Doce cuentos para trece meses por Ana Alonso Cabrera


CAPERUCITA ROJA- VERSIÓN DE ANA ALONSO

— Ten mucho cuidado, por favor -dijo a media voz  su madre mientras le entregaba la cesta de mimbre-, sobre todo en el bosque.
 Si, no te preocupes –contestó, a la vez que le daba un pequeño abrazo y un beso fugaz. 
La joven salió por la puerta de su casa y comenzó a caminar con la gracia y agilidad de sus diecisiete años, en su mayoría dedicados al ganado, el huerto, las tareas de la casa y un poco de escuela. Demasiada necesidad y pobreza para un corazón tan joven. Demasiado trabajo, demasiadas bocas que alimentar...  demasiado miedo. Miedo a que la descubrieran.
Sus pasos no eran ni muy rápidos -para no llamar la atención de los guardias-, ni muy lentos -para evitar que cualquiera la abordara. Evitar mirar hacia la cesta primorosamente cubierta con un paño de blanco algodón con puntilla vulgar, pero coqueta. Contenía unas pocas frutas, nueces, queso y miel y en el fondo el cuerpo del delito: las comunicaciones entre los grupos de la guerrilla que, escondidos por los montes cercanos, libraban una guerra contra la dictadura. Perseguidos y represaliados, cada vez estaban más aislados unos de otros y se servían de enlaces. Ella era enlace. Su padre había muerto en la guerra y su hermano mayor hacía dos años se había unido al grupo de los Cachifales, huyendo del acoso y los continuos interrogatorios de los guardias de los que cada vez salía más magullado, enfermo y rabiado.
El camino rodeaba el bosque que, sin embargo, tenía un sendero que servía de atajo y no era extraño que las gentes del lugar transitaran por él. También le acercaba al punto en que ella debería dejar la nota bajo una piedra, bajo el árbol de siempre, y continuar camino hacia la casa de su abuela sin levantar sospechas.
Se iba acercando al lugar sin contratiempo cuando, de pronto, una voz surgió a su espalda:
— ¿Adónde vas caperucita, tan sola y tan bonita?
— ¡Lobo! ¡Vaya susto me has dado! Pero... ¿estás loco? -exclamó mirando alrededor-, ¡podría verte alguien! ¿Qué haces aquí?
Lobo se acercó a ella con lentitud y una sonrisa burlona.
—Estás pálida... no te preocupes, ya he visto que no hay nadie por los alrededores. ¡Vamos!
Comenzaron a andar juntos. Lobo la miraba y sonreía. Caperucita se sentía arrebatada a su lado. Le gustó desde el primer día que le vio, con su hermano en casa. Habían hecho una escapada desde el monte para ver a la familia. Es alto y delgado, pero fuerte y su pelo oscuro brilla a la luz cuando se mueve, lacio y sedoso y los ojos negros, profundos e intensos que taladran su cuerpo de lado a lado. Caperucita tiene diecisiete años, una vida penosa y un corazón joven. Siente con intensidad el golpeteo de la sangre por sus venas y a la excitación del riesgo se une el burbujeo de los amoríos tempranos.
Lobo, más curtido por la vida errante, siente la urgencia que marca la vida al filo de la muerte y a la vez, la ternura de la niña que camina juguetona a su lado. Acierta a tomarla de la mano y decirle al oído, en un susurro caliente “¡Qué guapa eres!”.
Ella a punto de morirse de amor y de deseo se para frente al árbol en que ha de dejar la nota. Azorada la busca en el fondo de la cesta y se la entrega. Sus manos se rozan en una descarga eléctrica y sus miradas prometen un futuro que no existe pero que ambos anhelan.
—Voy hasta la casa de mi abuelita -dice ella, tímida.
—Seguro que llego yo antes yendo por el monte, que tú por el camino — dice él.
—¡Eso habrá que verlo! -contesta riendo y echando a correr.
Corría pensando en él, en verle de nuevo, en sentir aquello que le ponía la sonrisa en la cara, la luz en el alma y el calor en el cuerpo. Deseaba sentir un beso distinto al de su madre, un amor distinto al de su hermano. Aún corría cuando le vio, junto al árbol del linde del bosque con la huerta de su abuela. Esperándola.
—¿Ves? Aquí estoy -dijo cogiéndola por la cintura y acercándola a su cuerpo-, no temas, no te haré daño.
—Es que... -comenzó ella a decir- me dan miedo tus ojos tan grandes.
—Son para verte mejor -dijo él besándola suavemente en la mejilla, al lado de la oreja.
—¡Qué orejas tan grandes tienes! -dijo ella en un intento de alejar su atención de lo que sentía junto a él.
—Son para oírte mejor -contestó él en un susurro en su oído.
Igual que en el bosque, ella está a punto de derretirse de deseo. Él se separa ligeramente, la mira y sonríe.
—¡Qué dientes tan grandes tienes! -dice ella sonriendo pícara.
—Son para comerte mejor -contestó Lobo a la vez que le daba un mordisquito en el cuello que le provocó un escalofrío por todo el cuerpo y su voluntad quedó anulada completamente como un fardo y se dejó caer en sus brazos en un largo beso, húmedo, amoroso, inmenso y lento, muy lento.
Se separaron con pereza y Lobo percibió una expectación extraña en  el bosque, demasiado silencioso, que puso sus instintos en alerta.
—¡Adiós! -dijo él-. Tengo que irme, pero volveremos a vernos pronto. ¡Te lo prometo!
—¡No te vayas aún! ¡Espera un poco más! -porfió ella.
Pero fue inútil. Lobo se internó en el bosque y ella se fue caminando hacia la casa de su abuelita. Enamorada. Eso pensaba. Enamorada y con su alma y su mente vibrando al ritmo del universo,  mirando el verde de los árboles, el azul del cielo, el rojo del tejado, el color de la casa... el mundo de siempre se aparecía como recién hecho. Tal era el estado de emoción en que la había sumido aquel paseo. Aquel beso, aquellos susurros cálidos en su oreja la habían convertido en otra persona, en otro ser...
Empujaba la puerta de la casa cuando a lo lejos sonaron disparos.
Los pájaros se lanzaron a un vuelo intempestivo y miedoso. El sol se ocultó tras una inmensa nube oscura y el rojo del tejado se volvió granate como la sangre seca. Caperucita supo que había caído, aunque en su cabeza elaboraba todo tipo de esperanzas imposibles que no se cumplieron, no se podían cumplir. Lloró largamente y un vacío se abrió paso en medio de su alma.
Contaron después que Lobo había sido capturado en el monte y abatido, no sin antes haber resistido el asedio de los guardias durante más de una hora.
Caperucita fue encarcelada por colaborar con la guerrilla. No tuvieron que probar nada, con un hermano en el monte, era sospechosa de todo. En la cárcel sufrió tortura. Fue apaleada, violada y, antes de ser puesta en libertad, le raparon el pelo y la amenazaron con volver a por ella a la mínima sospecha.
—Ten mucho cuidado, por favor -dijo a media voz su madre mientras le entregaba un  pequeño fardo-, sobre todo en el monte.
—Si, no te preocupes –contestó, a la vez que daba un fuerte abrazo a su madre y las lágrimas de ambas se mezclaron en sus mejillas.
—Ten cuidado tú, madre. Ahora no solo es mi hermano, yo también voy a unirme a la guerrilla... ellos van a venir a por ti, a preguntar... Su voz se quebró en un sollozo y su madre apretó el abrazo aún más.
La joven salió por la puerta de su casa y comenzó a caminar con determinación, al encuentro de los del monte.



Ana Mª Alonso Cabrera