Doce cuentos para trece meses por Mª del Carmen Salgado Romera -Mara-


Zapatones
(Basado en el cuento “Juan y las habichuelas mágicas”) 


Érase una vez un pobre hombre muy grandón –él no había pedido ser así-, que vivía en un país muy lejano. Ese país estaba tan alto, tan alto, que ni los pájaros eran capaces de llegar hasta allí y las personas de estatura normal no podían sobrevivir , pues había muy poco oxígeno. El lugar tenía una belleza singular, con bosques de árboles filamentosos de color azulado, flores que flotaban emergiendo de grutas maravillosas de paredes de oro y objetos que eran capaces de hablar y de desplazarse por sí mismos. Esto era un consuelo para el solitario gigantón que no tenía otra compañía que una singular gallina que ponía huevos de oro. Al hombrón no le servían de mucho, ya que sólo necesitaba para vivir beber del agua de cualquier fuente o arroyo de su mágico país, pero le parecían bonitos y la gallina se sentía muy ufana cuando él, cada mañana, acariciaba sus plumas después de recoger el huevo. 

El gigante tenía mala fama, pero no lo sabía. Los humanos que vivían en el país de abajo se quejaban de que, cuando bailaba –llevaba unas formidables botas de madera-, ocasionaba terremotos. Ellos conocían su existencia por las leyendas de sus antepasados que, en un tiempo muy remoto, exploraron el país de arriba y apodaron al gigante “Zapatones”. Sin embargo, el gigante desconocía que existiera un país bajo las nubes.

Todo cambió el día en que… 

Érase una vez una viuda que no era mala, pero pasaba mucha necesidad. Tenía un hijo inocente, como todos los niños, al que mandó al mercado a vender la última vaca que les quedaba. Pero el niño cambió la vaca por un saco de habichuelas que le dijeron que eran mágicas. 

-¿Mágicas? –contestó llorando desesperada su madre al ver que no volvía con dinero, sino con un puñado de verdes semillas. Enfadada, las lanzó por la ventana. 
Al día siguiente, tras pasar la noche escondidos entre las sábanas -no tanto por el frío, sino por el miedo que sentían ante unos extraños ruidos que provenían de su huerta-, abrieron la ventana y vieron, asombrados, cientos de gigantescas plantas que se alzaban hasta más allá del cielo. 

-Voy a subir –dijo decidido el niño. 

Las hojas llegaban hasta el país del gigante, e incluso, seguían más arriba aún. El chico vio la cabaña del hombrón, vio a la gallina poniendo un huevo de oro y, ya un poco mareado por la falta de oxígeno, pensó que su madre se pondría muy contenta si tuviera esa gallina. La cogió y cuando bajó le dijo a su madre: 

-Voy a coger unas semillas y luego cortaré todas las plantas, madre. No quiero que nadie descubra que desde nuestro jardín se puede llegar al país de arriba, pues he visto cuevas llenas de oro. Ningún hombre podría arrancarlo, ya que se marearía, pero seguro que el gigante tiene oro almacenado en su casa. 

El gigante estaba muy triste por la desaparición de su gallina. Se dedicó a ir a las minas de oro y a hacer figuritas con forma de gallina, pero ninguna era como su compañera.

Durante días lloró tanto, tanto, que hubo inundaciones en el país de abajo. Pero nunca más volvió a bailar, con lo cual se acabaron los terremotos. 

También se acabaron, al cabo de un tiempo, los huevos de oro, pues la gallina no se acostumbraba a su nueva casa, echaba de menos al gigantón y un día empezó a poner huevos de plomo, que no servían para nada. Aquella noche, el niño echó dos o tres
semillas por la ventana y enseguida se oyeron los ruidos de las plantas creciendo desde la tierra hasta el cielo. 

A la mañana siguiente le dijo a su madre que subiría a robarle el oro al gigante. A su madre le pareció muy oportuno, pues el gigante era malo y ellos no querían ser pobres otra vez. 

El niño subió. Del oro robó todo el que encontró. Luego bajó y las plantas cortó. Su madre, al ver tanto oro, un abrazo le dio. 

El gigante estaba desconcertado: primero había desaparecido su gallina y luego las gallinitas que él había tallado. Abrió su caja mágica para hablar con ella. La caja, en vez de contestar con palabras, contestaba con una moneda. Si la echaba hacia fuera de cara, era un “sí”. Y si era del revés, era un “no”. 

-¿Ha visitado algún intruso este país y se ha llevado mi gallina y mi oro? –preguntó a la caja, aunque la respuesta era evidente. 

La caja lanzó una moneda con la cara hacia arriba y el gigante se puso muy contento pensando que el intruso podrá volver y él ya no estaría solo. Le daría todo lo que quisiera. Él no necesitaba más que un poco de agua para vivir. Desde aquel día se paseaba ilusionado esperando su regreso. 

-Ya se nos está acabando el oro –dijo la madre al niño un día, desde su cómoda mecedora.
-Subiré a por más. 

De nuevo, el niño echó unas cuantas semillas por la ventana, que ahora era de madera de buena calidad y tenía un grueso cristal a través del que no pasaba el frío, y a la mañana siguiente trepó por una planta hasta llegar al país del gigantón, que en ese momento le estaba preguntando a su caja mágica si volvería pronto el intruso. El niño vio como de la caja salía una moneda y decidió robarla en cuanto el gigante se durmiera. 
Pero el gigante había pedido a todos los objetos del país que le avisaran cuando se presentase el intruso para poder invitarle a que se quedara y, cuando el niño cogió la caja, un arpa voceó: 

-Ahí está, ahí está. 

El niño huyó despavorido de aquel gigante que le llamaba y que le siguió por la planta hacia abajo, aunque tenía mucho miedo, pues la planta se tambaleaba bajo su peso.
El niño, al ser muy ágil, consiguió llegar abajo, coger un hacha y cortar la planta. El gigante se estrelló aplastando la casa de la viuda, quien pudo salir a tiempo. Marchó corriendo con su hijo y nadie sabe aún dónde fueron a parar. 

El gigante, que era muy fuerte y no se hizo daño, recuperó su gallina y, sembrando las semillas mágicas, regresó hasta su país, hasta donde se aventuraron algunas personas a subir con unas máscaras de oxígeno que se acababan de inventar. Así fue como ya nunca más estuvo solo y todos fueron felices. 

Pero, un día, el gigante exploró el país de más arriba, subiendo por las habichuelas mágicas. Descubrió, con gran alegría, que allí todos eran de su tamaño. Pronto encontró a una giganta con la que bailó y bailó y bailó dando vueltas cogidos de las manos… pero descalzos, para no causar ningún terremoto. 


Mara