Doce cuentos para trece meses por Mar Cueto Aller


LA SIRENITA AZUL

La tempestad producida por la temible galerna envistió contra las pacíficas barcas. Todas quedaron deshechas. Pocos fueron los pescadores que agarrados a un madero fueron devueltos  a la costa. Erik con su madre y su hermana Olaya esperaron hasta el amanecer sentados sobre las rocas. No regresó nadie más. Desolados, se encaminaron hacia su hogar temiendo que si seguían allí poco tiempo resistirían con vida.

Pasados los días de desesperación intentaron seguir adelante. No deseaban sobrevivir a base de las pequeñas donaciones que les ofrecían sus conocidos, pues sabían que ellos también habían sufrido grandes pérdidas. La madre de Erik empezó a confeccionar redes con la esperanza de venderlas a los pescadores y también se ofrecía a reparar las que le trajesen estropeadas. La pequeña Olaya la ayudaba en lo que podía y prestaba mucha atención para aprender el arte de tejerlas sin necesidad de que la enseñase. Luego en sus ratos libres, cuando su madre le mandaba que fuese a jugar, iba con sus amigas a recoger saquitos de arena fina. Los vendía a las vecinas, por pocas monedas, para que pudiesen limpiar con ella sus cocinas de carbón. Erik, pese a tener solo diez años, se ofreció a todos los pescadores que quedaban en el pueblo para ser su ayudante.

-¡Primero tienes que crecer, muchachote! -le dijo un pescador-. Pero ¡no te preocupes, que en cuanto crezcas y seas más fuerte, podrás venir conmigo. Ahora tráeme todas las lombrices, mejillones y lapas que puedas y yo te traeré siempre algún pescado.

Aunque el pescador cumplía su palabra diariamente, Erik comprendía que no era suficiente para alimentar a su madre, a su hermana y a él. Por ese motivo, ayudado de sus amigos y de Olaya, cuando podía empezó a recoger todos los restos de barcas naufragadas. Los apilaba en la cueva secreta de los acantilados donde se reunían. No quiso engañar a nadie y desde el principio les dijo que, aunque terminaran la barca, no podrían acompañarle por lo peligroso que era y que deberían guardarle el secreto. Todos afirmaron estar de acuerdo, aunque en el fondo albergaban la esperanza de que al final les pidiese que le acompañaran. Cada uno contribuía como podía. El hijo del carpintero le traía clavos que hurtaba del taller de su padre y trozos de lija que daban por desechados. 

Los otros amigos le traían la pez que servía para unir e impermeabilizar las maderas. Y su hermana con sus dos amiguitas le traían los trozos de redes y de telas que encontraban. 

Nadie osaba delatar a Erik, colaboraban fielmente soñando con poder salir a navegar en su compañía y, después de algo más de un año, llegó el día esperado en que la sencilla embarcación se dio por terminada.

-Mañana hay luna llena. Ésta será mi primera expedición pesquera. Procuraré tener mucho cuidado y volver a tiempo. Gracias a todos. No podría haberlo logrado sin vosotros. 

Mañana por la tarde nos reuniremos y ya os contaré.

-¿Estás seguro de que quieres ir solo? Ya sabes que si necesitas ayuda yo podría acompañarte -dijo su amigo Vicky.

-¡Gracias, Vicky! Pero será mejor que sea yo quien le acompañe para no hacer demasiado ruido y que nadie nos impida salir a pescar -dijo la pequeña Olaya.

-¿Por qué insistís? -les preguntó Erik-. Ya dejamos bien claro que sólo yo podría ir para no despertar sospechas. Tú, Olaya, ya sabes que tienes que dejarme la puerta abierta sin trancar y estar pendiente de que mamá no se entere de nada. ¿De acuerdo?

-¡Vale, anda! No insistiré más...

Llegó la noche esperada. Cuando el reloj de la iglesia dio las doce campanadas, Erik se levantó sigiloso. Su hermana rellenó su cama con almohadas y se acostó de nuevo sin hacer el más mínimo ruido. Aunque no pudo dormir. En silencio rezaba para que su hermano llegase ponto con algo de pesca.

