Doce cuentos para trece meses por Ana Alonso Cabrera
LA CASITA DE
CHOCOLATE –VERSIÓN DE ANA ALONSO
ESTELA
“No, lo siento mucho, pero no quiero hablar de eso”...
El día que conocí a Estela me impresionó su aspecto
juvenil, una primera impresión al verla, a lo lejos, de pie, esperándome a la
sombra de un magnolio magnífico. A medida que me acercaba a ella, aparecían las
señales de su ancianidad: su mirada y sus gestos desmentían rotundamente
aquella primera impresión.
Tras las confirmaciones de
nuestras identidades, esas fueron las palabras que me espetó. Y añadió: “He
accedido a hablar con usted porque es evidente que me ha localizado y no me
dejará en paz hasta que lo haga, pero le prohíbo expresamente publique nada sin
mi expresa autorización y tenga por seguro que nunca la tendrá”.
Es claro que, finalmente obtuve
el permiso. No detallaré el proceso que transformó nuestra relación en una
amistad sincera que permite que yo dé a conocer la verdadera historia de Estela
y evitar que se mantenga en el olvido.
También he sabido que la
verdadera historia de La Casita de Chocolate es una versión que confronta
claramente con la versión oficial de los hermanos Grimm, y parece no tener
tanto tirón en la industria del entretenimiento, tan poderosa; por eso, ha
pasado y pasará desapercibida, pues no tiene ni tendrá los medios para
imponerse. Lo sabía, así lo había comprobado en otras ocasiones en que otras
personas, como yo, siguiendo inspiraciones diferentes, habían llegado a ella.
-Además, le advierto que será una
pérdida de tiempo -me dijo entre resignada y decepcionada.
Estela, ese es su nombre. Como
ella dice, sin amargura pero con tristeza, “Nadie sabe cual es mi nombre”.
-Lo han cambiado todo. Todo. Es
difícil decir cuál ha sido la tergiversación más retorcida, pero... ¡mírame!
Estela se endereza en el asiento de mimbre, se
estira el jersey de lana y levanta la mandíbula.
-No soy una belleza, desde luego,
y mucho menos a mi edad, que... ¡bueno! ¡Son bastantes años!
Y sonríe y es cierto que es
vieja, y mucho. Profundas arrugas se marcan alrededor de sus ojos, un abanico
de risa que dice que no han sido pocas las risas de la vida de Estela. Ni
rastro de la bruja fea, encogida y llena de verrugas que se cuenta.
-Hansel y Grettel llegaron a mi
casa una tarde de invierno. Habían sido abandonados otra vez, pero consiguieron
volver a casa. Un segundo abandono fue demasiado para Hansel. ¡Pobrecito!.
Gretel también sufrió mucho, sin embargo, mucho más práctica, enseguida comenzó
a ayudarme en las tareas de la casa.
En aquellos tiempos no era raro
que las familias, acuciadas por el hambre, decidieran abandonar a sus miembros
en casas de caridad, hospitales, conventos o también, ofreciéndose para empleos
de las casas señoriales de las gentes ricas.
La Casita de Chocolate era mi
casa. Una casa grande, herencia familiar, que, casi sin yo proponérmelo,
comenzó a refugiar y acoger niños y niñas; así, sus familias podrían
desentenderse para mejorar su maltrecha economía e intentar ofrecer un hogar
más digno y con garantías... Bueno, eso sería la teoría... la verdad... La
verdad es que muchas veces nadie volvía a reclamar a esos niños, a esas niñas
que iban creciendo y necesitando un medio de vida.
Estela mira largamente a lo
lejos. Sus ojos verdiazules, intensos y brillantes, apuntan un destello de
risa.
-Fue una buena época, aunque
dura, me dieron mucho, mucho más de lo que yo dí... ¡Bueno! -dice espantándose
un recuerdo como quien espanta un moscón pesado- El caso es que Hansel estaba
hundido. No comía nada. A pesar de que soy una cocinera excelente, ningún plato
era lo suficientemente tentador para hacer que Hansel reaccionara. Además, cada
día estaba más taciturno y callado. Tenía una mirada dura y ajena. Un día
intentó matarme. Si, eso pasó:
En La Casita de Chocolate todo el
mundo tenía tareas que hacer. Aquella era una mansión de 12 dormitorios, 7
baños, cocina, comedor, talleres, aulas y laboratorio. Biblioteca, lavandería y
desván. Afuera un establo con dos burros (Pinto y Punto), gallinas, conejos y
huerto. Niños y niñas, además de asistir a clases de botánica, música, matemáticas
y lenguas, según la edad, enseñaban a leer y escribir, cultivaban y
cuidaban el huerto y el jardín, ayudaban
en la limpieza, la cocina, bueno, de todo un poco. Yo tenía mi habitación
propia, una planta entera de la casa adaptada a mis gustos y necesidades, donde
estudiar, experimentar y ampliar el uso de las plantas y árboles, descubrir sus
propiedades y elaborar fórmulas que incrementaran sus poderes. Tal vez por eso
tuve fama de bruja. Yo cuidaba y sanaba heridas, huesos rotos o dislocados, trataba,
y muchas veces curaba, trastornos de todo tipo: dolores de cabeza, digestiones
pesadas, cólicos... bueno, un poco curandera de todo, es lo que soy...
