Homenaje a Alejandro Casona por Alejandro Alonso

Obra de teatro en cuatro pequeños actos.

DOS CUARTOS Y MITAD
Personajes:
• SIMÓN
• GERMÁN
• CARMEN

ACTO I

SIMÓN, sentado en el sillón de la sala de espaldas a la puerta, mirando hacía la cristalera, parece hablar solo, nadie más hay en la sala de lectura. Le acompaña una copa medio vacía de coñac y un libro de añejas pastas.

SIMÓN -La verdad, cansado estoy de leer y el problema no es leer, es que ciertamente he llegado a la conclusión de que irremediablemente tengo la sensación de leer siempre lo mismo. Las letras no han cambiado, si acaso la grafía de las mismas, pero siguen siendo las de siempre. Las palabras, a excepción de vocablos nuevos de uso común y, posiblemente, de nueva incorporación a nuestro diccionario, se repiten una y otra vez. Y de las historias que se cuentan, qué decir de ellas, que salvo las de un reducido y limitado grupo de autores, parecen todas salidas de la misma churrera. Eso sí, la forma en que se componen las frases, eso, en algunos casos, puede ser de mención, pero en contados casos nada más. De los clásicos no debo hablar, clásicos son. Hubiera sido una verdadera satisfacción vivir hace cien o doscientos años, la producción literaria era mucho más escasa y más interesante que ahora. A día de hoy, cualquiera puede escribir un libro, un poema. De hecho, solo hay que tener una idea y plasmarla, el editor ya se encargará de limar, corregir y pulir el estilo. En verdad es vergonzante.

Arroja al suelo como poseído el libro que tenía entre manos, y acariciando la copa de coñac da un trago. Tras unos segundo continua.

SIMÓN -¿Cuántos de los libros de esta biblioteca son realmente meritorios de estar en ella? Quizá con un puñado resuma siglos de literatura, de escritores. Eso es lo que sobra ahora, ¡escritores! Da un papel y un lápiz a cualquiera y tendrás una historia, una novela o un poema, y ¿de qué vale? Miserias para enriquecer al editor. Aquel que guarda sus escritos en un cajón con miedo a que sean leídos, ese, muy posiblemente, tenga algo que contar, pero el que alegremente no ceja en enviar de un editor a otro hasta publicar, ¿qué cuenta? ¿Qué literatura es esa? Valientes escritores de pacotilla. Me interesa más el otro, el cobarde, el temeroso a ser leído, porque la pasión que ha puesto en sus letras le atenaza. Así que, ¿qué haremos ahora? –espera unos segundos como a obtener respuesta- ¡Contesta hombre de Dios! Sé que estás ahí desde hace un buen rato oyendo mi perorata.

Desde la puerta, GERMÁN, su ayudante o secretario, da un paso adelante y comienza a hablar.

GERMÁN -No quería interrumpirle señor, tan solo avisarle que la visita que esperaba ha llamado y hoy no podrá venir.

SIMÓN -Déjese de monsergas y conteste a mi pregunta. Ya daba por hecho que no vendría. Ahora lo que me importa es su respuesta. Venga aquí y siéntese.

GERMÁN cruza la sala se coloca al lado de SIMÓN.

GERMÁN -Señor, no creo que yo…

SIMÓN -Usted es humano, y sé que pocos libros de esta biblioteca le son desconocidos. ¿Tendrá una opinión? Pero siéntese, haga el favor. No me gusta hablar mirando hacia arriba. No sea descortés conmigo.

Sentándose al borde del otro sillón, GERMÁN le mira con desconcierto.

GERMÁN -Yo, he leído alguno de los libros, de sus libros, de la biblioteca; esperaba que usted no se molestara por ello.

SIMÓN -Pero quiere contestarme de una vez.

GERMÁN -Bien, creo que en parte tiene usted razón, en mi modesta opinión sobran escritores y faltan literatos.

SIMÓN -¡Ajá! Entonces estamos de acuerdo.

GERMÁN -Pero, ¿por qué no dar una oportunidad a nuevos escritores?

SIMÓN -¿Para llenar las bibliotecas de espantos? No se da cuenta de que todo lo que se publica queda registrado, y por tanto el espacio necesario para albergarlos ha de crecer terroríficamente.

GERMÁN –Hombre, no lo había visto así, eso es cierto, pero de los cientos de miles de libros que se publican, ¿alguno habrá que se libre?

SIMÓN -¿Qué porcentaje? ¿Un cero coma cero dos por ciento de todos? Y eso creo ya es mucho. El editor no criba adecuadamente, es más, normalmente el editor no sabe leer ni escribir, sabe de cifras y números; la armonía, la belleza, la musicalidad, de las obras le son ajenas.

GERMÁN –Disculpe mi atrevimiento, pero en eso no estoy totalmente de acuerdo, muchos editores son también escritores y literatos, y no pongo en duda su integridad.

SIMÓN –No me haga reír, ¡cómo si ellos leyeran los panfletos que editan! ¿No se da cuenta de que tiene una legión de “profesionales” lectores que hacen el trabajo sucio? Pero son solo eso, lectores de dudosa profesionalidad. Por favor, sírvame otra copa y otra para usted.

GERMÁN –Señor, no creo que deba.

SIMÓN –Hoy somos amigos, camaradas, colegas, de hecho, tenía muchas ganas de tener esta conversación, y, por favor, tutéame.

GERMÁN –No estoy en disposición de contrariarle, pero me gusta la distancia en la que nos encontramos.

SIMÓN –Mantengamos la distancia si lo cree necesario, pero sea claro, sincero y, sobre todo, discuta conmigo, rebátame mis alegatos, deme algo de eso que lleva dentro. Sirva esas copas y siéntese como Dios manda.

GERMÁN cree encontrase en una situación delicada, por un lado es el momento de decir cuatro cosas y por otro teme ofender a SIMÓN.

SIMÓN -¿Qué le parece este coñac?

GERMÁN –No soy gran bebedor de estos destilados, pero tiene cierto gusto a almendra, cítricos y aromas florales que le hacen agradable al paladar.

SIMÓN –Y no se olvide de ese pequeño toque a sándalo y chocolate. No sabía de su exquisito paladar Hombre versado y culto sí, pero me sorprende el amplio conocimiento que posee. ¿Hay algo más que yo no sepa y deba saber?

GERMÁN –Supongo que siempre hay algo, incluso oculto, pero ¿por qué arrancar a una margarita todas la hojas a la vez, de golpe? ¿Por qué no ir hoja a hoja?

SIMÓN –Y encima se permite el lujo de hacer filosofía, literatura. Es usted una caja de sorpresas. Brindo por ello, alguien a mi altura.

Hacen ambos el amago de chocar sus copas y dan un largo trago de coñac. Se miran, y parecen hacerlo con cierto beneplácito y cierta distancia, casi como desconfianza, pero con un grado de complicidad.

SIMÓN –Volviendo al tema, ¿Cuántos editores conoce que realmente lean las obras que llegan a sus oficinas? Es más, creo que muy probablemente, no lleguen a leer ni siquiera a aquellos que premian en sus certámenes y concursos.

GERMÁN –No lo sé, pero quiero creer que no son tan “inhumanos” como piensa. No leerán todo lo que les llega, que primero pasaran cierta criba y un reducido de volumen acaban en las manos del editor, que dará buena cuenta de ellos.

SIMÓN –¡No sea iluso hombre! Entonces, toda la miseria de libros que circula por el mundo ¿de dónde cree sale?

