Baúl de Fely Romera Ibáñez


SUBIDA AL INFINITO

¡Por fin estaba en el portal de mi edificio! Tan limpio y con la temperatura ideal, tanto en invierno como en verano… era  como “un premio de paz” que me aguardaba después de aguantar en la calle los ruidos de los coches, de los autobuses llenos de gente hablando a voz en grito, de tener que caminar mirando al suelo para no tropezar con las baldosas salientes, que no faltan en algunas aceras, y de ir atenta a las señales de tráfico.
El premio de paz se extendía hasta el final de mi viaje en el ascensor pues no tener que subir escaleras lo valoro mucho. Abrí su puerta y me adentré decidida a experimentar de una forma diferente la comodidad de elevarme sin esfuerzo. No iba cargada con las bolsas de la compra, tan solo llevaba el bolso colgado en bandolera lo que me permitía tener las manos libres. Dejé caer los brazos a lo largo del cuerpo. Cerré los ojos y mientras iba subiendo hasta el noveno piso quise pensar, expandiendo mi consciencia, que estaba muerta, que estaba atravesando el túnel hacia la eternidad o a otra reencarnación, como dicen los budistas. Lo que me esperaba después me daba igual. Estaba a gusto, no sentía frío, ni calor; ni hambre, ni sed; no sentía mi cuerpo, me dejaba llevar por una sensación de tranquilidad y bienestar, me daba cuenta de todo ello y lo disfrutaba. Era como estar en el Limbo, según pone el catecismo cristiano. O como el efecto que causa una Meditación Trascendental bien hecha, con la relajación mente-cuerpo que proporciona.
Al llegar al noveno el ascensor se paró. Abrí los ojos y me dije: “Ahora vuelvo a la vida”. Había sido como un sueño bonito del que despiertas con una sensación de agrado. Me hubiera gustado seguir más en él, porque lo estaba disfrutando. Por este motivo siempre que puedo lo repito. Ese tiempo, que no sé cuánto es, me relaja. ¿Me habré hecho adicta a una nueva sensación en mi ser?

Otro día me hice la pregunta: “¿Bajando desde el noveno sentiría lo mismo?”. Lo quise comprobar. Puse la misma posición, pero no lograba esa sensación de bienestar, me parecía que el ascensor iba más deprisa, oía el ruido normal del motor, no me centraba. Cuando llegué al portal no estaba relajada. ¡No funciona! Tiene que haber alguna explicación… la gravedad o algo así, pensé. O quizás, subir hacia mi casa es igual a tranquilidad y bienestar y bajar de mi casa para ir a la calle inconscientemente lo asocio a estar pendiente de todas las reglas de orden y urbanismo y demás.

Pasado un tiempo, en un viaje en coche a Oviedo, pasamos por varios túneles. El último es muy largo. Como iba de pasajera se me ocurrió comprobar más la sensación de desdoblamiento que tuve subiendo en el ascensor. Cerré los ojos y empecé a imaginar que atravesaba el túnel de la muerte y que cuando acabara el trayecto vería la luz, después de un largo y cansado viaje.
¿Qué sentía? Intranquilidad. Oía el tráfico de los coches y entreabría los ojos. Se me hacía largo el tiempo y, antes de acabar el túnel,  abrí los ojos anticipándome a la recompensa de ver el bonito paisaje de Asturias. No logré mi propósito esta vez, sería porque iba acompañada o por el movimiento del cuerpo dentro del coche, no sé…
Voy a pasar por otro túnel en mi vida. El último. Lo pasaré y sentiré todo de una manera muy diferente. No cerraré los ojos: los abriré pues estaré tranquila y relajada. Estará conmigo mi Ángel de la Guarda que me guiará hasta la LUZ, estoy segura de ello.

Ese túnel lo tenemos que pasar todos. Por ello, para ir perdiendo el miedo a lo desconocido les propongo:
¡Hagan un viaje al infinito en el ascensor de su casa!
Es una experiencia que repetirán.


Fely Romera Ibáñez