Cuento de terror de Mar Cueto Aller



EL MONSTRUO DEL FOXIACU

El fuego ejercía una gran fascinación en él. Siempre había sido capaz de pasarse interminables horas delante de la chimenea. Observaba desde pequeño las chispitas candentes, que asomaban por las rendijas y orificios de la cocina de carbón, deslumbrado. En cuanto sus padres se despistaban un poco aprovechaba para ver cómo se fundían lentamente sus soldaditos de plomo, o sus indios de plástico. E incluso sus canicas de cristal. Pese a que sabía que el ruido crispante que producían al quebrarse haría que le propinasen una paliza. Nada impedía que lo volviese a intentar a la menor ocasión. Las amenazas con no volver a regalarle más juguetes no le causaban ningún efecto. Los zapatillazos histéricos con que le castigaba su madre, al ver los desaguisados que armaba, parecían incentivarle a repetirlo. Ni siquiera le frenaban las ampollas y cicatrices que le surcaban la piel cada vez que calculaba mal sus experimentos y los sufría en su carne. Era como si no sintiese el más mínimo dolor cuando observaba las informales luces rojas y amarillas bailando ante sus ojos.
Cuando veía una caja de cerillas vacía, que alguien había tirado, la atesoraba guardándola con sumo cuidado. Luego, en la cocina de su casa y en la de sus amigos, trataba de llenarla sin que nadie se enterase. Ellos no se explicaban de dónde sacaba los fósforos. Pues eran tan pequeños que a todos se los tenían prohibidos y les alertaban constantemente de los peligros que les podían acarrear. Aun así, se dejaban contagiar de su entusiasmo y en cuanto podían le ayudaban a hacer una fogata. Reunían todos los papeles y palos que podían cuando nadie les veía y no se privaban ni siquiera en los meses de verano cuando más calor hacía. Su obsesión iba creciendo con el tiempo, y le producía un ansia tan febril, que a veces no reparaba en que le podían ver desde las casas más próximas y salir a darle unos azotes.
En una ocasión, al ver que una mujer había tirado un atado de periódicos y cartones, no se pudo refrenar y los prendió fuego al lado de la carretera. Despertando de ese modo la estupefacción en dos de sus compañeros de correrías. Quienes comprendieron que aquello no estaba nada bien, pero que también deseaban ver la hoguera y sentir su calorcillo, pues estaban en febrero y el frío se colaba por sus pequeños abrigos. Extasiado por el brillo que producían las llamas pensó en qué pasaría si traspasaban una mano. La curiosidad se impuso a su razón.
-Tenemos que echar a suertes a ver quién es el valiente que pone la mano en el fuego y aguanta hasta que el fuego se extinga.-Propuso a sus amigos.
-¡Tú estás loco! Eso tiene que doler un montón y no sirve para nada. ¿Quién va a ser el idiota que haga eso?-Dijo indignado uno de sus amigos.
-¡Ponla tú! ¿Si es que estás tan loco como para hacer una cosa así?-Protestó el otro chico.
-¿No os dais cuenta? Necesitamos saberlo por si un día hay un incendio.
-¡Pues, si hay un incendio… ¡Echamos a correr y ya está!
-¿Ah, sí? ¿Y qué hacemos con nuestras cosas? Nuestros cromos, juguetes, fotos y demás. ¿Dejamos que se quemen tontamente?
-Ya, eso sería un fastidio. Pero no vamos a pasar un dolor tremendo para averiguarlo. Yo por lo menos no pienso hacerlo.
-Ni yo tampoco, pero bien mirado, tienes algo de razón. Si hubiese un incendio sería estupendo saber hasta qué punto podríamos resistir para salvar nuestras cosas.
-¿Y si entre los tres obligásemos a alguien a hacer la prueba?
-¡Qué buena idea! Podríamos coger la mano del canijo que viene por ahí y hacer la prueba con él. Seguro que no tiene fuerzas para impedirlo.-Exclamó entusiasmado uno de sus amigos.
Apenas se acercó el pobre niño para preguntarles quién había hecho un fuego allí, le cogieron sin previo aviso y le agarraron el brazo acercándolo al fuego. El pobre chiquillo era mucho más pequeño y débil que sus avasalladores y no pudo impedir que le acercaran la mano a la lumbre. Sintió tanto pánico y dolor que empezó a gritar con todas sus fuerzas. Afortunadamente para él sus gritos alertaron a una vecina que salió al balcón y les reprendió indignada.