GERMÁN –Es cierto que hoy en día hay muchas más editoriales y algunas de dudosa moral, pero no podemos achacarlo todo a los editores, me refiero a las grandes editoriales.

SIMÓN –¡Esas son las peores! Las pequeñas intentan tener un éxito, llegar a tener uno o dos escritores de renombre, subsistir en este mundo de lobos o “lobbys”. No solo crear tarjetas de visita, calendarios, agendas y publicidad. Publican pequeños libros, normalmente de cierta temática comarcal o regional, nada que produzca interés, poca literatura.

GERMÁN –Puede ser, incluso que…

SIMÓN –Pero las grandes, esos lobos que viven en manada, esos sí son los peores. Destinan sus recursos, sus intereses a un fin, a un único fin, copando los mayores ámbitos e impidiendo la entrada de nuevos y prometedores escritores, incluso, haciendo gala de su prepotencia, son capaces de eliminar de un plumazo a escritores consagrados.

GERMÁN –Pero se contradice, acaba de decir que el lobby literario o editor, impide la entrada de nuevos escritores, ¿no es precisamente eso lo que quiere?

SIMÓN –Germán, Germán, no acaba de entenderme ¿verdad?

GERMÁN le mira un tanto atónito mientras SIMÓN apura su copa de coñac, la mira ya vacía y toma la botella.

SIMÓN –Acabe usted su copa, ahora seré yo quien le sirva. Lo que yo quiero, es que no abunde tanta morralla presuntamente literaria y para eso deberían de estar los editores, pero eso no implica que nuevos escritores tengan acceso, solo aquellos que verdaderamente tengan algo que decir.

GERMÁN –Entonces es lo que yo decía, dar una oportunidad a nuevos escritores.

SIMÓN –Si usted quiere, todos son nuevos escritores, incluidos los ya consagrados. No todo lo que escriben éstos ha de ser una gran obra, de hecho, hay quien solo ha escrito un par de libro buenos y el resto bazofia, pero como el nombre tira y ya están en la cima, se les pasa todo, hasta un mal libro.

GERMÁN –Eso es culpa de los críticos literarios, también son partidistas.

SIMÓN –Ahí le ha dado, éstos también están pagados por los editores, no pueden dejar de perder dinero con un mal libro.

GERMÁN –Pero nosotros, los lectores, también somos críticos y podemos, gracias al boca a oreja, gracias a nuestras relaciones, hundir o emerger un libro, un autor.

SIMÓN –Desde luego, pero ¿por qué hacer el trabajo que deberían de hacer otros?

GERMÁN –Porque al final, somos nosotros los que pagamos y podemos revelarnos como una fuerza más, una fuerza que vele por nuestros intereses.

SIMÓN –Utópico querido amigo. Esperaba que este magnífico coñac le diera un poco de luz.

GERMÁN –No, el coñac no tiene nada que ver, mis opiniones no están afectadas, si acaso un poco mi sentido del equilibro.

SIMÓN –Pues beba, beba hasta ver la luz.

Brindan de nuevo, agotando el líquido de sus copas, que son una vez más rellenadas por Simón.

GERMÁN –No entiendo por qué dice que es utópico, bien es cierto que somos nosotros el poder, en nuestras manos está comprar o no un libro.

SIMÓN –Si fuéramos libres de decidir la cosa cambiaría, pero estamos sujetos a decisiones tomadas. Nuestras vidas están de tal forma manipuladas que no tenemos criterio ni decisión. Son ellos los que mueven los hilos. El poder de la propaganda les pertenece, y no somos nada sin que ellos decidan.

GERMÁN –Pero tenemos criterio, ahora estamos teniendo y actuando con nuestro propio criterio.

SIMÓN –¿No tiene dudas de lo que ha dicho?

GERMÁN –No, es más, creo que en mi vida yo y solo yo he tomado las decisiones, tanto para bien como para mal.

SIMÓN –Le repito la pregunta, ¿no tiene dudas de lo que ha dicho?

GERMÁN –¿Intenta, acaso, confundirme o por el contrario llevar las ascuas a su brasero?

SIMÓN –No dude de mí ahora, esto es muy serio. Analice un poco su vida y se dará cuenta que muchas de las cosas que ha hecho han sido gracias o debido a agentes externos que nada tienen que ver con sus decisiones. Lo mismo pasa con la literatura, usted no es libre de leer o dejar de leer.

GERMÁN –Tal vez en contadas ocasiones haya sido así, pero le aseguro que con la lectura soy muy crítico y no dejo que comentarios o criticas afecten a la visión que pueda obtener de un libro o de un autor, lo mismo que no juzgo a un autor por un libro o por toda su obra, ni a un libro por un autor.

SIMÓN –No hablamos ahora de juzgar obras o autores, ahí también habría mucho que decir, pero no es el caso. ¿Cuántos de los libros de esta modesta biblioteca son realmente buenos?

GERMÁN –No los he leído todos, de algunos tengo referencias, otros necesariamente sí los he leído, no sabría decirle.

SIMÓN –Vea, en esa parte de allí están la mayoría de los clásicos, Cervantes, Góngora, Homero, Wilde, Virgilio, Henry James, Marlowe, y tantos otros de todos los tiempos y todas las lenguas. Esos, por cierto, son míos. No tengo ningún orden establecido en su colocación, tiene cierto albedrío pero son los mejores libros y autores de la literatura universal.

GERMÁN –Una hermosa y gran colección.

SIMÓN –En esa otra parte tiene aquellos libros que han llegado a mí por diversas circunstancias, ya sabe, regalos, yo no he tenido tentación alguna de comprarlos, y, pese a ser de autores de cierto renombre, simplemente entretienen; la mayoría no busca otra cosa, aunque en su defensa diré que poseen cierta literatura. Se salvan por los pelos. Y por último tenemos la zona catastrófica. Estos, son libros que jamás debieron de ser editados, que sus autores deberían haberse cortado las manos y no escribirlos, o haber asesinado al editor por publicarlos. Están apilados unos sobre otros para evitar ver el autor, o el título, o la editorial, no vaya a ser que me entren tentaciones no de leerlos, sino de eliminar de mi vida cualquier relación con sus autores o editoriales.

GERMÁN –Siempre me pregunté por qué estaban colocados de esa manera, con el lomo del libro hacía dentro, ocultando cualquier vestigio de identidad.

SIMÓN –El número que poseo es inconfesable, y lo peor de todo, es que al recibirlos he tenido que poner buena cara. Pero no piense que no los he leído, me he atrevido a ojear bastantes páginas en busca de algo de literatura, un retazo, una luz en su interior que valga la pena. Pero no ha sido así. En sus páginas se encierran vagas historias y peor gramática.

GERMÁN -Me alegro no haberle obsequiado con algún libro.

SIMÓN –De usted he esperado siempre un libro. Pero me ha defraudado, me cambia las letras por los licores, aunque no sé si por fortuna para mí o para usted.

GERMÁN –Me niego a regalar libros, y máxime a usted, que posee una biblioteca excelente.

SIMÓN –Comparto su opinión, los libros no deben regalarse, son los libros los que han de venir a tus manos. Fíjese, ve aquel libro de allí, el que sobresale un poco de la estantería, pues paseando un día, sin darme cuenta me encontré pertrechado tras el cristal de una pequeña librería y allí estaba. No había caído en el autor ni en el título, pero entré y me lo lleve. ¿Sabe cuál es? Las palmeras salvajes, de Willian Faulkner, gran autor.

Parecía satisfacerle haber encontrado aquel libro. Sentado en el sofá se hinchó y dejó que un pequeño silencio se rompiera al paladear el coñac.

