirse de  nadie.
En un momento hizo pie, y poco a poco, pasito a pasito avanzada pero sin saber en qué dirección. Unos minutos después bajó el nivel del agua y le llegaba hasta la garganta. Siguió andando, vio una muy tenue luz al fondo, y tuvo una esperanza de vida.
Lo había conseguido, encontró una salida distinta por donde había  entrado. Se tumbo al suelo, y se levantó cuando se quedo frió. Después de orientarse, supo dónde estaba la entrada de la sima y sin atar el hilo guía, se dirigió hacia ella.
Se desnudó, metió su equipo en el coche y se cambió de ropa. Se acercó a la entrada, tiró del hilo y lo sacó. Comprobó que la chapa de identificación en  donde había anudado la segunda cuerda, media 17 metros.
Según se dirigía a su casa, tomó la determinación de no decir absolutamente nada de lo que había pasado, y que al día siguiente, día de la inmersión oficial, pondría una disculpa para no ir con sus compañeros y llevaría a su hija a Tierra Mítica.


Cecilio Soto