Ese día, a eso de mediodía,
Hansel participaba en las tareas comunales de cocina. Como estaba tan débil, no
se le exigía nunca tareas difíciles o pesadas, cuidábamos de él, pero no
reaccionaba, estaba traumatizado, introvertido..... No sé muy bien cómo, pero
Hansel me empujó contra la cocina de carbón, y me clavó un cuchillo en el
hombro. Menos mal que era un puro hueso, y apenas tenía fuerzas, si no, no lo
cuento. Gretel fue quien le separó de mí y en ese momento, Hansel se escapó
corriendo y gritando como un loco.
El caso es que, al final, Gretel
lo encontró escondido en el bosque, medio muerto de frío, inconsciente. Le
trasladamos de nuevo a mi casa. Se recuperó y se fueron.
Gretel decidió que intentarían
volver a casa con su padre y su madrastra y que, pasara lo que pasara, iba a
cuidar de Hansel hasta que se curara. Tenía una gran confianza en poder ayudar
a su hermano... ¡Qué niña! ¡Todo lo que se propone lo consigue! No hay más que
ver hoy a Gretel, se ha convertido en... ¡Oh!
Estela se sume en un largo
silencio y con una breve risa, me mira divertida y me dice:
“¡Bueno! Esa es otra historia que
merecería contar su propia historia”.
Sonríe dulcemente, toma aire,
mira de nuevo a lo lejos y continúa hablando.
-El caso es que me despedí de Gretel con mucha
tristeza, era una niña valiente, fuerte y decidida que aprendía rapido y
descubría fácilmente los secretos de las flores y las plantas... la echaría de
menos... y la eché de menos. Les entregué unas pequeñas joyas de la familia,
para que, al menos, tuvieran un recurso para sobrevivir y se fueron. Hansel, lo
recuerdo, pálido, delgado, arrastraba los pies por el camino. Habían pasado
semanas desde el ataque, en las que no hubo de pronunciar palabra y su mente
parecía haber huído a un lugar lejano. Se dejaba cuidar y querer, pero no
parecía responder a ningún estímulo... Gretel realizó una gran tarea con él,
porque, no sé si sabrá quien es Hansel, hoy en día, ¿no? ¿Quién no conoce a Hansel?... En fin... Esa
es la historia, sin embargo mi historia no cuenta, no vende. Hansel nunca ha
desmentido la versión oficial, no me importa, él quiso matarme cuando yo solo
le ofrecí techo, comida y refugio... nunca entendí por qué.
Estela me contó toda su historia
a lo largo de muchos días. Muchas tardes sentadas bajo el enorme magnolio que
presidía un espacio abierto en un frondoso jardín de árboles y plantas. Yo
llegaba en mi coche hasta la enorme puerta que franqueada de altos muros de
piedra que daba entrada a un pequeño aparcamiento, un espacio rectangular
entrometido y absurdo, gris, del que salían pequeños senderos estrechos en
medio de arboledas y arbustos. Caminos hermosos todos, un total de siete, que
como afluentes de un río, desembocaban en ese claro, de hierba verde y suave,
en cuyo centro se alza majestuoso un magnolio que a sus pies se asientan un
banco de madera con una mesa alargada y maciza sobre la que esperaba un
servicio de café e infusiones y agua fresca. Allí transcurrieron las horas,
hablando de unas cosas y otras, riendo y a veces sufriendo el dolor de los
recuerdos ella, yo el dolor de hacerla recordar.
- ¿Ya sabes por qué se llama La
Casita de Chocolate? -me preguntó una tarde.
El sol de finales de verano
dorado, iluminaba la hierba verde. Estela se puso en pié y me dijo que la
acompañara. Atravesamos una puerta invisible en medio de un seto de mirto y en
una pequeña loma, no muy lejana, se alzaba una hermosa casa. El tejado de
grandes tejas marrones, la hacía parecer techada con onzas de chocolate, y los
muros de la casa, desde lejos, tomaban un color y textura de bizcocho. Estela
observaba mi reacción y asintió satisfecha...
-Sí, es por eso que la llamé La
Casita de Chocolate. Una visión parecida a esta, de otra tarde de finales de
verano, la tuve cuando era niña, cuando la mansión, en aquel entonces, era
conocida por otro nombre. Allí decidí cambiar el rumbo de mi vida que parecía
haberse trazado para mí sin contar conmigo, pero... ¡Oh!
Estela se sume en un largo
silencio y con una breve risa, me mira divertida y me dice:
“¡Bueno! Esa es otra historia que
merecería contar su propia historia”.
Ana Alonso Cabrera