GERMÁN -¿Quiere decir que es algo así como que son los libros los que nos escogen?

SIMÓN –Desde luego, hay cierta interactividad entre nosotros y los libros. Unos los tenemos porque nos han elegido, otros los elegimos nosotros, pero lo hacemos porque nos han llamado, así que en cualquier caso, son ellos los que nos desean.

GERMÁN –Entonces, ahora tengo una gran duda. Esta biblioteca está dividida, digamos que en tres zonas, la zona de literatura, la zona intermedia y la zona catastrófica, puedo entender las dos primeras zonas, pero, ¿qué me dice de la tercera? Si es cierto que ellos nos eligen, ¿a que se debe esa tercera zona?

SIMÓN –Desde luego, ¿cree que por el hecho de ser bazofia, no me han elegido? Se equivoca, los libros tienen razones que nuestra razón no entiende. Pero le diré que la finalidad del libro no solo es que sea leído, pueden tener infinidad de propósitos.

GERMÁN -¿Y en este caso?

SIMÓN –En este caso, sirvan de medio, ejemplo o llámelo como quiera, para que tengamos esta conversación, para que yo me haya enojado, para que debatamos, para que usted aprenda una nueva lección. Sea más abierto de mente, y escúchelos, ¿no les oye hablar?

Dando un trago de coñac, Germán mira de reojo a Simón, y se queda pensativo.

SIMÓN -Cree que estoy loco o que me estoy volviendo loco, ¿verdad? No lo piense ni por un momento, quizá algún día, hoy, desde luego que no.

GERMÁN –No, ni por un momento he dudado de su cordura. Simplemente sus palabras me sorprenden.

SIMÓN –Por cierto querido amigo, ¿no será usted uno de esos que envía masivamente sus textos para que se los publiquen?

GERMÁN –Mi osadía no llega tan lejos, ni siquiera soy capaz de unir un par de frases con cierta armonía. A mi las letras se me han negado siempre, debo tener otro tipo de musas.

SIMÓN –Acabe la copa y acompáñeme, quiero mostrarle algo.

Ambos se levantan dejando sus copas sobre la mesa. Simón mira el contenido casi vacío de la botella de coñac, y con un pequeño gesto le indica a Germán que le siga.

SIMÓN –Antes pasemos por la bodega y seleccionemos un vino. Diré a Carmen que prepare algo para picar.

ACTO II

SIMÓN –¿Qué le apetece? ¿Tinto, clarete, blanco, espumoso?

GERMÁN –El que usted elija estará bien.

SIMÓN –No le doy esta oportunidad a cualquiera, elija por favor.

GERMÁN –Depende de lo que Carmen prepare para picar.

SIMÓN –Le he pedido un poco de ibéricos y unos quesos.

GERMÁN –En ese caso, ¿le parece un tinto joven?

SIMÓN –Tintos por allí. Tengo todo tipo de caldos, pero mi paladar prefiere los tintos. ¿Cuál le llama?

GERMÁN –¿No me diga que también el vino es el que nos elige?

SIMÓN –No, aunque podría hacerlo. ¿Alguna zona en concreto?

GERMÁN –Sorpréndame, elija usted el vino, yo ya he elegido el tipo.

SIMÓN –Bien, seleccionare la zona y la bodega y luego usted el caldo. Veamos, tenemos..., ¿qué le parece?

GERMÁN –Buena zona y mejor bodega, si señor, de mis preferidas. Pero, este que tiene aquí es una joya.

SIMÓN –Pues tómela y vayamos a catarla.

Carmen entra en la bodega con un mantel, unos platos de comida y unas copas, prepara la mesa.

GERMÁN –No, no puedo, por lo menos esta botella debe costar más de trescientos...

SIMÓN -¿No la quiere beber conmigo?

GERMÁN –Me parece un abuso por mi parte, es como si me estuviera aprovechando de usted, no puedo, buscare otro.

SIMÓN –Deme, el único abuso es que no haya sido abierta antes. El mejor vino siempre es que el se ha bebido. Además, quién dice que no esté estropeado. Lo cierto es que tenía ganas de probarlo, y nunca he encontrado ocasión, sea esta pues.

GERMÁN –Sería una lástima que un caldo como este se estropeara.

SIMÓN –Pues por eso mismo, demos buena cuenta de él y descubramos si ha merecido la pena abrirlo. Es un misterio que desvelaremos entre los dos. Acérqueme el sacacorchos.

Se sientan a la mesa en la bodega. Simón observa detenidamente los manjares que ha preparado Carmen.

GERMÁN -¡Qué buena pinta tiene esto, y qué aromas!

SIMÓN –No se precipite, dejemos que el vino tome aire, y mientras dígame que le dice el corcho.

Germán se acerca el corcho a la nariz mientras cierra los ojos, lo huele una y dos y tres veces, pausadamente.

GERMÁN –Intenso, elegante, buena carga frutal. (toma un trago despacio y continua) Madera fina, regaliz, ¡hum! Balsámicos y frutos rojos y negros maduros. Tierra húmeda.

SIMÓN –Un gran olfato. Note el paso aterciopelado, el largo recorrido, la presencia de tostados y la correcta acidez. Un gran vino. Ciertamente, hoy era el día para abrirlo, y la mejor compañía, una compañía que sabe apreciar los placeres de la vida.

GERMÁN –Gracias por el cumplido, pero no queda atrás el anfitrión. Con este vino, las viandas casi me sobran.

SIMÓN –¡De eso nada! Pruebe este jamón y este queso, y este salchichón y esa cecina, son todos de primera, es un trozo de cielo para nuestras bocas. Tengo un pan de pueblo que hace historia.

GERMÁN –He dicho “casi”, por nada en el mundo dejaría de probar estos manjares, si el coñac y el vino son de grandísima altura, esto no debe ser menos.

SIMÓN –Pues empiece, no se acobarde. Mientras acabamos con ello, sigamos hablando.

GERMÁN –Tengo una pregunta, en relación a lo que hablamos antes de la manipulación. ¿No estará manipulándome con algún fin que desconozco?

SIMÓN –Desde luego que le manipulo. ¿Acaso no ha hecho usted lo mismo conmigo?

GERMÁN –No, ¿yo? ¿por?...

SIMÓN –Manipular, pero ¿qué es manipular? Nos movemos por intereses y afinidades, que también son intereses, y queremos llegar a una determinada meta, ¿eso es manipulación? Desde luego, todos nuestros actos son manipulaciones.

GERMÁN –Me refería si tanto agasajo tenía algún fin concreto.

SIMÓN –Claro que tiene un fin concreto. Me place y estoy disfrutando de su conversación y su compañía; digamos que le compenso de alguna manera por aguantar mi compañía. No es fácil, y nadie mejor que tú Simón, lo sabe, que no soy persona muy grata.

GERMÁN –Tampoco es desagradable, le veo correcto y sobre todo coherente.

SIMÓN –Me tiene en buena estima, será porque le pago un sueldo.

GERMÁN –No, no es por eso, es lo que pienso y así lo creo.

Germán toma un rostro serio, cuasi enfurecido, parece enojarse.

SIMÓN –Desde este momento queda usted despedido.

GERMÁN –Será una...

SIMÓN -¡Fuera de mi casa y no vuelva jamás!

Germán se levanta atónito, no se cree lo que acaba de suceder, anda despacio.

SIMÓN -¿Sigue pensando lo mismo?

GERMÁN –Sigo pensando lo mismo, aunque ahora estoy desconcertado. Mañana recogeré las cosas del despacho.

