Concurso de relatos de Navidad por Pepa Rubio Bardón

                                                Cuento de Navidad


Navidad 1955. Llega, como siempre, puntual a la cita. El internado da por finalizado el trimestre y como dicen en mi pueblo:”Cada pardal a su espigal”. Apenas 20 kilómetros que se me hacen eternos, pero que me acercan a la vida. Desde lejos veo el campanario de la iglesia y multitud de chimeneas que trazan espirales de humo que vomitan las cocinas de leña, responsables, con los braseros, de la calefacción que nos permitía soportar las bajas temperaturas.
El ambiente gélido se compensaba con el calor del hogar y la compañía de los amigos, que como yo, regresaban a casa.
Durante la primera noche cayó una gran nevada, que dificultaba nuestro deambular por las calles del lugar. Vestida con más capas que una cebolla y recuperadas las madreñas, las zapatillas y las medias de lana, junto con una gruesa bufanda, inicié mi primer paseo de reconocimiento.
Todo parecía estar donde debía: los carámbanos de hielo de formas caprichosas, los nidos de los vencejos pegados a las paredes de casa, las bandadas de pardales que buscaban comida desesperados, robándola a las gallinas en el patio, la cocinona de leña, donde curábamos la matanza, recién hecha. La morera del patio, ahora sin gusanos de seda.
Mis amigos y yo sí habíamos cambiado: éramos más altos y fuertes y menos tímidos.
Las superficies acuáticas se habían helado y convertido en improvisadas pistas de patinaje. Las madreñas, con clavos de hierro, hacían de patines y añadían un aliciente más a nuestras vacaciones. Algunas caídas despellejaban las rodillas y hacían brotar gotas de sangre que teñían el hielo de rojo. Nada importante, a no ser que rompieran las medias.
Carlos, el marido de Floripes, seguía practicando la caza del zorro. No lo hacía por deporte, sino para salvar a las gallinas de sus fauces. Recién llegados nosotros, mató un macho precioso y como siempre, nos pidió que con la piel fuéramos de casa en casa pidiendo el aguinaldo. Nos daban: Nueces, castañas, peladillas, pastas, orejones,  huevos…que nos permitían hacer un merienda suculenta, en la que Carlos era el primer invitado.
Al paso de los días, descubrimos que algo esencial había cambiado: En nuestra ausencia habían nacido tres nuevos habitantes, dos niñas y un niño, recién llegado, al que llamaron Jesús.

Pepa