-¡Malditos críos! Sois de la piel del diablo. ¿Cómo se os ocurre poner la mano de esa criaturita al fuego? ¿De dónde habéis sacado tan malos instintos? En cuanto vea a vuestros padres les voy a decir que os pongan un poco de educación y que os castiguen hasta que seáis unas buenas personas como teníais que ser. Y tú, pequeño, no llores más, que yo te curaré y me encargaré de que esos desalmados no vuelvan a maltratarte nunca más.
Durante unas semanas estuvo castigado sin salir a jugar. Aparentemente parecía haber escarmentado igual que sus amigos. Aunque en el fondo no era así. En su mente no dejaba de maquinar el modo de volver a crear un fuego mucho más grande del que se hubiese visto jamás. No tardó en presentarse la ocasión. Había encontrado una saquita con pólvora entre las ruinas de unos edificios, derruidos en la guerra, cercanos. Tenía prohibido ir allí como todos los chicos del entorno. Pero no solían hacer caso a tales prohibiciones y se adentraban en aquel lugar para jugar al escondite. En cuanto la vio, entre unas piedras arrinconadas, imaginó lo que era y se la guardó sin hacer participes del hallazgo ni siquiera a sus compañeros de juego. Deseaba con toda su alma encontrar el momento en que la pudiese utilizar. Le parecían eternos los minutos en espera de quedarse a solas para poder prenderla. Sabía que en la calle le verían sus amigos y le delatarían, pues decían estar hartos de que les castigasen por causa suya, y que nunca más pensaban ayudarle a jugar con fuego. Se le ocurrió que lo mejor sería emplearla en su casa cuando no estuviesen sus padres. Aquél día creyó que habían salido a cebar a los animales como solían hacer a aquella hora. No pudo esperar más. En lugar de limitarse a estudiar al lado de la cocina, sin tocarla para nada, como le habían insistido que tenía que hacer. Sacó sigilosamente la bolsita de tela y se acercó a la placa candente. Justamente en ese momento entraron sus padres que se disponían a visitar al veterinario para consultar un asunto sobre una de las vacas que pacían en el monte. Se asustaron al ver la saquita que tenía en la mano y antes de que le preguntasen nada la arrojó dentro de uno de los huecos, por donde se introducía la leña, y se apartó corriendo para que no le pegasen. La pólvora que estaba muy húmeda tardó unos segundos en prenderse pese a lo bien atizada que estaba la cocina. Aún así, soltó una gran llamarada que prendió cuantas cosas se hallaban alrededor. La segunda explosión que sucedió a los pocos instantes fue mucho más fulminante y calcinó al momento  todo lo que había en la habitación, incluidas las personas y el techo. Las gruesas paredes de roca, de casi un metro de espesor, impidieron que el incendio se propagase a la vivienda adosada. Salvando a sus vecinos de sufrir el mismo terrible y cruel destino.
Todos los lugareños acudieron a sofocar las llamas sin esperar a que llegasen los bomberos, del pueblo principal, del concejo. Hasta los niños se pusieron a ayudar, pasando en cadena cubos de agua, por si acaso se encontraba alguien con vida. Pero el incendio parecía avivarse  cuanto más luchaban contra él,  hasta que no llegaron con las mangueras no lo pudieron extinguir. Fue demasiado tarde, cuando lograron entrar ya ni siquiera se podían distinguir los huesos de las victimas. Los tuvieron que reunir como pudieron e introducirlos juntos en un solo ataúd. Nadie quedó indiferente ante aquel suceso. Los gritos que habían oído en el momento de la explosión no duraron más que escasos instantes, pero fueron tan desgarradores, que solo con recordarlos se estremecían todos los vecinos que vivían en las casas cercanas. Lo más duro para ellos fue comunicárselo a la abuela que vivía sola, en lo alto del pueblo, junto a las huertas y el monte en que pacía el ganado.
La anciana no era muy habladora. Tampoco era muy sociable. Desde que había muerto su marido prefería la compañía de los animales a la de las personas. Cuando la veían los vecinos que también tenían huertas en la zona del pueblo donde ella vivía y a la que llamaban comúnmente “el Foxiacu” apenas les respondía con monosílabos a sus preguntas. Era tan hermética y poco expresiva que no se extrañaron cuando se quedó impasible ante la terrible noticia. Aún así, se compadecían de ella y la acompañaron hasta el cementerio, abrazándola y llorando sin parar. Como si quisieran desahogarse en su lugar o animarla a que les imitase.
-Tengo que darte una mala noticia. No sé si escuchaste las explosiones que se oyeron ayer en el pueblo. Porque en tol contorno no creo que quedase nadie sin oírlas.
-¿Hum?-Fue toda la respuesta que se le ocurrió a la anciana.
