Cajón de Sastre por Jaime del Egido



Camerún. Una vivencia en el Año 2008.

Una playa, un faro -de la época alemana- y un lago en el Litoral Camerunés. Capítulo XIII

¡Mereció la pena llegar hasta aquel plácido lago, en un lugar agreste considerado como el más lluvioso del planeta!
Estábamos alojados en el Hotel Atlantic Beach en Limbe, ciudad del litoral camerunés, que nos ofrecía inmejorables vistas al mar. Es un edificio colonial, de la época de influencia británica, construido en la misma playa. No solo es colonial el edificio sino también el mobiliario, los decorados y hasta el personal de servicio que vestía uniforme victoriano y estaba dotado de esa amabilidad sencilla que consigue con facilidad que te sientas importante. En la habitación hay una enorme cristalera por la que se accede a la terraza, desde la que se huele y se escucha el mar.
Habíamos llegado al anochecer, pero con luz suficiente para darnos cuenta de que la ciudad está rodeada de una vegetación exuberante, exceptuando la parte de la costa, y aún a tiempo de apreciar la ruinosa silueta de un barco encallado desde hace décadas, frente al hotel. Este es solo uno de los detalles que contribuye a que la ciudad, en otro tiempo próspera, tenga ahora un aspecto decadente.
Está tan poco iluminada que tuvimos que utilizar nuestras linternas en el recorrido nocturno por algunas de sus calles. En un chiringuito de la bahía cenamos pescado asado. La costumbre del lugar consiste en acercarte a donde asan el pescado y elegir tú la pieza que quieras; siguiendo la recomendación de nuestro guía, unos elegimos War (una especie de arenque) y el resto Sole (que no sé a qué pescado, entre los de aquí, podría parecerse); el posterior regateo en el precio, es imprescindible para quedar las dos partes satisfechas. Nos lo sirvieron en un plato sin cubiertos, acompañado de enormes y jugosas rodajas de plátano frito. Para tan sabrosa comida, todos utilizamos los dedos.
A la mañana siguiente visitaríamos el poblado de los pescadores que está muy próximo al pequeño puerto: Viejas y destartaladas casas con placas de uralita, fijadas al tejado mediante grandes piedras posadas encima.
Hay un movimiento casi constante de barcazas que entran con su carga de pesca; algunas están motorizadas, pero otras funcionan todavía a vela y remo. La playa está tan repleta de grupos de gente, como de restos de inmundicias: trozos de cañas, plásticos, restos de frutas, cuerdas, mallas, ropas y cilindros de piedra (estos últimos, se usan para calzar o para movilizar los barcos) La pesca suele ser con red y en zonas bastante próximas al litoral, regresando al puerto en uno o dos días, generalmente. El pescado lo transportan desde las embarcaciones en unos sacos, sobre los hombros, hasta los puestos de venta. Revoloteando entre los hombres y mujeres de este oficio, hay unos niños en la playa vendiendo cacahuetes o buñuelos; otros juegan despreocupadamente al fútbol, pateando un balón de plástico.
A mediodía teníamos programado visitar la reserva natural en el Cabo Debundsha en donde podríamos tener la suerte de ver un lago majestuoso y un faro marino actualmente abandonado (construido por los alemanes antes de la Segunda Guerra Mundial). Hubo que conseguir un permiso de acceso y superar un control policial. Nuestro guía mantuvo una afable conversación con el “Comandant” (¡seguro que no llegaba ni a Sargento!), que era un hombrón de color negro, de unos dos metros de estatura, rostro inexpresivo y labios gruesos, que hablaba un español tan lento como irreconocible. Cuando alguien del grupo le dice que habla bien el español (supongo que fue por darle un poco de jabón y se ablandase en su actuación sobre permitirnos la entrada), sonríe orgulloso y emplea dos minutos en decirnos que el español fue su segunda lengua (en un país en el que muchos hablan Inglés, Francés, Ewondo y otras lenguas locales, yo los había visto más listos).
Nos obliga a contratar un guía experto en la zona, con el fin de que podamos recorrer el deshabitado lugar teniendo la garantía de no perdernos. Después de viajar en furgoneta varios kilómetros por una carretera entre un tupido palmeral, iniciamos una caminata por una jungla que pronto nos abocaría al mar, a una playa encantada, en la que probablemente seríamos los únicos visitantes del día o de la semana.
Recuerdo la playa de arena negra que se abría directamente desde la zona selvática; las olas, acariciando el litoral en un combate que ya dura millones de años sin que se retire el bosque o avance el mar; recuerdo la pesada caminata en un intrincado paraje de arbustos y malezas, superando grandes pendientes por el acantilado.
El guía nos condujo finalmente hasta el fantasmal faro en plena selva, pero no muy alejado de la costa atlántica. Es un edificio redondo y alto construido de ladrillo y recubierto por cemento desconchado, que está invadido de vegetación. Tanto el faro como sus alrededores, se encuentran en un lamentable estado de abandono.
Antes de avistar el esperado lago, el camino por aquel tupido lugar se había vuelto más intransitable porque nos topábamos regueros con agua, troncos derribados, rocas y pasos estrechos. Hubo un momento en que el propio guía manifestó estar perdido, no saber continuar (¡yo lo interpreté como un intento de chantaje y así conseguir elevar sus emolumentos!). Después de dos horas, casi agotados por el calor y la humedad reinantes, nos lo encontramos casi de sopetón.
¡Aleluya! fue la palabra que alguien del grupo pronunció al contemplar aquel remanso de agua, bordeado de enormes árboles. Los demás, enmudecimos de asombro.


Jaime del Egido