La apacible noche prometía ser fructífera. Aunque, quizás por su inexperiencia o por las precarias cualidades del material, tardó más de media hora en conseguir sus expectativas. Cuando notó que la red se volvía pesada, intentó izarla lleno de emoción. El contenido casi le hace caer al agua. Aflojó las fuerzas y se ató los pies a la embarcación, como pudo, para volver a intentar recuperar su red sin caerse por la borda. El peso era excesivo para el pobre niño, que no estaba dispuesto a rendirse y soltar su pesca aunque le fuese la vida en ello. Sacando fuerzas de tenacidad consiguió elevar la red y azotarla sobre la barca. Pero, del esfuerzo, cayó desmayado hacía atrás. Afortunadamente su cabeza no dio contra las tablas. Quedó suspendida sobre una manta que su hermana y sus amigas habían confeccionado con trozos de tela desechados.

Cuando Erik se despertó sintió que unas manos sorprendentemente suaves le acariciaban. No quiso abrir los ojos para no romper el hechizo del momento en el que se encontraba. Sintió que aquellas pulidas manos le revolvían el cabello y se lo volvían a atusar varias veces consecutivas. Trató de imaginar a qué especie de cachorrillo correspondía aquella extraordinaria suavidad. Sólo los corderitos, perritos o gatos recién nacidos recordaba que le hubiesen producido una sensación parecida. Pero, a la vez, sentía que debía ser algo diferente. Se decidió a abrir los ojos y quedó maravillado. Otros de color azul turquesa irisados, pertenecientes a una niña, iluminados por la luna, brillaban en dirección a los suyos. Su pelo era negro azulado. Su piel, azul celeste nacarada. Y su cuerpo, de cintura para abajo, era como el de un pez con escamas plateadas y una elegante y larga aleta que se bifurcaba como si fuese de pescado azul. Al verle despertarse abrió la boca y emitió unos sonidos que a Erik le parecieron ininteligibles, pero los más hermosos que hubiese escuchado jamás. Por un momento le recordaron a los sonidos del órgano de la iglesia cuando sonaba muy suave y armonioso. Aunque enseguida se dio cuenta de que sonaba más hermoso que si fuesen cien órganos sonando al unísono. Hasta recordó el día en que sus padres le habían llevado a la catedral de Copenhague y habían escuchado al coro cantar el Ave María de Schubert. Había sido tan emocionante que casi todos los presentes tenían los ojos brillando al escucharlo. Aún así, aquella hermosa criatura, emitía sonidos mucho más lindos. Erik estaba tan débil que no podía casi articular palabra. Su voz sonó casi imperceptible. Apenas intentó decirle que le encantaba su canto, pero que no la entendía cuando notó que le dolían los oídos al escucharle y se llevaba las manos a la cabeza en señal de dolor. Él, estupefacto, la miró desconcertado y ella le hizo una seña llevándose un dedo a los labios para indicarle que no siguiese hablando. Erik obedeció y el silencio unió sus mentes. Al momento supo todo lo que la niña quería comunicarle. Ella también escuchaba los pensamientos de Erik y así pudieron comunicarse sin barreras de idiomas ni de tonos.

La pequeña sirena se llamaba Bleu y nunca había visto de cerca a ningún humano. Sabía el daño que podían hacer y por ese motivo les temía. Pero nunca había visto uno como Erik, con aquel pelo que parecía de oro y una imagen tan armoniosa. No creyó que fuese un ser terrestre común. Al verle de lejos, e incluso según se iba acercando, creyó que sería un hijo del Sol. Sólo así se explicaba que pudiese tener una piel y un pelo tan dorados. Hasta le fascinaron sus ojos color ámbar. Durante casi una hora se comunicaron mentalmente sin parar, pero la luz de las estrellas les indicó que se acercaba el alba y que ya era la hora de que regresasen a sus respectivos hogares. Él le contó cuál había sido su objetivo al salir a la mar y la decepción que se llevarían su hermana y sus amigos cuando supiesen que llegaba con las manos vacías. Y la sirenita quiso ayudarle a que no volviese de vacío, pero a la vez, que no hiciese daño a ningún pez. Le pidió que esperase unos minutos y enseguida volvió a la superficie con un paquetito de algas que contenía unas pocas ostras. Luego se despidieron prometiéndose volver a ver en la siguiente luna llena.

Erik, que nunca había probado las ostras ni las algas, no dio mucha importancia al regalo. Hubiese preferido unos arenques o cualquier otro pez. Pero agradecía que la sirenita le hubiese ayudado a regresar con aquel presente, que le había insistido en que sería mucho mejor para ambos. Y sentía que se podía confiar en ella plenamente.

