Cuento de Navidad por Ana I. Domingo Martínez


VÍSPERA DE REYES



Aquí estoy sentada en el salón de mi casa y rompiéndome la cabeza para intentar sacar un cuento de navidad un poco decente.

Y es que no se me ocurre nada, pero lo que se dice nada.

Me llaman por teléfono y escucho:

-Primaaaaaaaa, FELIZ AÑO NUEVO, que te traigan muchos regalos los Reyes Magos- me dice, pues eso, mi prima.

Y yo me quedo pensativa, “¿Feliz Año Nuevo? ¿De qué?” Pero si me acabo de quedar en paro y llevo un catarro de mil pares de narices.

No sé como vendrán este año los Reyes, porque una en paro, ya me contarán cómo hago para gastar poco. Y a cierta edad, ya no es lo mismo que cuando somos pequeños. Esa ilusión tan viva, tan infantil, en que la víspera de Reyes había que ir prontito a la cama con muchos nervios, sin poder pegar ojo toda la noche.

Había que preparar unos cuencos con agua para los camellos y tres vasos de vino tinto o algún licor para sus Majestades y algo de picoteo, que los pobres trabajaban toda la noche y había que cuidarlos. Eso sí, los zapatos a la galería y bien limpios. Que si no, los Reyes pasarían de largo.

¡Madre mía, qué anhelo tan grande!

Recuerdo cuando era pequeña que un día de Reyes me trajeron un muñeco, el famoso bebé llorón, rubio con ojos grandes y azules con chupete. Vestido todo de azul. ¿Lo recuerdan? Era guapísimo.

Cuando desperté, toda nerviosa, fui a ver qué me habían traído, pegué un grito que retumbó la casa. Ahí sentadito estaba, en su cuna de corcho blanco, encima de la mesa de la cocina. Llena de alegría, cogí al muñeco y lo abracé con todas mis fuerzas. Mi muñeco preferido, eso era justo lo que había pedido ¡Qué listos son los Reyes Magos!

Jugaba mucho con él, pasaba las horas cambiándole el pañal, poniéndole el chupete para callarlo y dormirlo, hasta que un día se me salió un ojo, al muñeco claro está.

Mi pobre madre fue a la tienda de Hnos. Redondo, tan famosa en esta localidad, que vendían paraguas, sombreros, abanicos y reponían piezas de juguetes. O sea, el ojo de mi bebe llorón, y como que la cosa no era igual, le cogí miedo.

Otro año muy entrañable fue cuando me trajeron una muñeca Nancy con su melena larga y rubia. Iba equipada de azafata de Iberia, eran los años 70. Pero es que Nancy y yo teníamos un secreto.

Verán, tenía una Nancy de melena pelirroja, entonces me daba por jugar a peluqueras, peinaba, ponía rulos, lavaba la cabeza, secaba el pelo con el secador, etc.…

-¡Esta hija mía va a ser peluquera!- exclamaba mi madre.

Hasta que un día, la señora Nancy se empeñó en que le cortase las puntas. Como buena peluquera, cogí las tijeras y tras-tras-tras, me dí cuenta de que el lado izquierdo estaba mas largo, tras-tras-tras, ahora estaba mas largo el derecho, tras-tras-tras, no hay forma de igualar los dos lados, tras-tras-tras.

Otra gritó por mi garganta, había fastidiado la larga melena. Fue tal mi enfado, que cogí las tijeras y la dejé pelona. Y por supuesto, lloré y lloré de rabia y tampoco quise a Nancy más.

Por eso, ese día de Reyes que he comentado antes, me trajeron una rubia. Y con una nota que decía: Ana, ni se te ocurra tocarle el pelo. Firmado por Melchor.

Ese día fue cuando me dí cuenta de que mi vocación no era ser peluquera.

Y han pasado los años, muchos.

Cada 6 de enero, me acuerdo de mi niñez, y es que en el fondo, fui una niña muy feliz. Todo esto se lo debo a mis padres, que gracias a ellos supieron en cada instante cómo educar a sus hijos a través de las palabras, y sobre todo, del cariño.

-Pero bueno, ¿Esto que es, un cuento de navidad o mis memorias?

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Me voy a ir a la cama pronto, no vaya a ser que mañana me dejen alguna sorpresa los Reyes Magos.




Ana Isabel Domingo Martínez