SIMÓN –Ni se le ocurra, venga y siéntese aquí conmigo, acabemos con los pinchos y no hagamos enfadar a Carmen, no le gusta que dejemos nada en los platos. Y no, no está despedido así que siéntese tranquilo y sigamos hablando.

GERMÁN -¿Me ha puesto a prueba?

SIMÓN –No, se ha probado usted sólo, yo lo único que he hecho ha sido encender la mecha.

GERMÁN –No, usted me ha probado.

SIMÓN –Son opiniones. Es una forma de verlo aunque no se ajuste a la verdad. Yo le he mostrado un camino y usted ha tomado una de las múltiples opciones, podría haberme soltado un puñetazo, haber lloriqueado para conservar el puesto o cualquier otra cosa, sin embargo abandonó el barco sin reproches ni preguntas, con orgullo aunque tambaleándose un poco.

GERMÁN –Abusa de su posición, es la primera vez..., tal vez el vino esté haciendo estragos en su cabeza, y desde luego en la mía. Pero su comportamiento de ahora es desconocido para mí.

SIMÓN –¿Se da cuenta? No nos conocemos apenas y ya me había juzgado, ¿que clase de amistad es esa?

GERMÁN –No había amistad, era una relación laboral, a partir de hoy puede que exista amistad.

SIMÓN –Le tiendo mi mano y le pido disculpas. Sea más que una relación laboral, confío en ti tanto o más que en mí, aunque hay pequeñas cosas que aún debes aprender.

GERMÁN –Acepto las disculpas y también le tiendo mi mano.

Ambos se estrechan la mano con efusividad, largamente.

SIMÓN –Le diré una cosa que espero que entienda y sepa aplicar en su vida, y es que así somos todos, no creo que nadie se libre de ello. Escúcheme con atención porque no lo repetiré. Habitan en mí dos seres, el que ves tú, y el que veo yo. Del que ves tú habitan otros dos seres, el que quieres ver tú y el que ves. Del ser que veo yo, también habitan otros dos seres, el quiero ser, y el que realmente soy. De todos éstos, es posible que ninguno sea yo. Y no me planteo preguntarme quién soy, pues siendo el que soy, no soy más que el deseo de un ser, que no es el que tu ves ni el que quieres ver, y tampoco el que soy o quiero ser.

GERMÁN –Es un juego de palabras, simplemente quiere confundirme, pero sí es cierto que no es quien quiere ser, ni es quien yo creo que es.

SIMÓN –¿Eso opina? ¿Quién cree que quiero ser?

GERMÁN –Es complicado ya que yo lo veo desde fuera, desde mi punto de vista, y por tanto mi opinión no puede contar ya que entonces diría quién creo o quiero que sea, y eso no es realmente lo que me pregunta. Si dijese quién creo que quiere ser, estaría diciendo quién creo que es, errando así en la respuesta, por tanto no importa quién yo crea que es, lo que importa es quién cree usted que es.

SIMÓN –Ahora está jugando conmigo.

GERMÁN –La pelota está en su campo.

SIMÓN –Le diré quién no soy, creo que es más fácil que intentar decir quién soy. No soy una persona sumisa, no soy un estanque de aguas quietas, no soy embaucador ni mentiroso, no soy todo lo honrado que debiera, no soy amable, no soy condescendiente, no soy perdedor, no soy envidioso, no soy persona fácil, no soy…

GERMÁN –Por favor, déjelo, déjelo ya. La lista de “no soy” puede ser interminable y creo que sabe bien quién es o quién pretender ser, aunque a estas alturas de la vida no creo que tenga que demostrar nada a nadie, y menos a usted mismo. Los demás le vemos como creemos que es, o como se muestra o como quiere que le veamos, pero en sus adentros quizá esconda al hombre que quiso ser, quizá un hombre de ciencias, que lograra un descubrimiento que cambiara el mundo, o tal vez un simple hombre de campo, pendiente de si llueve o si hay sol, pero lo más probable es que le gustase ser un hombre de letras, con grandes títulos en el mercado, querido por lo que escribe y cómo lo escribe.

A Simón se le cambia la cara, sorprendido por las palabras de su, ahora, amigo; es un gesto entre extrañeza y admiración.

SIMÓN –No sabía de sus dotes adivinatorias, eso es nuevo. No me extraña que los negocios me, perdón, nos vayan tan bien con sus consejos, no hay que preocuparse, con sus dotes las inversiones no pueden fallar.

GERMÁN –No ser ría de mí.

SIMÓN –No lo hago, créame, es más, estoy sorprendido con qué facilidad ha reflejado mis ilusiones. En un momento de mi vida, siendo joven, quise estudiar una carrera que me llevará a realizar algún descubrimiento que pudiera cambiar la vida, quizá una vacuna, una proteína, algo así, pero mi intelecto no daba para tanto. En otra época de mi vida, hastiado de algunos fracasos, quise refugiarme en el campo, cuidar una huerta y dejarme olvidar en una vida relajada. Pero soy hombre de acción mi sitio está en el frente, luchando, conquistando.

GERMÁN –Bueno, creo que en algún momento de nuestras vidas todos hemos pasado por eso, no hablaba de usted en concreto, es algo por lo que yo también he pasado.

SIMÓN –Pero ser un escritor…

GERMÁN –Eso venía por la conversación que tuvimos en la biblioteca.

SIMÓN –Pues no se equivoca, no, tiene un tino certero. Es algo por lo que lucho, es algo que se me niega y que ansío con todas mis fuerzas.

GERMÁN –Jamás le he visto escribir, ni notas, ni nada por el estilo.

SIMÓN –He escrito varias cosas, un par de novelas, algunos relatos, incluso me he atrevido y esforzado con la poesía, pero todo esfuerzo ha sido vano.

GERMÁN –Ahora entiendo la conversación de antes, realmente no está enojado con que haya deméritos autores, lo que realmente pasa es que no ha logrado un texto digno de elogio.

SIMÓN –Me falta al respeto, está opinando sin tener conocimiento. ¿Cómo sabe que lo que he escrito no es bueno? ¿Cómo sabe que no hay una conspiración para que no pueda publicar nada? Muchos litigios he tenido con editores, ¿acaso no son ellos responsables de mi fracaso?

GERMÁN –Pero una cosa no ha de limitar a la otra, si los textos son buenos deberían publicarse.

SIMÓN –Hay una conspiración para que no sea así.

GERMÁN –Pero hay infinidad de editoriales…

SIMÓN –No puedo publicar en una pequeña editorial, y las grandes, dominadas por los lobos, me tienen marcado, han cerrado el círculo y no puedo pasar. No quiero ser autor reconocido después de muerto, le aseguro que mis textos son realmente buenos, cada palabra ha sido escrita concienzudamente, siguiendo una gramática exquisita, usando todos los recursos a mi alcance, con novedosas historias, y muchas, muchas horas de trabajo. Y todo para nada, para que cuatro miserables incultos egocéntricos rencorosos y envidiosos cercenen mi obra.

GERMÁN –No puede ser, si hasta cualquier letrilla puede publicar, ¿cómo no va a hacerlo usted?

Se quedan ambos un tanto pensativos, unos segundos no más, mientras se miran atentamente.

GERMÁN –Por falta de dinero no es, entonces es debe ser verdad que le tienen restringido el acceso.

SIMÓN -¿Acaso duda de mí?

GERMÁN -¡No por Dios! No es esa mi intención, pensaba en alto sin querer ofenderle. ¿Y no ha probado a publicar fuera del país?

