Barajando Palabras - María Ignacia

EL GRAN PUZZLE
Aquél verano estaba dando sus últimos coletazos. Hasta el sol palidecía y el viento daba sensación de frío; el mar se había puesto bravo, con grandes olas que saltaban el malecón. Nos tenían prohibido acercarnos allí porque todos los días volvíamos  con un gran remojón.
Pasamos por una nebreda sin saber qué hacer. El cielo amenazaba tormenta y no era divertido estar deambulando por las calles.
Por fin nos decidimos: fuimos a casa de mi abuela a la que rogamos nos dejara subir al caramanchón. Siempre nos ponían trabas, por lo que era un reto para nosotros. Habíamos oído contar truculentas historias ocurridas en lugares semejantes.
Subimos al cuarto piso y con esfuerzo abrimos la puerta, que chirriaba porque allí todo estaba oxidado y sucio. Era un bajo cubierta abuhardillado, bastante grande, con un pequeño tragaluz, que al estar mal encajado dejaba pasar el colaire, y una bombilla colgada del techo que iluminaban levemente el recinto;  habíamos llevado nuestras linternas porque seríamos como Sherlok Holmes. Nuestra meta era investigar. En las esquinas, que medimos con un catetómetro, teníamos que ponernos casi a gatas. Vimos muchos armarios y baúles y un tendal con trapos viejos.
 Al entrar nos habíamos encontramos con una mecedora, algo apolillada, donde algunos nos balanceamos con peligro de acabar sentados en el suelo.
Una vez quitadas las telarañas nos pusimos a fisgonear lo que había en los baúles y ¡albricias!, ¡qué hallazgo! Nada menos que una caja grande, tapizada con tela brocada color salmón, rematada con pasamanería trenzada con hilos de oro y en el centro una pequeña reproducción del cuadro “EL JARDIN  DE LAS DELICIAS”. Todo eran cabezas alrededor para ver lo que contenía. Lo abrimos y   encontramos una inmensidad de fichas. En un papelito vimos que decía  “SON DOS MIL, PREMIO PARA QUIEN LO TERMINE”. Había que componer un puzzle gigante que representara el cuadro de El Bosco. Con el sesquiáltero calculamos lo que nos ocuparía. El reverso de las fichas tenía distintos colores; esto nos facilitaba algo. Como éramos ocho chavales nos las repartimos para que cada cual intentara componer un trozo. Todo era silencio, sólo interrumpido por el grito alborozado del que encajaba una ficha.  Descansamos un poco para almorzar y también durante la merienda, pero todo iba en marcha. Pensábamos acabarlo antes de que anocheciera.
Y dale que dale, seguíamos, con nuestro ojos ya cansados. Era como una competición para  ver quién lo completaba antes.
Hacia las 9 de la noche con júbilo gritamos: ¡TERMINADOOOOOO!
Pero con la emoción no nos habíamos percatado de preguntar: ¿Cuál es el PREMIO?
Abrimos nuevamente la caja y en el fondo decía: “EL PREMIO ES HABERLO TERMINADO”