Concurso de relatos de misterio por Mar Cueto Aller


La noche de Halloween

   Cuando falleció el Sr. Feliciano Gutiérrez del Moral ninguno de sus tres hijos quiso hacerse cargo de su residencia. Aquella mansión grande y destartalada necesitaba tantos arreglos que decidieron ponerla en venta y repartirse sus beneficios. Aunque el agente de la inmobiliaria, que gestionaba su venta, les recomendó que la restaurasen o que no elevasen demasiado el precio de la casona. Se negaron en rotundo, no tenían prisa, ocasionando que pasase el tiempo larga y lentamente sin que nadie se decidiese a tomarla en  posesión.
   Genaro ya ni se acordaba de su abuelo, pero sí recordaba la última vez que visitó su casa antes de reunirse en ella con el abogado y la mayoría de sus parientes. Visitó con sus padres la casa palmo a palmo. Se dio cuenta de que en la discreta puerta que comunicaba la despensa de la cocina con el patio trasero había una grande y negra llave. Él era un chiquillo y tuvo que forcejear para sacarla de la puerta. Aun así, nadie se percató de los chirridos que lanzaba al aire. Todo parecía crujir y desvencijarse en aquel lugar amortiguando su ratería. Aquel pequeño trofeo le pesaba en el bolsillo y durante varios años lo ocultó colgando con un fino y dorado cordón de su cuello. Era su amuleto de la suerte. Pero nunca se decidió a utilizarlo hasta el día en que se lo enseñó a Juany.
   -¿Sabes? antes de conocerte ya tenía una curiosidad del copón por visitar esa enorme casa. Mis amigas y yo la llamábamos “La casa de la bruja”. A veces, hasta nos colábamos a fumar por ese agujero que hay en la valla detrás del seto.
   -¿Qué agujero, qué seto…? ¿De qué me estás hablando? Yo no la he vuelto a visitar desde que era un crío, pero te aseguro que esta llave es como mágica. Siempre que la llevo encima en un examen, siempre apruebo, es infalible, tía...
   Durante varias semanas Juany no dejó de insistir en su deseo de visitar la ruinosa mansión. Intentó convencer a Genaro por todos los medios. Él no tenía ningún interés y se negó sucesivamente hasta que ella le hizo una propuesta que no pudo rechazar. Ambos pidieron permiso en sus casas para dormir en casa de su mejor amigo con la excusa de estudiar para hacer un trabajo escolar.
   La noche estaba tan oscura que nadie les vió introducirse solapadamente tras los arbustos pegados a la desvencijada tapia. No sabían qué les ponía más nerviosos, si la intromisión clandestina, el misterio que parecía envolver aquel lugar o el cumplir la excusa que les había llevado a tal aventura. Apenas atravesaron la puerta cuando empezaron a acariciarse y besarse con tal ímpetu que terminaron cayendo al sucio suelo. La emoción les impidió oír el crujido de las maderas del techo. Pero al abrirse violentamente las ventanas y caer los cristales al suelo varios trozos de vidrio les golpearon en los brazos y en la espalda. No obstante, siguieron embelesados explorándose sin inmutarse. Todo cambió cuando una tétrica voz escalofriante les preguntó quiénes eran y qué hacían allí....
    -¿Quién ha sido? ¿Quién ha dicho eso?-preguntó Genaro asustado.
    -¡Será algún sintecho de mierda que anda por ahí! No le hagamos mucho caso y sigamos a lo nuestro...
     La misteriosa voz ya no les volvió a preguntar, se enfureció endemoniadamente y parecía fundirse con violentas ráfagas de aire que más que insultarles parecían abofetearles y empujarles al exterior. Al oírlas se vistieron atropelladamente abrochándose de mala manera. Salieron corriendo y riéndose a carcajadas para espantar el miedo que se les había metido en el cuerpo.
   Al día siguiente les contaron la experiencia a todos sus amigos y compañeros, nadie quería perderse los detalles y pormenores del suceso. Y aunque pensaban que se trataba de una broma todos proponían que se celebrase allí una fiesta para la cercana noche de Halloween. Ni a Genaro ni a Juany les parecía una buena idea, pero no les quedó más remedio que aceptar la propuesta, pues de no hacerlo les tacharían de mentirosos y de miedicas, cualidades que a los dos les parecían insoportables.
   Llegó el día de la festividad tan esperada para los amigos de Genaro y de Juany. No resultó fácil que aquellos jóvenes vestidos y maquillados, tan terroríficamente divertidos, pasasen inadvertidos al introducirse en la deteriorada mansión. Para sorpresa de los anfitriones uno de los amigos sacó un tablero ouija e insistió en que deberían jugar. Tras mucho discutir y burlarse de quienes se negaban a tal experiencia acabaron, unánimemente, sentándose en el suelo en círculo alrededor de aquellas letras fosforescentes que brillaban en el ennegrecido pavimento. El silencio llegó a lograr que se escuchase hasta el suave deslizar del vaso sobre el cartón. Sin que nadie se diese cuenta, sobre la base del recipiente invertido se encontraba un dedo derecho índice más de los que en principio había. Solo lo llegaron a percibir cuando empezó a controlar el movimiento sobre el rectángulo. Un escalofrío se fue apoderando de todos los presentes cuando sobre el tablero se empezaron a formar frases coherentes.
   -¿Cuuál diices quee es túu noombre?-Tartamudeó ligeramente Genaro.
   -Soy Don Feliciano y si  seguís profanando mi residencia no saldréis con vida de aquí-Dijo la terrorífica voz.
   -¡Eh, tíos, se trata de un impostor!-dijo uno de los chicos agarrando del cuello por la espalda a un escuálido anciano vestido de negro que  se hallaba entre ellos manejando la ouija.

    Se oyeron gritos aterradores entre los asistentes a la fiesta. Varios rayos iluminaron la estancia entre golpes, sollozos y estruendos. Se encendieron varios mecheros y pudieron comprobar que dos chicas y un muchacho se desangraban bajo una enorme viga caída del piso superior. Intentaron levantarla pero todo fue en vano. Una risa siniestra, procedente del techo, se burló repetidamente de los presentes. Volvieron sus cabezas en dirección al anciano aparecido y al amigo que le tenía apresado. Imaginaban que en medio del alboroto le habría dejado escapar. Sin embargo, la destartalada araña del salón se enredaba entre sus cabezas formando extraños visos brillantes de color rojizo. Permanecían enmudecidos, y a la vez, parecían emitir el eco de las estridentes risotadas que hicieron huir despavoridos a los jóvenes que aún respiraban.