SIMÓN –Si, es más, lo he intentado, pero parece que el complot se extiende fuera de estas fronteras, y no solo en países de habla castellana, he recurrido a Francia, Alemania, Holanda, Japón, Inglaterra, y no sé cuántos más países, sin resultado alguno. En todos ellos me han negado la posibilidad de publicar.

GERMÁN –No me lo puedo creer, ha utilizado todos los recursos habidos y por haber y nada.

SIMÓN -¡Ni lo piense por un instante! Le aseguro que mis textos superan con creces los de la media. Más del noventa y ocho por ciento de lo publicado es morralla, y mis textos están dentro de ese dos por ciento que realmente importa. Le aseguro que no miento.

Se crea un silencio que no se sabe bien si es delatador o si por el contrario ratifica las palabras de Simón.

SIMÓN –Relajémonos un momento, que esta conversación no salpique a las viandas, que, por cierto, ¿qué le parecen?

GERMÁN –Jamás había probado un pan tan exquisito, y de los embutidos, nada más puedo decir que repetir sus palabras, “son trozos de cielo para nuestra boca”.

SIMÓN –Sabía que le gustaría. Pues de postre le tengo reservada una sorpresa, le prometo que no le dejará indiferente.

GERMÁN -¿Me adelanta algo?

SIMÓN –Si es una sorpresa es porque le cogerá desprevenido, porque lo que verá u oirá le dejará conmovido y eso que ya le he adelantado que la hay, con lo cual ahora estará esperando algo, que aún así, le aseguro que le sorprenderá. A poco más y deja de ser una sorpresa.

GERMÁN –No me defraudara seguro. Hoy ha sido, perdón, es una gran tarde.

SIMÓN –Ha sido una gran tarde y será una gran noche, no lo dude.

Llenan sus copas para brindar. Sus ojos, enrojecidos por los etílicos, dejan en el aire una gran carcajada.

SIMÓN –Y permítame que le diga a Carmen que le prepare una habitación, en su estado no podrá conducir.

GERMÁN –No se preocupe, cogeré un taxi, mañana volveré a por el coche.

SIMÓN –De eso nada, aún queda mucha noche por delante y tendrá mucho que hacer.

GERMÁN –Espero que no sea trabajo, mi cabeza no está ahora para números, citas, reuniones o dosieres.

SIMÓN –Acábese el embutido, espero que le apetezca café.

GERMÁN –Sí por favor, una comida sin café no es nada. Antes, hasta un cigarro terminaba solemnemente las comidas, pero ahora que lo he dejado, me basta con el café.

SIMÓN –Mal vicio el tabaco.

Simón se levanta y llama a Carmen que aparece inmediatamente.

CARMEN -¿Dígame?

SIMÓN –¿Podría darnos unos cafés, y después preparar una habitación para Simón?

CARMÉN -¿El café solo o quieren leche?

SIMÓN -¿Cómo le apetece, Germán?

GERMÁN –Si no hay inconveniente, solo y sin azúcar.

CARMÉN –Les traeré la cafetera y leche y ya se apañan ustedes.

Carmen se retira a preparar el café.

SIMÓN -¿Ve? Una persona decidida, con personalidad, y sobre todo, resolutiva, nada se le pone por delante.

GERMÁN –Siempre me pareció una gran mujer.

SIMÓN –Desde luego, y si me acompaña, tomaremos el café arriba, en mi despacho.

GERMÁN –No hay más que hablar, soy su invitado y estoy a sus órdenes. Un pequeño paseo después de comer sienta bien al estomago.

SIMÓN –No exagere, que tampoco vamos salimos de excursión. Acompáñeme.

ACTO III

Están en un pequeño cuarto, algo como un despacho, una silla y una mesa con una lámpara de estudio, un ordenador y una impresora; tras la mesa varios armarios con puertas cerradas y estantes. Un par de sillas flanquean la puerta.

GERMÁN -¿Por qué lo tiene cerrado con llave?

SIMÓN –Este es mi secreto, aquí las musas se conjuran para darme la sabiduría de las letras. Espere un momento.

Abriendo uno de los armarios comienza a sacar libros, uno tras otro, así hasta completar un total de ciento cuarenta y siete tomos, todos de varios tamaños y páginas.

GERMÁN –Esto, ¿qué es?

SIMÓN –Es mi producción literaria, todas mis obras, obras que han sido censuradas por inútiles editores. ¿Qué le parece?

GERMÁN –No puede ser que haya escrito tantos libros, esto supera hasta a alguno de los más prolíficos escritores.

SIMÓN –Y aún tengo un par de ellos en camino, pero ese no es el caso.

GERMÁN -¿No ha pensado en usar un seudónimo?

SIMÓN –Si claro, pero necesito el reconocimiento, el seudónimo limita mis expectativas, es como no ser yo, es un engaño al lector y con él hay que ser siempre sincero, es el complemento del escritor, al que se le debe lealtad y no defraudarle.

Germán se siente anonadado ante aquella ingente producción.

GERMÁN –Tendré que leer alguno de estos libros, sin leerlos no puedo formar una opinión al respecto; ahora mismo no sabría que decirle, tan solo me sorprende y también me maravilla.

SIMÓN –Puede leer todos si lo desea, la única condición es que ha de ser aquí donde los lea. No pueden salir de este despacho, por el momento.

De repente entra Carmen con la bandeja de los cafés.

CARMEN –Mira que se esconden ustedes, les he buscado por toda la casa. Ya podían avisar, que una no está para andar jugando el escondite.

SIMÓN –Perdónenos, la culpa ha sido mía por no avisarle, déjelo por aquí y vaya a descansar, ya nos ocupamos nosotros.

CARMEN –Buenas noches a los dos.

GERMÁN –Buenas noches Carmen, y muchas gracias por todo.

SIMÓN –Gracias Carmen.

GERMÁN –No es posible que no haya podido editar ni siquiera uno de estos libros.

SIMÓN –Ya le he dicho que los lobos me tienen cercado.

GERMÁN -¡Denúncielos!

SIMÓN -¿Denunciarlos? ¿En base a qué? ¿Se cree que podemos denunciarles por no publicar un libro? ¿Qué derecho tengo?

GERMÁN –Si, ya sé que parece absurdo, que ciertamente no hay una base digamos que legal para ello, pero puede servir como base de lanzamiento.

SIMÓN –No le entiendo hijo, explique.

GERMÁN –Denúncieles, hágalo publico, que salte a la primera página de todos los diarios, haga llegar sus textos a los medios, a otros escritores, a academias, a universidades, ridiculice a los editores y críticos.

SIMÓN –¿Y qué conseguiré con ello? No ve que todos pertenecen a la misma jauría?

GERMÁN –Alguno habrá que se desmarque, o que no comulgue en la misma misa. Hay misteriosas alianzas en el juego de la vida, y más en el de los negocios.

SIMÓN –Sírvase el café, no deje que se enfrié. Eso que me dice, es imposible, están todos dentro del mismo saco, pertenecen a la misma feria, no es posible un ataque como ese.

GERMÁN –No tiene opción, o quedan enterrados para siempre o lucha para sacarlos a la luz.

SIMÓN –Quedaran enterrados aquí, hace tiempo que he perdido toda esperanza de que vean la luz, esa luz.

GERMÁN –La única batalla que se pierde, es aquella que no se lucha. Pensaremos en algo. Publíquelos usted mismo, cree una editorial, una imprenta.

SIMÓN -¿Cuánto me llevaría hacerlo?

GERMÁN –¿En tiempo o en dinero?

SIMÓN – En ambos.