Al día siguiente, cuando la madre de Erik vio el paquetito que  habían dejado en la ventana se llevó una gran sorpresa. Pero, no tan grande como la que tuvo cuando se dispuso a preparar una sopa con las algas y las ostras. Encontró dentro de dos de ellas las más bellas perlas que hubiese visto jamás. Como nunca había limpiado ostras, fue a enseñárselas a una vecina que sí sabía cómo prepararlas y le preguntó si sabía quién le había hecho aquel regalo para compartir, con quien fuese, la sorpresa de aquellas perlas tan perfectas y de tan gran valor.

Por todo el pueblo se corrió la voz de las maravillas que se había encontrado la madre de Erik. Y como había ofrecido darle una de las perlas a quien le hubiese hecho tal regalo, enseguida le salieron falsos filántropos que se adjudicaban el mérito. Así que Erik y Olaya tuvieron que decirle la verdad. Al oírles, la madre no sabía si alegrarse o si enfadarse. Pero decidió que lo mejor sería no regañarle, siempre que le prometiese no volver a salir a pescar mientras fuese un niño. Él no llegó a prometer nada, pero la tranquilizó al darle su palabra de que en aquellos días no volvería a salir a la mar.

Durante varios días los vecinos seguían sin parar al niño. Querían ser ellos los que encontrasen perlas tan preciadas. Como él  no volvió a salir a la mar, en cuatro semanas acabaron cansándose. Tanto Erick como sus amigos estaban hartos de que les siguiesen y no poder ir a la cueva del acantilado. Por ese motivo se alegraron de que les dejasen en paz. Aunque sólo Olaya sabía la historia de la sirena. Tanto a su madre como a los demás les dijo que había aprendido a bucear al ver que los peces no picaban. Y aunque todos lo intentaban juntos, rara vez encontraban algo más que alguna incomestible, pero bella, estrella de mar o algunos mejillones que cubría la marea.

Cada vez que había luna llena Erick volvía a salir a la mar y a reencontrarse con su pequeña sirenita azul. Casi siempre se revolvían las aguas y caía hacía atrás quedándose dormido antes de volver a verla. Eso le hacía pensar que quizás todo fuese un sueño. Pero al ver el paquetito de ostras y algas que invariablemente le dejaba en la barca comprendía que tenía que haber sido realidad.

A la madre de Erick le pagaban en Copenhague muy bien pagadas las preciosas perlas de las ostras. Pronto pudieron comprar una hermosa y amplia casita y los niños empezaron a ir al colegio en lugar de ser enseñados lentamente, en los ratos libres, por su madre. Los hombres de la aldea no dejaron de seguir sigilosos al niño, pues por más que lo intentaban no eran capaces de encontrar ni ostras, ni mucho menos perlas. Por lo que sucedió lo inevitable. En una ocasión unos pescadores vieron en plena noche a Erick con Blue. Se acercaron con sus arpones amenazando y gritando. Casi le revientan los tímpanos a la pobre sirenita. O peor aún, casi la ensartan con sus arpones. Afortunadamente, los familiares de la niña despertaron una tempestad terrible. En un rápido momento olas inmensas arrebataron a los pescadores de sus barcas destrozándolas y convirtiéndoles en comida para los tiburones. A la vez que los peces volaban despedidos por la gran fuerza del agua y el viento, pero protegiendo a Erick de la ira del océano. Inexplicablemente para los habitantes del pueblo su barca, tan sencilla y precaria, fue devuelta a la playa con él dormido entre un sinfín de arenques. Su madre y su hermana, para que no se les estropeasen, los repartieron entre los conocidos e idearon el conservarlos en salmuera para que no se pudriese tanta cantidad. Por todo el pueblo se rumoreó que había sucedido un milagro. Nadie volvió a seguir al niño, convencidos de que un ser supremo le había concedido aquellas dádivas.

Desgraciadamente para Erick nunca más volvió a ver a la sirenita azul. Pero no ha dejado de volver a hacerse a la mar cada luna llena. Espera que algún día vuelva a tener la suerte de volverla a ver aunque  se ha convertido en un hombre y ya no necesita sus regalos para sobrevivir.


 Mar Cueto Aller