-Detesto tener que recordarlo. Pero fue en casa de la familia de tu hijo. No vinimos antes a decírtelo para que pudieses dormir al menos esta noche. Ya que en tol pueblo no pudimos dormir nadie, del disgusto, que al menos durmieses tú. Que ya tendrás tiempo pa desvelarte.
-¡Oh!-volvió a ser la única expresión que salió de sus fruncidos y crispados labios.
A partir de aquel suceso, los vecinos cuando iban a sus huertas, le llevaban cazuelas con potaje, ropas que tejían para ella y regalos que pensaban que le podrían ser útiles. Ella, al verles venir, se escondía y simulaba que no estaba en casa para no tener que hablar con nadie. Solo bajaba al pueblo cuando quería comprar grano para los animales y coñac para olvidar. Nunca lo había probado en vida de su marido. Pero, al encontrarse sola y con el frío de las heladas invernales, se había empezado a aficionar poco a poco. La tragedia que le había dejado sin su hijo y su familia fue el desencadenante de su incontrolable afición.
Cuando se dieron cuenta del problema que tenía con la bebida, sus conocidos, ya era tarde para que la pudiesen ayudar a evitarlo. No se explicaban cómo conseguía sus suministros. Pues casi nunca bajaba al pueblo. Pero cuando se la encontraban tirada por los peligrosos y estrechos caminos, entre zarzas, su olor inconfundible la delataba.
No tardaron ni dos meses en volver a verse incendios en aquella zona. Nadie se explicaba cuál era el motivo. Pero cuando menos se lo esperaban se incendiaba el monte. Los lugareños temían que se llegase a incendiar la casa del Foxiacu y que a su propietaria le sucediese igual que a sus familiares. Trataban de hacer cortafuegos por entre sus huertas y bosques. Aun así, volvían a sucederse las fogatas inexplicables. No llegaban a ser muy alarmantes porque la lluvia solía acudir enseguida a extinguirlas. Pero a las gentes del pueblo les preocupaba que la siguiente vez no sucediese lo mismo y el resultado fuese más destructivo. Cuando trataban de avisar a Juaca la Foxiaca para que les indicase si había visto alguien sospechoso ella se escondía o les eludía alegando que no sabía nada. Casi siempre por señas, como si le costase mucho trabajo hablar, incluso cuando estaba sobria porque iba o venía a comprar al pueblo.
En varias ocasiones, debido a las caídas de la pobre mujer de bruces sobre los zarzales, la habían visto algunos niños con la cara arañada y llena de sangre. Llevándose un susto tan grande que les había hecho creer que habían visto un monstruo. Al principio a los mayores les había parecido cruel que confundiesen a la anciana con algo tan desagradable y habían castigado a sus hijos por divulgar tal calumnia.
-¿Cómo que habéis visto un monstruo en el pueblo? Eso no puede ser verdad. ¿De dónde habéis sacado tamaña tontería?
-¡Que sí! ¡Que es verdad!-Decía la niña-Lo vi, con mis propios ojos. Era horrible y en lugar de hablar gruñía. Paquita también lo vio. Pregúntaselo a Paquita. Ya verás como te dirá lo mismo.
-Pero, ¿Dónde lo visteis?-Preguntaba la madre de la niña.
-En el Foxiacu. Cuando fuimos a llevarle la merienda al padre de Paquita. Que se le había olvidado.
-Pues entonces será Juaca la Foxiaca. Que la pobre ya es muy mayor y está muy arrugadita. Además, como no ve muy bien a veces se cae en los zarzales y se hace heridas.
-¡No, no! Yo me acuerdo de haber visto alguna vez a esa señora y no era tan horrible como el monstruo que vimos, no tenía la cara a rayas ensangrentadas ni gruñía así como lo que vimos.
-¡Claro! Porque tendría alguna caída en algún zarzal. No quiero que digas a nadie eso de que visteis un monstruo. Ni que vuelvas a ir nunca más al Foxiacu. ¿Me entiendes bien?
-Sí, si yo ya no quiero volver nunca más. Ni Paquita tampoco. ¡Si su padre se vuelve a olvidar la merienda, que se fastidie!
Por aquellos días solían faltarles prendas de vestir a las vecinas que tendían la ropa en la hierba de los prados a las afueras del pueblo. Ninguna le daba mucha importancia porque siempre solían ser las piezas más gastadas y más discretas de todas las que ponían a secarse al verde. Además, nunca solía ser más de una pieza la que echaban en falta. Algunas pensaban que debían de ser los críos los que las cogían para jugar o para limpiarse. Y aunque no les hacía mucha gracia que les desapareciese algo suyo, por muy estropeado que estuviese, se compadecían de quien lo hubiese hurtado y daban gracias a dios por que la persona en cuestión no hubiese sido más selectiva. La mayoría de las mujeres no solía comunicarlo a nadie. Ni siquiera se quejaban. Solo compartían sus dudas entre ellas preguntándose mutuamente si sabían de alguien que estuviese pasando por un mal momento económico.