GERMÁN –Poner el proyecto en marcha, la maquinaria, empleados, no lo sé, habría que hacer el estudio, pero no creo que se alargue mucho en el tiempo, si todo va bien es posible que en unos meses pueda tener algo en el mercado.

SIMÓN –Ve, he ahí otro problema. El mercado. Éste está saturado y dominado por las grandes multinacionales, el acceso está limitado también.

GERMÁN –Empiece con algunos autores de cierto nivel, introdúzcase poco a poco y luego dé la campanada. Sé que se codea con algún escritor.

SIMÓN –No puedo pedir esos favores, es posible que todos ellos tengan contrato con alguna editorial, y ya sabe cómo son esos contratos.

GERMÁN –A todo le pone pegas, si no lo intenta perderá siempre.

SIMÓN –¡Más que lo he intentado! Estoy siendo relegado por unos miserables. ¡Malditos litigios!

GERMÁN –Lo hecho, hecho está. Ahora hay que ver cómo podemos introducirlos. ¿Seguro que quiere descartar el seudónimo?

SIMÓN –Seguro. ¿Por quién me toma?

GERMÁN –O eso o la imprenta. Piense en ello. La primera opción es la más barata y rápida. Yo soy de la opinión que es la mejor. Muchos autores, ahora reconocidos, han empezado bajo seudónimo; ahora están consagrados y nadie duda de ellos.

SIMÓN –No sé que hacer, eso va en contra de mis principios.

GERMÁN –Los principios están muy bien, son una línea a seguir en la vida, pero cuando la vida se tuerce, los principios deben modificarse para poder seguir la línea. No quiero decir que cambie sus principios, no, tan solo le planteo la posibilidad de utilizar sus principios de manera consecuente, para corroborar o rectificar si está en lo cierto, si sus principios están o no equivocados. Digamos que los pone a prueba haciendo justo lo contrario.

SIMÓN -¿Engañarme a mi mismo? El fin justifica los medios, ¿no es eso lo que quiere decir?

GERMÁN –Es una forma de decirlo.

SIMÓN –El fin jamás justifica los medios, una masacre no justifica nada. Si no soy fiel a mis principios, ¿qué objetivo tiene la vida?

GERMÁN –Pero siempre se puede aprender de los errores, quizá tenga principios que estén equivocados, es lo que quiero decir.

SIMÓN –Equivocados o no, son mis principios, y hasta ahora hemos vivido ellos y yo en perfecta armonía.

GERMÁN –No sé qué más decirle.

SIMÓN –Esperaba que me diera alguna esperanza, pero parece todo inútil, cualquier opción ya ha sido sopesada por mí, y parece que no hay remedio. Le tengo por persona de recursos, y así me lo ha demostrado en infinidad de ocasiones, pero con este tema, no hay solución posible. Morirán mis libros cuando yo muera, morirán sin ver la luz.

GERMÁN -¿Tanto ansía la gloria?

SIMÓN –No es por mí, la gloria no sirve para mí. Son ellos los que cada noche aúllan de dolor. El encierro al cual están sometidos, al cual les someto sin quererlo, desgarra mis oídos. ¿No les oye quejarse?

GERMÁN –Tiene una relación extraña con los libros.

SIMÓN –Vuelve a dudar de mi cordura.

GERMÁN –No, por Dios, que no. Es posible que cada cual tenga su propio, no sé cómo llamarlo, sentido o querencia. A mi me sucede algo parecido con mi trabajo, cuando no acabo o no consigo terminar algo, parece que hay una voz dentro de mí que me llama, más que llamar, me reclama. Supongo que es lo mismo.

SIMÓN –Es posible que cada cual oiga los lamentos para los que esté destinado. Mi pesar, mi sufrimiento es éste. Pueden llegar a enloquecer, la historia está repleta de casos similares, tenga por ejemplo el caso de Jorge Cuesta, Salgari, Hemingway, algunos se volvieron locos, otros llegaron al extremo de suicidarse.

GERMÁN –Espero que eso no le pase a usted.

SIMÓN –No tengo intención alguna de perder la vida, y menos la cordura. Tengo metas en la vida.

GERMÁN –Pero la cordura se puede perder sin querer, sin desearlo y llegar al suicidio.

SIMÓN –Sabe Germán, ahora no me es muy grata su compañía. Quizá deberíamos darnos un descanso, tal vez debamos continuar con una copa de coñac.

GERMÁN –¿Y dejar esta magnifica y extensa obra?

SIMÓN –Extensa sí, magnifica aún no lo sabe, los hay muy buenos y no tan buenos, pero todos dentro de una gran calidad. ¿Le parece mal que hable así de mis libros?

GERMÁN –En absoluto, tengo el convencimiento que el primer reconocimiento, llámelo vanidad o cómo quiera, ha de ser por parte del autor, ya sea cuál sea la disciplina, sea música, actor, piloto o lo que fuere. Sin esa dosis de vanidad pocos llegarían tan lejos.

SIMÓN –Sus palabras me convencen, probablemente ansíe reconfortarme en usted.

GERMÁN –No trato de consolarle si es lo que cree, le doy mis opiniones, sin importar si las acepta o las reprocha. Supongo que ese el fin con el cual hoy he sido invitado.

SIMÓN –Usted estaba ya en la fiesta, pero sí, necesitaba hablar con alguien, y que ese alguien fuera totalmente honesto conmigo.

GERMÁN –Ya que hoy soy su invitado, supongo que podría leer alguno de sus libros; quiero decir, cuando nos acostemos, tengo la costumbre de leer un poco.

SIMÓN –Hoy no creo que lea nada, le dejaré que en vez de leer, piense en una solución a mi problema. Espero que mañana por la mañana me diga qué medidas hemos de tomar.

GERMÁN –Siempre leo antes de dormir, y espero que hoy no se me quite ese privilegio.

SIMÓN –Sea como quiera, leerá si es su deseo, pero no mis libros, para ello, ha de estar usted en perfecto estad, y ahora mismo presiento, noto, que ni usted ni yo estamos con la mente clara.

GERMÁN –Es posible que tenga afectadas mis facultades, por lo que no puedo contradecirle. De todas formas, le diré que cuando tengo problemas, las soluciones las encuentro en mis sueños, ellos me guían y me dan las pautas para solventar las cuestiones que se me plantean.

SIMÓN –No sé cuál de los dos está más loco, si usted que espera que los sueños le “hablen” o yo que me hablan los libros. En cualquier caso ambos o bien estamos demasiado locos o tenemos alguna demencia.

GERMÁN –No se ría de mí, no le hablo de mis cosas para que se regodeé.

SIMÓN –Por Dios que no es así. ¿Se da cuenta que cada cual esta influido por una musa distinta pero que al fin y a cabo todos necesitamos de ese castigo o esa gloria para vivir?

Germán se queda pensativo, se levanta, escudriña la habitación y llega hasta los armarios.

GERMÁN -Y estos armarios ¿qué contienen?

SIMÓN –Oh, nada, algunos vacíos, otros papel, material de oficina, poca cosa.

Germán abre los armarios, primero uno y se sorprende, luego otro y otro y así con todos Mientras Simón se levanta e intenta detenerle, pero no consigue su fin.

SIMÓN –¡No! Por favor, no lo haga.

GERMÁN -¡Cielo santo! ¿Esto qué es? Pero si esta repleto de cuadernos, cuadernos con anotaciones. No, son, son, relatos. ¿Cuántos ha escrito?

Simón le arrebata de las manos los cuadernos y libros, le da un pequeño empujón para que se separe del armario devolviéndolo a la silla.

