Doce cuentos para trece meses por Mª Carmen Salgado Romera -Mara-


El último tren. Versión de Caperucita roja de Mara

Tirada en el andén, en el andén segundo. Magullada por algún pisotón apresurado. A punto de caer a la caja de la vía, fue rescatada por el guardia de seguridad y trasladada a su oficina. Allí, la depositó con curiosidad encima de la mesa y se puso a observarla y a manosearla con detenimiento. Él siempre quiso ser detective. Detective de la policía. Aún no había perdido la esperanza. Las oposiciones, en febrero. Prueba de ello, los apuntes junto a la caperuza roja rescatada del andén, que ahora estaba de nuevo inmóvil al lado del montón de hojas subrayadas manchadas de café,  restos de bocadillo y ceniza de tabaco negro.
La brillante caperuza de un rojo tirando a naranja olía a un penetrante perfume que parecía caro y su tacto era suave, con cuerpo. No era un gorro de bebé, ni de niña. Parecía un complemento de un disfraz sexi y a él poco le costaba imaginar unas botas de charol rojo, de tacón alto, sobre unas piernas largas enfundadas en medias negras desembocando en una minifalda roja bajo la que asoman las mínimas puntillas blancas de una enagua. Lo de más arriba le resultaba incierto hasta llegar a unos enormes pechos apenas contenidos por un corpiño rojo y negro. La caperuza coronaría una rubia melena artificial. ¿La cara?… Ojos  verdes y labios grandes. Nariz pequeña. Piel clara.
¿Preguntaría en la estación por su caperuza la mujer que la perdió? ¿Debería comunicar a la jefa que él la había encontrado? La jefa de estación es quien gestiona los objetos perdidos, pero él no quiere desprenderse de la caperuza roja que huele tan bien. Con sigilo, con un sigilo innecesario pues nadie le ve, abre su taquilla y guarda su trofeo junto a los apuntes sobados con dedos con olor a chorizo y aceite de sardinas enlatadas. Mañana por la noche volverá  al andén segundo a la hora de la salida del tren, del último tren, a ver si puede localizar a su dueña. En el baño se cambia el uniforme por su ropa de calle. En la calle, enciende un cigarro. Lo apaga a la puerta del primero de los bares que recorre todos los días de camino a su apartamento. Después de quitarse los zapatos, sentado en la cama, se tumba. No cabe duda, está totalmente seguro de que la dueña de ese gorro es una de esas que van pidiendo guerra. Y él se la dará. Va a quedar satisfecha. Mañana.

“Hija, vete a casa de la abuelita a por el traje para la obra de teatro, que a mí no me da tiempo. Y ya te voy yo a buscar luego a la parada de tren, que a esas horas no me gusta que vengas tú sola”, le había dicho su madre. Preocupada, siempre preocupada. Siempre viendo peligros por todos los lados. Agobiante. Las leyes de Murfy no las hizo Murfy, las hizo ella. Murfy las recopiló. ¡Qué ganas de marcharse de casa! Cualquiera le contaba que había perdido el gorro del traje de Caperucita. Le dijo que se lo había dejado en casa de la abuela y que lo cogería mañana.  Así le llevaría unos pastelitos del Mac.  Su abuela era toda una abuela. Había estado adaptando el traje. Que si sacando las costuras, porque su madre estaba reventona, que si cogiendo el bajo, porque su madre era un tapón… Porque su madre, de coser, ni idea. Solo tenía tiempo para trabajar, comprar, hacer lo de la casa e ir a la tontería esa del teatro. ¿Pero, quién ve teatro y menos “Caperucita la roja”? Su madre tuvo suerte de tener por madre a su abuela. Una madre es alguien que te espera con el plato puesto y te hace la cama por las mañanas, aunque ya tengas dieciocho años y trabajes en el Mac. No como la suya, que le dice que tiene que tener la habitación recogida y la cama hecha. Y encima, hace teatro. Y la función, pasado mañana. La había cagado. No le quedaba otra que pasar por la estación después de salir de trabajar a ver si, con un poco de suerte, estaba por allí el dichoso gorro.

El vigilante mira el reloj con impaciencia. Ya solo falta una hora para el tren. Estará en el andén un cuarto de hora antes y esta vez, al cambiarse, solo guardará la defensa de goma en su taquilla. Los grilletes irán con él.

“Buenas, verá…-le dijo la chica a la taquillera de la estación-, es que ayer creo que se me cayó aquí un gorro así como rojo. ¿Lo habrán encontrado?”.

Después de mirar al interior de un armario, la taquillera le dijo que no. Ella dio las gracias y subió las escaleras hacia el andén segundo para coger el último tren. “¿Qué hago ahora?”.

El vigilante, que había escuchado desde su oficina la pregunta, se asomó a la puerta interior de la taquilla para ver a la chica, pero llegó tarde. Salió apresurado al andén y distinguió a una joven con vaqueros y deportivas y cazadora blancas, de larga melena lisa,  castaña, subiendo las mecánicas para ir al segundo andén.

El vigilante se cambió de ropa con rapidez y guardó la caperuza roja y las esposas en el profundo bolso de su anorak.

Pocas personas en el segundo andén. El tren, casi vacío, avanzó con un pitido adentrándose en el túnel. Él se sentó frente a ella y la miró con descaro. Ella esquivó su mirada.  Luces, sombras, paradas, pitidos, arranques. Los ojos del hombre se humedecían. El gesto de la chica se endurecía. Iba agarrada a su móvil, como quien se abraza a un salvavidas. “Mierda, hoy mamá no puede venir a buscarme”. Sacó un coletero y recogió su melena en un moño.
Llegó el momento de bajarse en el solitario apeadero. La chica corrió por la calle sin coches, sin casas. Él corrió detrás.

-¡Espera! Gritó jadeante. ¿Es tuyo este gorro?

La chica se paró en mitad de ninguna parte, esperanzada. Él la alcanzó. Acariciaba con su mano las esposas mientras con su mirada de lobo recorría el entorno, buscando dónde devorar a su presa.



Mara