Doce cuentos para trece meses por Ana Alonso Cabrera


Tres cerdis

Yo, lo que más siento es haber metido en esto a mis hermanos. La verdad es que fue todo tan sutil, tan taimado. Pequeñas cosas, ideas ajenas que se nos fueron metiendo en la cabeza poco a poco. Y a mí, el que más, El que con más ardor defendía los cambios. Son para mejor. Eso pensaba. Eso me pareció. Pero no, todo resultó ser muy distinto.
Ahora ya no podemos volver atrás... ¡si pudiera! El tiempo hacia atrás no va... eso es un hecho, pero no puedo por más que lamentarme al recordar nuestros días felices, en la casita de cañas, cerca del río. Rodeados de fragante pradera y bosques hermosos y generosos que nos lo daban todo. Éramos felices allí. Teníamos lo justo, es cierto, pero no necesitábamos más. Hasta que apareció él.
Alto, delgado, con su traje elegante, el pelo brillante, la sonrisa blanca y radiante. Su porte distinguido y la voz profunda y amable con la que nos conquistó. ¿Cómo y por qué llegó hasta allí? Es algo que aún hoy no sé responder ya que en cuanto entró en nuestras vidas todo comenzó a girar a su alrededor.
Nos fascinó con su conversación, siempre erudita y elevada, hablando de cosas que desconocíamos, alabando el progreso y describiendo alardes científicos que nos maravillaban. Nosotros éramos simples, vivíamos en la naturaleza, nada sabíamos del lujo o las máquinas, pero nos sentíamos importantes con él. Que alguien como él, que a su lado parecíamos nada, pasara su tiempo con nosotros, nos llenaba de orgullo, como si estar con él nos aportara una porción de todo aquello.
Comenzó a obsequiarnos con pequeños regalos, curiosos, ingeniosos, bonitos, útiles e inútiles, hasta que nos trajo un sillón.
En la vida habíamos tenido algo semejante en nuestra casa. Sillas, mesas, armarios, arcones y nuestros camastros, consistían en todo nuestro mobiliario. Nos fascinó. Era para él, dijo, no se sentía cómodo tanto tiempo charlando con nosotros en aquella silla, que le provocaba un tremendo dolor de espalda. Y cuando se iba, los tres, secretamente deseábamos sentarnos en aquel sillón, pero ninguno nos atrevíamos a usarlo más que unos pocos minutos, pues era para él. Yo me senté y sentí que sus mullidos cojines me arropaban como una madre amorosa. Mi espalda bien sujeta y mis nalgas bien asentadas... como hecho para mí. Supongo que mis hermanos pensaron lo mismo. Empezamos a discutir. Nos reprochábamos unos a otros estar usando el sillón más de la cuenta, culpándonos unos a otros de ensuciarlo, arañarlo, estropearlo... Entonces, un buen día, él apareció con un sofá. Hacía tiempo que no nos visitaba y oírle llegar nos llenó a todos de ansiedad. Llegó por el camino silbando y en cuanto nos vio nos saludó desde lejos sonriendo con la sonrisa más radiante que había visto en mi vida y sentí alivio porque no nos había dejado de lado, seguíamos siendo sus amigos...
El sofá se tuvo que dejar fuera. No importaba, era verano y casi nunca llovía. Era un sofá de tela verde y ribetes dorados que nos pareció digno de un rey... y lo teníamos nosotros. Y nos lo había regalado él.
Era magnífico. Recuerdo dormitar a la sombra, por las tardes, escuchando las chicharras cantar y la brisa cálida acariciando mi cara... ¡siento ganas de llorar cuando me acuerdo!
Nos convenció para construir una casita más grande, así podríamos tener el sofá y el sillón e incluso un sillón más para estar todos más cómodos.
Y construimos una casita de madera. Más grande. Talamos un montón de árboles de nuestro hermoso bosque... ¡qué pena! Pero no nos dábamos cuenta. Nos ayudó y nos suministró herramientas, mulas y todo muy barato, sin prisa para pagarle...
En nuestra nueva casa estuvimos muy bien un tiempo. Compramos visillos, alfombras, manteles, alacenas, librerías... cosas que nunca soñamos tener y sentíamos gratitud porque él nos había abierto las puertas a un mundo que desconocíamos y que nos tenía hipnotizados.
Cambiamos nuestras ropas por otras parecidas a las suyas. Comenzamos a adoptar gestos y posturas que, creímos, nos hacían elegantes.
Comenzamos a trabajar para poder pagar nuestra deuda, aunque nunca nos apremió para hacerlo, al final conseguimos devolverle todo el préstamo.
Un día nos habló de la luz eléctrica. Un invento de lo más útil. Un prodigio. Una revolución en la vida diaria. Nos convenció para instalar luz eléctrica en casa, pero no en aquella casa de madera. Mejor en otra más grande y elegante, donde poder instalar todas las comodidades que la electricidad nos iba a procurar. Había guardado nuestro pago y nos dijo que nos lo volvía a prestar. Si habíamos conseguido pagarlo antes, ahora podía ser igual.
Y así, comenzamos a construir nuestra nueva casa. De ladrillos. Tejado, luz eléctrica, baños y aseos, tres habitaciones, salón y cocina. Instalamos la calefacción. Pusimos lámparas, armarios, lavadora, televisión, frigorífico... con todos los detalles. Aquello nos costaba mucho más que el préstamo inicial y nos ofreció otro. Las comodidades de nuestra nueva casa nos empujaron, poco a poco, a mayores necesidades y gastos. Él nos animaba porque, según sus palabras, nos lo merecíamos. En poco tiempo los artilugios, adornos, máquinas o instrumentos nuevos que mejoraban lo que ya teníamos, eran interminables y nos creímos que su buena disposición a prestarnos lo que necesitábamos se debía a una simpatía y amistad mutuas. Confiábamos en él, en aquel que, en todo momento, no hacía más que preocuparse en satisfacer nuestras necesidades y caprichos.
Todo fue poco a poco y no sé muy bien cuándo comenzó a ser cada vez más exigente con los pagos. Nuestros gastos eran demasiados, habíamos comprado todo así, con préstamos y... bueno, pues hasta aquí hemos llegado.
Hemos vendido todo lo que hemos podido vender, trabajamos sin descanso y en todo lo que podemos. Mi hermano pequeño no, claro, porque tuvo un accidente laboral que lo ha dejado muy limitado, anda con muletas, perdió oído y le falta una mano... una desgracia, la verdad. Estamos de mal humor, cansados y tristes. Avergonzados y a la vez enfadados y decepcionados. Nuestra vida ha dado un vuelco y ahora, cada vez que suena el timbre de la puerta y pensamos que pueda ser él, las antaño risas y alegría se han tornado en miedo y preocupación, porque seguro que viene a reclamar las deudas que tenemos.
Y ahí está él... llamando a la puerta.



Ana Alonso Cabrera