Cuento de Navidad por Mª Ignacia Caso de los Cobos Galán


CUENTO DE NAVIDAD


   Para Inés y Claudia la Navidad empezaba en el mes de octubre. Era entonces cuando comenzaban a dibujar, y pintar con acuarelas, tarjetitas con campanas, velas, acebos, lazos… y demás motivos, que luego venderían en comercios de la ciudad, para adornar los paquetes que hacían con bello colorido.

   Lo primero sería comprar la cartulina, cortarla y machacar los bordes para que quedaran desiguales. Tenían recopilados múltiples dibujos que recortaban año tras año de los periódicos, que les servían de modelo.

   Por la semana asistían al colegio y todo su tiempo lo dedicaban al estudio, y en las tardes de los domingos se entretenían haciendo estos bonitos mensajes.

   Su madre las aconsejaba y ayudaba en su trabajo. Eran todavía unas niñas, pero sabían que podían obtener unos ingresos suficientes para celebrar bien las fiestas.

   Vivían en un pueblo de montaña y debían tener todo el trabajo terminado antes de que las nieves cubrieran todo de blanco.

   A principios de noviembre bajaban con su mercancía a la ciudad más cercana e iban a tiendas que las conocían de otros años y que les pagaban muy bien su trabajo. Aprovechaban entonces para comprar alguna figurita nueva para el Belén.

   En aquellos tiempos los inviernos eran muy duros y en ocasiones la nieve caída llegaba a cubrir la puerta de las casas, por lo que hacían túneles para comunicarse con otros vecinos o, cuando estaba bien dura, salían por las ventanas del piso superior para jugar haciendo muñecos a los que ponían una bufanda, una zanahoria como nariz y botones en los ojos, o se deslizaban por las laderas de la montaña con trineos rudimentarios hechos de madera.

   A finales del verano y principios del otoño recogían ramas y troncos que almacenaban y así tenían reserva suficiente para alimentar el fogón y la chimenea que calentaba toda la casa durante los largos inviernos. También se aprovisionaban de alimentos que, en su gran parte, procedían de la huerta y de animales que alimentaban bien cada año: cerdos, gallinas, conejos, que mataban y conservaban en un cuartucho aislado, gélido, al que no llegaba el calor de la casa.

   A mediados de diciembre instaban el Belén. Era toda una ceremonia. Sacaban, de un gran cajón de madera, una a una todas las figuras, a las que todos los años había que arreglar un poco, (pegar una mano o un pie), que se encontraba rotos porque muchas venían de antiguo, de casa de los abuelos, y otras las que cada año iban juntando. Lo primero sería colocar el Portal con la Virgen María y San José, que miraban extasiados al Niño, la mula y el buey que le darían calor, y una estrella en lo alto para indicar el camino. En su rededor estaban adoradores y músicos con flautas, panderetas y gaitas. Los caminantes portaban un cántaro al hombro, un lechoncito, gallinas y miel para ofrecer al Niño, el pavero con sus inquietos animales que cuidaba para que no se le disgregaran.

   Los pastores de la Anunciación con el Angel, que se instalaba de forma que su sombra se vislumbrara en la pared; lavanderas, peces y patos para el río, junto con el leñador y el matarife abriendo en canal a un cerdo.

   No podían faltar los Reyes Magos, que se ponían a lo lejos, en el desierto, con todo su séquito, y que despacito, con el transcurso de los días, se acercaban al Portal.

   El castillo de Herodes estaba encaramado en lontananza porque, aunque no se le quisiera ver, allí estaba.

   Del fondo del cajón seguían saliendo corteza de corcho para las montañas, un pozo, puentes para cruzar los ríos hechos con papel de plata, bordeados con piedras; ovejas, cabritillas, el gallo, que siempre se ubicaba en lo alto de una casa, para que se escuchara bien su canto al amanecer, con la gallina y los polluelos, y varios perros que cuidaban el lugar.

   Había ciertas irregularidades, como que una figura fuera más alta que la puerta de las casas, pero con la ilusión esto no lo veían los pequeños de la familia.

   El musgo lo cogían donde la fuente y el serrín, para los caminos, se lo daban en una carpintería de un pueblo cercano.

   En una gran tabla se iba configurando todo, siempre con alguna innovación en el planteamiento, para que lo hiciera más atractivo.

   Y llegado el día de Nochebuena entonaban villancicos en torno al Belén acompañados de panderetas y zambombas. Eran cinco de familia y formaban un coro bien entonado.

   Todos los días, después de la cena, echaban un cantarín, e iban alegres para la cama, con bolsas de agua caliente para apaciguar el frío de la noche.

   El día de Reyes los pequeños siempre encontraban algún pequeño regalo en el calcetín; en ocasiones un juguete comprado o alguno remendado y que estuviera olvidado en el desván, o vestidos para los muñecos que la madre hacía a escondidas en el cuarto de baño, o por las noches mientras dormían los niños.

   Al día siguiente guardarían todo cuidadosamente, para que nada rompiera, hasta otro año en que, como de costumbre, tendrían una nueva figura para ampliar el Belén.

   La casa daba la sensación de encontrarse vacía; ya no se aspiraba el olor característico del musgo y el serrín, ya no había acebo adornando la casa, ni muérdago en el dintel de las puertas, solo quedaba la bonita estampa de la nieve que les acompañaría hasta casi llegada la primavera.


Oviedo, 2 de Diciembre de 2011.
Mª Ignacia Caso de los Cobos Galán.