Cajón de Sastre 2013 por Mª Carmen Salgado Romera (Mara)


EL BOTÓN

Se me cayó un botón del abrigo en el corto trayecto entre el aparcamiento y la oficina. Al darme cuenta volví sobre mis pasos para buscarlo. Quienes se cruzaban conmigo brazo en alto, señalando hacia el cielo con las puntas de sus paraguas, quizás pensaban que había perdido algo más valioso. Un pendiente de oro, tal vez.
Pero no, sólo era un botón idéntico a los otros tres que cerraban mi barrera frente al frío.
Lo vi enseguida caído boca abajo en medio de un charco, al lado de la estación de tren. Lo llevé, haciendo pinza con los dedos, hasta el baño del andén para quitarle el barrillo. Allí me di cuenta de que no era el mío, aunque también era redondo con un solo agujero por su reverso plateado, pero tenía la parte delantera negra con un dibujo que semejaba  una estrecha pluma blanca.
Mientras lo secaba trataba de imaginar a quién se le habría caído y me lo llevé guardado en el bolsillo derecho del abrigo.
Calculé que tenía tiempo para seguir buscando y  desanduve mis pasos. Cada vez menos paraguas en sentido contrario, casi todo el mundo ya había entrado a trabajar.
No tardé en dar con él. Era más pequeño; igual al otro por detrás y por delante de color marrón  veteado con rayas más oscuras;  me recordaba a las castañas, aunque su superficie era lisa y plana.
Como quien acoge  y estrecha entre sus brazos a un ser querido lo apreté entre mis dedos camino del baño. Lo sumergí bajo el chorro del lavabo. Lo sequé y lo guardé junto al otro. Llegué a la oficina y me olvidé de ellos.
Al ponerme el abrigo para ir a tomar un café, pensé en coserlo. Metí la mano en el bolsillo.  Donde antes había dos botones, ahora conté hasta cinco. Tres pequeños y dos grandes. ¡Tiene salero la cosa!
No quise darle más importancia, pero tampoco me atrevía a sacarlo, me daba apuro.
Como necesitaba otro para acompañar al ojal  vacío, volví a realizar el trayecto desde la oficina hasta la estación. No hubo suerte. No encontré ninguno.
En la mercería los había a centenares. Compré dos, uno parecido a los de mi abrigo y otro dorado con  cristales que imitaban diamantes, pues me había gustado. Los eché, al descuido, en el mismo bolsillo.
Al coger el abrigo del perchero para ir a comer parecía que pesaba más. Lo achaqué a la debilidad que da el hambre y al cansancio que provoca la monotonía.
De camino hacia el aparcamiento iba cabizbaja: mis ojos rastreaban  el suelo buscando más botones. Lo hacía sin poderlo evitar, con la misma obsesión con que se escudriñan los prados intentando distinguir las setas escondidas entre la hierba.
Como no llovía me fue fácil localizar otro botón. No me dio tiempo a ver muy bien cómo era, mi mano fue arrastrada hacia el bolsillo y obligada a soltarlo allí por una fuerza ajena a mi voluntad.
Por la tarde fui hasta la mercería. Les llevé una bolsa llena de botones marrones; negros; dorados; verdes; marrones y negros; marrones y dorados; marrones y verdes;  negros y dorados; negros y verdes; dorados y verdes. Marrones, negros y dorados; marrones, negros y verdes; negros, dorados y verdes. Marrones, negros, dorados y verdes. Con y sin diamantes de cristal.
Los vendí bien. Todo fue ganancia. Decidí reinvertir una parte y compré otros diferentes. Los eché al bolsillo.
No me dio tiempo a llegar a casa, empezaron a desbordarse del  abrigo en el medio de la calle, la gente se agachaba a ayudarme, hasta que se cansaban. Tuve que poner el paraguas abierto sobre el suelo para intentar coger todos los posibles. Y empecé a anunciar que los vendía, hasta que vi llegar corriendo a los del top–manta huyendo de la policía.
Volví a la mercería dejando tras de mí un reguero multicolor de botones. Me compraron el abrigo sin dudar.
Al día siguiente, en el corto trayecto entre el aparcamiento y la oficina, me encontré a un chico tirado boca abajo sobre el suelo, sin sentido. Apestaba a alcohol. Me dio pena. Avisé a un policía de los que patrullan por la estación.
¡Curiosa zona!, pensé. Y seguí caminando hacia la oficina tamborileando sobre el bolsillo derecho del abrigo nuevo. También estrenaba bolso, quizás parecía demasiado grande para mí. Pero era justo del tamaño necesario.
                                




Relato basado en tres hechos reales –la localización de los dos primeros botones bajo la lluvia y, al día siguiente, el chico tirado en la calle. Los tres estaban caídos en el mismo sitio cercano a la estación de tren.
De mi botón puedo decir que está cosido a conciencia. Del botón desconocido que, desde que lo llevé a la oficina ahí sigue, delante del ordenador. Y del chico, que he pensado muchas veces en él y le deseo que la vida le ofrezca la oportunidad de encontrar un camino menos duro para aprender.

Agradecimientos: A mi último constipado -de los de sujetarse el pañuelo con una pinza bajo la nariz-, que me impidió hacer cualquier otra cosa de mayor provecho. (No, sin fiebre, con fiebre escribo sobre política y economía).


Mara
25-03-2013