Doce cuentos para trece meses por Mª del Carmen Salgado Romera-Mara-


Los tres cerditos- Versión Mara

Soñaba mamá cerdita, mientras hacía punto sentada al pie de la ventana en su mecedora, con el futuro que les esperaba a sus tres hijitos que ahora se revolcaban jugando sobre la alfombra.

<<Al mayor, con sus gafas, bien le veo de escribiente o profesor. O de banquero con puro y sombrero de copa, como ese del banco de la esquina que acaba de pasar. Y hasta  casi puedo verlo –entrecerró sus ojos mamá cerdita como mirando hacia su interior- el día de su boda del brazo de una preciosa regordeta que lleva el velo de novia rematado con cuatro rosas de tela  enmarcando sus mejillas.
Y a sus hermanos les veo ese día… les veo… ¡tan elegantes con su chaqué! Bailan con simpáticas lechoncillas y les dicen acercando el hocico a sus orejillas... “Soy enfermero -o quizás-… Soy médico”. Sí, eso explicará, orgulloso, mi hijo mediano.
“Yo, de momento, soldado. Pero un día llegaré a general”-contará mi hijo pequeño lleno de ilusión.
Las jóvenes se enternecerán y todas  querrán ser elegidas por  ellos.
Y a mí me veo… Me veo… ¡Rodeada de nietos! Todos revolcándose entre risas sobre la alfombra. Claro que ya no será la misma alfombra, porque para entonces ésta estaría gastada y ya la habré tenido que cambiar…>>

En estas cavilaciones estaba cuando, con la punta de la aguja, la mamá cerdita apartó el visillo al ver pasar a la mamá loba adornada con la cofia y el delantal de los días de fiesta. Dejando la labor sobre la cesta, abrió la ventana para saludarla.
-Buenos días, vecina. ¿A dónde vas tan endomingada que hasta el hocico has pintado?
-Hola, querida. Voy a la casa de postas a buscar a mi madre que viene a ver la graduación de mi hijo. ¡Estamos tan orgullosos de Lobito! Su padre nos espera ya al pie de la facultad.
-Enhorabuena, no recordaba que su graduación era hoy. Dale muchos recuerdos a tu madre de mi parte y… Pero… ¡Espera un momento! ¡Anda, acércate! No te entretengo mucho –añadió viendo apurada  a su amiga-, lo cojo ahora mismo.  Es que tengo un regalo para Lobito. Lo compré en la tienda del oriental. Me dijo que trae suerte y felicidad. Ojalá que a tu hijo le vaya muy bien en la vida.
La cerdita se dirigió hacia un cajón del aparador y sacó un pequeño paquete que había envuelto con mimo.
-¿Qué es eso, mamá? Preguntaron sus hijos.
-Una sorpresa para Lobito. Pero no os puedo contar más.
-¡Ah! –contestaron sin mucho interés, pues Lobito era, para ellos,  una persona mayor.
La cerdita abrió la puerta, le entregó el paquete a su amiga, quien se lo agradeció. Se dieron un par de besos y mamá loba marchó apurada bajo el sol, arrastrando el borde de su vestido sobre los adoquines polvorientos.

Una tarde, la primera tarde de su nueva vida, Lobito, que se aburría,  abrió el paquete que su madre le había entregado el día de su graduación de parte de mamá cerdita.
“Un poco tarde para darle las gracias”, pensó: Mamá cerdita había fallecido hacía un par de años y los huérfanos habían sido acogidos por una tía lejana. El paquete contenía una bola de madera con un corte todo a su alrededor formando un dibujo parecido a los dientes de una sierra.
Lobito intentó abrirla apretando sobre el corte. Intentó abrirla haciendo palanca con un cuchillo. Intentó abrirla golpeándola.

“Si esta es la suerte que me va a traer, no la quiero”.

Y la tiró por la ventana de su habitación.
Al otro lado de la calle, la bola golpeó en el sombrero al oriental que le había vendido tan extraño artilugio en su más extraña tienda a la mamá cerdita.
El hombre soltó una exclamación y al recoger el negro gat con el que cubría su cabeza, que con el impacto había caído al suelo,  vio el objeto de madera abierto por la mitad sobre la acera.
Lobito, que se había asomado al darse cuenta de que alguien había sido alcanzado por la bola (y que se había metido a toda prisa hacia dentro al ver que el golpeado era el hombre más misterioso de la comarca), bajó las escaleras entreabriendo con sigilo la puerta, dispuesto a recuperar su regalo en cuanto el hombre se marchara.

El oriental se fue, llevándose uno de los dos trozos de la bola. Lobito, que no había sentido ningún interés hasta aquel día por ver el obsequio de su vecina a quien menospreciaba por considerar que sus labores hogareñas y de madre no tenían valor y que era, además, de una raza inferior, recogió el otro trozo.
En ese momento se dio cuenta de que había hecho un acto irresponsable al lanzar la bola por la ventana. También pensó que había sido un desagradecido al no haber ido, ni siquiera, a darle las gracias a la amiga de su madre. Y una pequeña llama de arrepentimiento se encendió en su corazón.
Examinó aquella semiesfera en cuyo interior no había nada y no encontró la forma de que pudiera darle ninguna clase de suerte, por lo que llegó a la conclusión de que el vendedor había tomado el pelo a su difunta vecina. Pese a ello, se la guardó en el bolsillo como recuerdo. Y una pequeña llama de agradecimiento se encendió en su corazón:
-Mamá, ¿sabes algo de los cerditos? Les echo de menos. Hoy me he acordado de ellos y de su madre…
-Sí, yo también los echo de menos. Ya deben estar hechos unos mozos. 
-¿Queda muy lejos donde viven ahora?