SIMÓN -No importa, ¿no le bastan los que le he enseñado ya? ¿No son suficientes?

GERMÁN -¿Cuántos hay en total? ¿Trescientos? ¿Cuatrocientos?

SIMÓN –Algunos están sin terminar.

GERMÁN -¿Y a qué espera, a que se escriban solos? ¡Acábelos!

Pareció una orden, a la cual Simón no estaba acostumbrado pues era él el que siempre las daba. Su cara fue un reflejo de susto y extrañeza.

GERMÁN –Disculpe mi osadía, no quería decir eso.

SIMÓN –Si quería, y de hecho lo ha dicho. Ahora no puede arrepentirse, es usted humano, le ha salido del alma, y cuando el alma habla, la razón calla.

GERMÁN –Perdóneme por mi imprudencia y osadía, pero esto no puede quedar así, hemos de sacarlos de aquí.

SIMÓN –Busque la solución. Piense en ello, tiene hasta mañana, en caso contrario no sé que puedo llegar a hacer.

GERMÁN –Creo que ahora sí tomaré esa copa.

SIMÓN –Vamos pues.

ACTO IV

SIMÓN –¿Coñac o prefiere otra cosa?

GERMÁN –No despreciaría un coñac, pero soy más de whisky si no le importa.

SIMÓN –Elija cual le gusta, y no me haga lo mismo que con el vino, si están aquí, están para beberlos. Ahí tiene hielos y vasos.

GERMÁN –No hay nada en esta casa que desmerezca.

SIMÓN –Le haré una confesión, ¿le gusta el chocolate? Supongo que sí, pues el chocolate que me gusta es el más barato, el que nadie compra porque es malo, porque ni siquiera sabe a chocolate, que le vamos a hacer, los gustos son así.

GERMÁN –Eso nos pasa a todos, siempre tenemos un tendón de Aquiles que nos pierde. Cambiando de tema, y espero no ser pesado con ello, ¿qué le ha llevado a tener esos pleitos con los editores? ¿Cómo ha llegado a que se conjuren contra usted?

SIMÓN –Es largo de contar, intentaré resumirlo. Yo tenía la mejor, la más moderna y rápida flota de transporte de mercancías, vehículos grandes y pequeños, y ellos la necesidad de transportar tanto sus diarios como sus libros, algunos en tiempo record. Nunca hubo acuerdo, lo que ellos querían yo se lo podía dar, pero no al precio que ellos estimaban. Por ahí empezaron nuestras desavenencias.

GERMÁN –Bueno, eso son cosas de mercado

SIMÓN –Son cosas de mercado, son el tira y afloja, yo doy y tu das, yo tengo unas condiciones y tu otras y llegado a un punto podría haber acuerdo. Pero no, las pretensiones de ellos iban más allá de un simple acuerdo, era tenerme como un esclavo, si hubiera aceptado, ahora todo mi imperio estaría en sus manos.

GERMÁN –Grave me pone la cosa. Pero supongo que no serían todos, que no trataría con todos.

SIMÓN –Desde luego que no, pero hay ciertos negocios en los cuales, las empresas pasan de unas manos a otras, primero nacen, luego son adoptadas, compradas, revendidas, recompradas, creándose un círculo vicioso que llegado el momento no sabes qué empresa pertenece a uno u otro holding empresarial; las empresas cambian de manos con demasiada facilidad.

GERMÁN –Entiendo.

SIMÓN –No, no lo entiende, eso es tan solo la punta del iceberg. Si al principio las desavenencias fueron por el transporte, más tarde llego por mis productos de embalaje, ellos precisaban embalajes, y volvimos a negociar.

GERMÁN –Sin acuerdo, me temo.

SIMÓN –Sin acuerdo. Las condiciones estaban muy por debajo de la media de mercado, de haber aceptado ahora estaría en la ruina, o lo que es peor, formaría parte de sus empresas. Siempre hemos tenido nuestros más y nuestros menos, qué la gota que llenó el vaso fue cuando intenté publicar mi primer libro.

Germán se levanta para llenar de nuevo su vaso de whisky, mientras Simón hace lo propio con el coñac.

SIMÓN –Veo que le gusta este whisky.

GERMÁN –Ya lo creo, hace años que no probaba un whisky tan exquisito sabor. Pero cuénteme que pasó con su primer libro.

SIMÓN –Lo entregue en mano a uno de los responsable de una editorial, y me fui tan campante a casa, espere un mes, y luego otro mes, y no obtuve respuesta. No sabía que pensar, si aquello era bueno o malo, así que por fin me decidí a llamar por teléfono y preguntar.

GERMÁN -¿Qué le dijeron?

SIMÓN –Para mi sorpresa, me dijeron que habían enviado el manuscrito a su central en Madrid, que el director general se había interesado por él, que no preocupara en estas cosas llevaban su tiempo y que recibiría noticas.

GERMÁN -¿Y fue así?

SIMÓN –Y tanto que fue así. Al cabo de un mes recibí una carta del director general. El director general y yo habíamos tenido relación tiempo atrás.

GERMÁN –No me diga que era uno con los que había mantenido desavenencias por el transporte o por los embalajes.

SIMÓN –Efectivamente, no caí en un primer momento, leí la carta una, dos y hasta tres veces, no podía creer lo que en ella decía.

GERMÁN –Me lo imagino. El rencor que pueden tenerle ahora les tocaba a ellos vengarse.

SIMÓN –No, no se equivoque, en un primer momento la carta no decía nada de nuestros desencuentros pasados. Me llamaron de todo, me insultaron y vejaron de tal manera que no he podido denunciarles por intentar mancillar mi nombre. Manejan muy bien el arte de la lengua. Pero hasta casi acabada la carta, no hubo mención alguna al pasado. La carta terminaba con algo así como “Estimado amigo, esperamos que jamás se le ocurra tener relación alguna con nuestras empresas; por nuestra parte, nosotros intentaremos no interferir en su vida, un hombre como usted necesita unos objetivos más altos que no están al alcance de nuestras empresas, y que tampoco son de este mundo”.

GERMÁN -¿Qué quisieron decirle con aquellas palabras?

SIMÓN –Me llamaron de alguna manera loco, que nos le importunara más, que dejara de escribir que no era lo mío, no sé, tantas cosas leí en aquella carta.

GERMÁN –¿Y no probó en otra editorial?

SIMÓN –Desde luego que lo hice. Unos tardaron más, otros menos, pero de todos obtuve respuesta, la misma respuesta que la primera. En sus cartas me aconsejaban que dejara de “escribir”, que me pusiera en manos de especialistas, que no volviera a molestarles, siempre con un refinamiento desesperante.

GERMÁN –No lo entiendo, es posible que una, dos o tres no crean en un autor, pero todas, no me entra en la cabeza.

SIMÓN –Así es. ¿Ve ahora el complot?

GERMÁN -¿Y la causa de que no le publiquen nada, es de esas negociaciones del pasado?

SIMÓN - ¿Y qué otra causa puede haber?

GERMÁN – No lo sé, ahora tengo la cabeza embotada y no pienso con claridad.

SIMÓN –Debería acostarse ya. Es tarde y hemos bebido demasiado. Hoy no leerá antes de acostarse, se lo dije.

GERMÁN –Tiene razón, estoy cansado y los parpados empiezan a cerrárseme.

SIMÓN –Llenemos por última por hoy vez las copas y brindemos por esa solución que mañana me dará.

Y así lo hacen, se llenan las copas, y brindan en alto. De un trago agotan el líquido. Germán, no se da cuenta y cae de espaldas en el sofá. Un sopor le apresa y queda rendido.