-¡Pacita! ¿Sabes de alguien que esté malo y no este teniendo ningún sueldo porque no pueda trabajar? Es que, ya tres veces que me faltan una vez un pantalón, otra unos calzoncillos y esta última vez una camiseta. Y la pobre siempre se lleva las más zurcidas y peores que extiendo. Todo cosas que no valían pa ná. Que estuve a punto de tirarlas pero que no lo hice por si las querían pa trabajar al campo o pa pintar.
-¡No sé nada! Pero ahora que lo dices a mí también me faltaron algunas cosas. Y no me preocupé nada por ellas porque tampoco valían pa ná. ¡Madre, qué mal lo estará pasando!
-¡Y vaya buena que es! Que si fuese otra, arramplaba con todo lo mejor y no se llevaría la purriela que se está llevando.
-Pues a mí me gustaría saber quién es. Quizá la pobre necesite también comida y no se atreva a pedirla. Yo le llevaría una docena huevos y unos kilos de patatas.-Dijo Pacita.
-Y yo también. ¡Qué lástima no saber quién es! Porque ya se sabe que donde hay huevos y patatas, al menos, no se pasa hambre.
Por más que trataron de indagar discretamente, algunas vecinas, no encontraron nadie que pudiese ser la causante de aquellas peculiares desapariciones de prendas. A nadie se le ocurrió ni por lo más remoto que pudiese ser Juaca la Foxiaca, pues nunca desaparecían ropas de mujer, y era del dominio público que vivía sola. Aunque las primeras niñas que la vieron caída por un camino no volvieron a subir a lo alto del pueblo, donde estaba la zona llamada el Foxiacu, no paraban de contarlo a todos los habitantes del lugar que en cuanto las veían les volvían a preguntar por lo que habían visto. Así se formó la leyenda de que había un monstruo por aquellos lugares y a los niños se les prohibía por sus familiares ir por allí. Nadie dudaba de la veracidad de lo visto por las niñas. A muchos les entró curiosidad y alegando que querían investigar sobre los pequeños incendios buscaban siempre que podían a ver si aparecía el ser que las había asustado tanto.
De vez en cuando, bajaba alguien horrorizado del Foxiacu, diciendo que había visto alguien terrible y atemorizando a cuantos se encontraba por el camino. Cada vez le atribuían datos más desagradables e increíbles. Nunca coincidían ni en la altura, ni en los rasgos, ni en la complexión del individuo. Se convirtió en un misterio insondable, del que surgían las más peregrinas explicaciones, a cuál más desatinada. De lo que no parecía haber duda era de que los desgraciados que tenían la mala suerte de cruzarse en su camino no mentían. El pánico se reflejaba indudablemente en sus rostros y en sus mentes. Incluso en ocasiones habían sido agredidos, recibiendo brutales empujones o puñetazos, para quitarles de su camino. Resultaba evidente que aquel ser no quería ser descubierto, aunque tampoco debía tener interés en maltratar a nadie, pues en cuanto se alejaban no hacía ningún amago de seguirles. Pero los caminos eran tan escarpados y peligrosos que un simple empujón podía llegar a ser mortal. En los mejores casos las ortigas y los cardos amortiguaban las caídas. En los peores, el suelo pendiente y pizarroso les producía dolorosas fracturas. El miedo hacía que perdiesen la noción de la realidad llegando a hacerles confundir un accidente con  una agresión.
La última vez que se recuerda que hubiese un incendio en el pueblo fue cuando se quemó la casa de Juaca la Foxiaca. La explosión se oyó en todos los alrededores. Un gran eco retumbó como si hubiese estallado una bomba. Y el monte donde vivía pareció elevarse varios metros por encima de la superficie que ocupaba. El espectáculo fue terriblemente aterrador. Porque las gentes que habitaban el valle sabían que aunque quisiesen no llegarían a tiempo para poder salvar a la pobre mujer. Se estremecían de dolor al pensar en la triste vida y el cruel final que había sufrido aquella anciana sin que la pudiesen socorrer en aquél apartado lugar. Aún así, acompañaron a los bomberos hasta el lugar para enterarse de todo lo sucedido. Cuantos estaban presentes se quedaron boquiabiertos al descubrir que había dos cuerpos calcinados. Ambos estaban irreconocibles. Uno entre los escombros de la casa y otro, enredado, en los alambres del gallinero.

Mar Cueto Aller