A las afueras de un pequeño pueblo no muy lejano, sentados en uno de los bancos de piedra que rodeaban la fuente, tres cerditos comentaban sobre sus vidas y proyectos:

-Si mamá nos viera ahora, seguro que se sentiría orgullosa de nosotros. Tú –dijo el mayor dirigiéndose al pequeño- eres un gran titiritero a quien aplauden entusiasmados en todos los pueblos. No hay cerdita que no quede prendada de ti, aunque no tengas un techo bajo el que cobijarte y te conformes con resguardarte por las noches bajo los puentes o en los graneros. –El cerdo más joven sonrió muy ufano.
Y tú –continuó el primogénito- eres un gran músico y también un buen cantante, que alegras los corazones de la gente en plazas y teatros. Con lo que ganas has construido una casa en la que albergas a viajeros y  necesitados.  La madera de tu casa es tan noble como noble es tu corazón.
-¿Y de ti, hermano? De ti se sentiría mamá más orgullosa que de ninguno, pues eres un filósofo que ayuda a los demás con sus consejos y has hecho una casa de piedra donde todos pueden ir a acallar sus pensamientos y encontrar la paz…

Las palabras de los cerditos las llevaba volando el viento como lleva en volandas las notas de una canción y Lobito las estaba escuchando en la lejanía apoyado contra un árbol. Él, era un titulado pero buscaba, en lugar de ser útil a los demás, enriquecerse a costa de ellos con los conocimientos que había adquirido. Y cuanto más escuchaba, más mezquino le hacían sentir aquellos seres estúpidos en inferiores. De repente, preso del orgullo, de la ira y de la envidia, sintió un odio feroz hacia ellos y, aullando,  se lanzó a la carrera para atacarles dominado por una fuerza atávica.
Los tres cerditos, al escuchar tanto alboroto, primero se asustaron desconcertados, pero luego al ver quien era vocearon su nombre festejando su llegada.
-¡Lobitooooo, Lobitooooo! –Es Lobito, que ha venido a vernos, decían contentos.
La fiera  se acercaba ofuscada sin reconocer ya en ellos a sus vecinos.
-Lobito, ¿qué te pasa? -¿Qué le pasa a Lobito?,  se preguntaban cada vez más inquietos.
La alimaña se aproximaba y ellos ya no tenían tiempo de  huir.
Presas del  pánico quedaron inmóviles, rígidos.
El lobo se alzó en el aire para saltar sobre ellos.

Fue solo un instante, pero fue el instante que hizo que aquella tarde fuera la primera tarde de su nueva vida. Un dolor agudo atravesó el pecho del lobo y derribó al animal en el suelo en medio de los cerditos que temblaban de miedo.
No fue un ataque a su joven corazón, no. Sucedió  que, al volar sobre el aire, en el momento en que el salto le hizo perder el contacto con la tierra, la tierra que activa los instintos, se encendió en su corazón una pequeña llama de amor y eso le causó un gran dolor, pues de repente se vio como había sido hasta ese instante: engreído, egoísta e injusto y sintió pesar por su comportamiento.
Los cerditos, recuperados del susto, enseguida se preocuparon por lo que le estaba pasando a su amigo. Él les dijo que ya estaba bien. Que le perdonaran porque no sabía lo que le había sucedido. Y que nunca más se volvería a comportar así. Todo lo contrario, haría como ellos: Pondría sus conocimientos al servicio de los demás.
Y les dijo también que su madre siempre había estado muy orgullosa de sus hijos y que, si pudiera verles, ahora lo estaría más que nunca.

-¿Qué fue lo que te regaló el día de tu graduación? Nunca nos lo quiso decir…
- Una bola de madera que es mágica.
-¿Y cómo se hace magia con ella? –preguntó entusiasmado el titiritero.
-No es que ese pueda hacer magia con ella, es que ella hace magia contigo. Te hace cambiar.
-¿Nos la enseñas?
-Solo tengo la mitad, pero mirad…

Los cerditos miraron hacia la parte interna de la bola que el lobo sostenía con su mano frente a ellos y les pareció ver…

-Parece que dentro de la bola se ve algo –dijeron.

Lobito la volvió hacia sí y miró hacia el hueco. Le parecía que al otro lado estaba el oriental con su negro gat sobre la cabeza sosteniendo la otra mitad de la bola, mirando hacia él.

Desde en algún lugar que ahora mismo no podemos ver, la mamá cerdita sonrió satisfecha al saber que sus hijos habían conseguido ser mucho más de lo que ella esperaba de ellos. Y que esa vocación de servir los demás era sanamente contagiosa.   
Se dio media vuelta y siguió caminando apoyada en su bastón por un empinado camino.

Mara