SIMÓN -¡Germán! ¿Está usted bien?

Germán comienza a roncar, las palabras de Simón no llegan hasta sus oídos, que junto con el resto del cuerpo yace en los brazos de Morfeo.

SIMÓN –Esta juventud no vale para nada. Le taparé con una manta y dejaré que pase aquí la noche. Mañana estará derrotado y yo seguro que no obtendré mi ansiada solución.

Simón abandona la estancia, dejando a Germán dormido en el sofá. Tras unos minutos Germán despierta. Mira a su alrededor y se da cuenta de que está solo.

GERMÁN -¿Cuánto tiempo llevo aquí solo? ¿Qué me ha pasado? No recuerdo cómo he podido dormirme, ¡qué impresión le habré dado a Simón! Quizá debería levantarme e irme a la cama.

Hace al amago de levantarse del sofá pero se deja caer nuevamente en él.

GERMÁN –Pero no sé a qué habitación debo de ir. Quizá deba quedarme aquí, no vaya a ser que entre en alguna habitación y me encuentre a Simón, o peor a aún, a Carmen y le dé un susto de infarto. Pero he de ir al baño, he bebido mucho esta noche. Mis riñones y mi hígado han trabajo extra. Ahora tengo tan llena la vejiga que parece que voy a explotar.

Se levanta del sofá y sale de la sala. Al cabo de unos pocos minutos entra de nuevo en la sala, bajo el brazo trae uno de los cuadernos y un libro de los escritos por Simón. Se sienta en el sofá y enciende una pequeña lámpara de pie.

GERMÁN –Veamos cómo escribe Simón. A ver si me sorprende.

Abre el libro y comienza a leer, en su rostro se adivina cierto estupor, cierta sorpresa. De repente aparta el libro y abre el cuaderno.

GERMÁN –No puede ser, estoy sin palabras Esto debe ser un error.

Germán se levanta del sofá y sale de nuevo de la sala. Al cabo de unos minutos vuelve cargado con todos los libros que pueden llevar sus brazos. Se sienta de nuevo en el sofá y comienza a ojear uno por uno cada unos de los libros escritos por Simón. Así, según ojea uno, lo tira al suelo y toma otro libro.

GERMÁN –Esto es absurdo, es una tomadura de pelo, no puede ser que esto me suceda a mí, parece sacado de un mal guión. Mañana cuando se despierte, hemos de dejar claras muchas cosas.

Pero las palabras que inundan su cerebro, embarullado por el alcohol, no llegan muy lejos y, de nuevo, cae sorprendido por el sopor del sueño.

A la mañana siguiente, entra Simón en la sala.

SIMÓN –Querido Germán, espero que tenga la solución a mi problema.

Pero ve a Simón dormido, sus libros tirados por el suelo.

SIMÓN –Tenía que leer antes de dormir ¿eh? Cuando le dejé estaba dormido, ¡qué ha hecho hombre de Dios!

Germán comienza a espabilarse como consecuencia de las palabras, un tanto altas, de Simón.

GERMÁN -¡Oh! Perdone, debí quedarme dormido sin darme cuenta.

SIMÓN –¿Tuvo que hacerlo? No podía esperar.

GERMÁN -¿El qué? ¿Qué hice?

SIMÓN –Tuvo que ir a mi sagrado receptáculo de inspiración y coger mis libros.

GERMÁN -Tengo un vago recuerdo, la cabeza parece que me va a estallar.

SIMÓN –Ahora dirá que no se acuerda de nada.

Simón sirve un vaso de whisky para Germán.

SIMÓN –Tome, ya verá cómo ahora le refresca la memoria.

GERMÁN -¿No querrá que me tome ahora eso?

SIMÓN –Desde luego que sí, usted no lo querrá pero su cuerpo se lo está pidiendo. Beba y verá cómo le sienta bien, le refrescará la memoria.

De mala gana Germán bebe un sorbo de whisky que le hace toser.

GERMÁN –Ahora no podría tomar más alcohol.

SIMÓN –¿Recuerda ahora lo que hizo anoche?

GERMÁN –Si, ahora tengo los recuerdos más cercanos, y mi pregunta es, ¿ha escrito usted todos estos libros?

SIMÓN –Desde luego, y espero que mi caligrafía sea lo suficientemente buena para que sea legible por usted.

GERMÁN –La caligrafía es muy correcta, pero los textos…

SIMÓN -¿Qué? ¿Qué opina de los textos? ¿No me dirá que son malos?

GERMÁN –Desde luego que no, los textos son excelentes, pero estoy desconcertado.

SIMÓN -¿Qué le desconcierta Germán?

GERMÁN –Me preocupa usted.

SIMÓN –Y eso, ¿santo de qué viene?

GERMÁN -¿Por qué ha copiado palabra por palabra los textos de los grandes los autores?

SIMÓN –Me ofende, ¿acaso insinúa usted que he plagiado?

GERMÁN –No, no insinuó eso, lo único que me pregunto es por qué usted ha copiado literalmente obras como La Celestina, Doctor Faustus, La Ilíada, Las Bostonianas, El laberinto de la soledad, Troya, y tantos otros, con comas y puntos. Desde luego que no los ha plagiado, los ha copiado al pie de la letra, literalmente.

SIMÓN –Está usted loco, jamás deshonraría de esa manera la memoria de tan excelsos escritores. Me está ofendiendo y quiero que se marche de mi casa inmediatamente, y no vuelva jamás, ocúpese de sus cosas.

GERMÁN –Así será.

Carmen ha oído la discusión y lleva un rato en la puerta de la sala. Con un gesto llama a Germán.

CARMEN –Acompáñeme por favor. No le tenga en cuenta nada de lo pasado. Ya verá cómo mañana lo habrá olvidado todo. Estoy acostumbrada.

GERMÁN -¿Qué quiere decir?

CARMEN –No es usted el primero, y no será el último al que la atormentada cabeza del señor Simón trata de convencer de lo grande que es como escritor.

GERMÁN -¿Usted lo sabía Carmen?

CARMEN –Desde luego, ¿por qué creé que trabajo en esta casa? Bajo esta fachada de ama de casa o criada o cómo quiera llamarlo, hay una enfermera especialista en enfermedades mentales.

GERMÁN –¿Entonces me dice que está loco?

CARMEN –Loco, loco, no, tiene cierta bipolaridad. Es como Jekyll y Hyde, pero con la fortuna de que no es un asesino, a no ser quiera ver como asesinato los libros que escribe.

GERMÁN -¡Cielos! Trabajo para un loco.

CARMEN –No crea, la única parte que tiene demencia es la relacionada con sus libros, el resto del tiempo es tan normal como usted o como yo. Pero ahora que ya sabe su misterio, deberá ayudarme a mantenerlo en secreto.

GERMÁN –Pero ¿y las cartas? ¿Los libros?

CARMEN –No se preocupe, todo ha sido urdido por su médico. No debemos hacerle creer que ha publicado algún libro ya que entonces la demencia se apoderaría de él.

GERMÁN -¿Qué debo hacer yo?

CARMEN –Siga con su vida, de puertas a dentro ya me encargo yo. Abríguese que hoy ha amanecido frio.

GERMÁN –Gracias por todo Carmen, espero que en otro momento aclare mis dudas. Hasta otro día.

CARMEN –Gracias a usted.

La sala queda vacía. Se oyen unos pasos y de pronto entra Simón enojado.

SIMÓN -¡Carmen! ¡Carmen! ¿Quién ha leído mis libros?

Cae el telón