Cuento de Navidad por Mª Del Carmen Salgado Romera -Mara-



LA BAILARINA

Nadie hubiera sospechado que dentro del reloj de la abuela sus doce figuras estaban vivas. Aquel antiguo armazón de madera era su hogar. La claridad entraba por su pequeña puerta justo cuando la aguja grande se detenía en el norte. Entonces se ponía en marcha el mecanismo musical que hacía desfilar a uno o varios soldados, según la hora.
La última era una bailarina y los pequeños de la casa la podían ver solo en las fiestas de Navidad, cuando toda la familia comía turrón y bebía vino con frutas hasta tarde, hasta que el sueño les obligaba a cambiar sus vestidos de fiesta por abrigados pijamas de felpa. Esos días nadie decía: ¡Hale, a la cama, que ya es hora!
Nadie hubiera sospechado nada si aquella noche, justo a las nueve y diez, cuando la cocina estaba llena de actividad, la sala vacía y Miguel jugaba a los coches en el suelo del pasillo, una lastimera exclamación no hubiera salido del reloj.
–Me aburro –escuchó Miguel.
–¿Te aburres? –le preguntó intrigado a la pared.
–Me paso todo el día aquí metida y cuando salgo casi nunca hay nadie.
Miguel reculó y salió huyendo despavorido por el pasillo. En la cocina tiró con insistencia del delantal de su madre.
–¡Mamá, mamá, la pared está loca!
–¿Qué dices, Miguel?
–La pared se queja porque no la dejamos salir a la calle.
–Miguel, la que está loca porque no sale a la calle es la vecina. Las paredes no hablan. La vecina, sí. Demasiado alto –contestó enfadada- pues se acababa de quemar la mano con la bandeja del horno.
–¡Ah, bueno, claro! –contestó un poco avergonzado y volvió hasta donde había dejado tirado el coche rojo.
–Me quiero marchar de aquí –dijo de nuevo la vocecita.
–Yo, a veces, también. ¿Cómo te llamas, vecina?
–Creo que “Ahoratetocaati”.
–Tienes un nombre muy raro. Yo me llamo Miguel. No Miguelito.
–Me caes bien, mejor que tus primos. ¿Te parezco guapa?
–No sé, no te he visto nunca, creo.
–Que sí, que ya tienes cinco años. Me has visto en Nochebuena y en Nochevieja.
–¿Dónde? –preguntó Miguel intrigado.
–¿Dónde va a ser? ¡En el reloj! ¡Soy la bailarina!
–Entonces, ¿no eres la vecina?
–Bueno, soy la vecina del reloj.
–¿Y los soldados están contigo?
–Sí, durmiendo. Se pasan los minutos tumbados a la bartola hasta que les toca salir. Entonces se levantan, se ponen muy tiesos y se sienten importantes cuando todos les miran. Cuando se meten, otra vez a dormir. Ellos son felices así, pero yo no.
–¿Por qué?
–Porque yo me paso todo un día esperando para salir un momento y es justo cuando no hay nadie, o casi nadie.
–Pues pide un deseo, hoy es Nochevieja. Seguro que se cumple. Bueno, me tengo que ir, mi madre me dice que me lave las manos. Pero prometo no dormirme para verte.


Al llegar casi las doce, todos estaban pendientes de las campanadas con las uvas de la suerte en pequeños platitos sobre la mesa. A Miguel, como no le gustaban las uvas, le ponían trocitos de aceitunas.
Sonó una, salió un soldado. Dos y salieron dos. Tres y las uvas menguaban en los platos. Ya iban sonando diez, cuando el reloj dio un crujido extraño, como un quejido.
Con la última campanada apareció la bailarina.
El reloj crujió de nuevo. Su mecanismo se había estropeado. La puertecilla no se cerraba, la bailarina no se movía. La última uva desapareció de cada plato con un sentimiento de pesar. ¿Tendrá arreglo el reloj de la abuela? En ciento dos años no había fallado jamás.
Lo llevaron a varios relojeros, todos torcían el gesto. Pero uno consiguió arreglarlo, aunque no lo dejó como antes:
Ahora la bailarina era la primera figura y salía cada hora encabezando el desfile militar.
Cuando Miguel fue ya un hombre se llevó el reloj a su casa y le contó esta historia a sus hijos, que siguen saludando a la bailarina cada vez que la ven girar.


Mª del Carmen Salgado Romera (Mara)