Doce cuentos para trece meses por Manuel Ángel Ortiz


LA CASITA DE CHOCOLATE- VERSIÓN DE MANUEL ÁNGEL


Manuel Ángel era uno de los profesores más queridos entre los niños de la guardería Colorines. Después de una mañanita muy ajetreada, como cualquiera de ellas, pensó que la mejor manera de calmar a ese grupo de pequeños y dulces diablillos era atraer su atención mediante el juego. Pero esta vez pensó en otro tipo de diversión. Y se le ocurrió contarles un cuento. Pero no un cuento como ya habían oído otras veces, sino un cuento, esta vez, más original.

-          A ver, niños-, ¿queréis que os cuente un cuento muy chuli?
No había acabado de terminar la frase cuando todos los peques, al unísono, respondieron: ¡Sí, profe, sí!

De manera no muy original, Manuel Ángel comenzó su relato:

Érase una vez, en un lugar muy lejos, tan lejos como llegar hasta el cielo, vivían dos niños, así como vosotros, que se llamaban Patricia y David. Sus papás cuidaban de ellos todo el día porque eran pequeñitos aún. Los hermanitos jugaban casi siempre, pero también ayudaban a su mamá a hacer la comida y a su papá a arreglar cositas de la casa cuando se rompían. Su papá siempre les leía cuentos por la noche para que se durmieran antes. A veces se los inventaba. También su mamá les contaba historias de cuando era pequeña, como ellos. Los hermanitos querían que llegase pronto la noche para oír aquellos cuentos tan bonitos que les contaban sus papás. Y cuando los niños estaban dormiditos, mamá y papá les daban dos besitos de buenas noches a cada uno en sus caritas.

Una noche, papá les contó un cuento que se llamaba “La casita de chocolate”. Entonces, Patricia y David abrieron mucho mucho los ojitos y oídos para escucharlo.

Decían los abuelitos que, cruzando el mar, había un lugar donde las casas se hacían con chuches. Los ladrillos eran como las onzas de chocolate; las puertas, trozos de regaliz y las ventanas, cachitos de gominolas. Las mesas eran redondas, como las tartas, y las luces, pequeñas cerillas de caramelo. En invierno, cuando se encendía la estufa de chocolate, salía humo blanco, que era hilos de azúcar. Y se formaban nubes de mermelada de colores sobre el tejado de miel.

Patricia y David no pestañeaban. Era imposible abrir más los ojos. Querían saber dónde estaba esa casita para ir a verla. Mientras, papá seguía con el cuento. A la casa se llegaba por un camino de flores que nacían desde la orilla de la playa y se sumergían en el mar. Sólo se veía el camino cuando el mar se iba a dormir. Entonces aparecían piedras de colores brillantes. A los lados del camino había unos bancos de regaliz que cuando se sentaban los niños, se doblaban, como si fueran los columpios. Había flores que se comían porque estaban hechas de caramelo. El camino era tan blandito que se hundía cuando se pisaba porque era de chicle de fresa.

Papá seguía contando el cuento, pero vio que sus niños ya habían cerrado sus ojitos y dormían con una sonrisa en sus caritas. Mamá y papá les dieron el besito de buenas noches y también se fueron a dormir.

A la mañana siguiente, Patricia y David querían ir a la casita de chocolate. Habían soñado con comerse todas las chuches que encontraran allí. Tenían que decirles una mentirijilla a sus papás para que les dejaran jugar un rato más y así ellos iban a buscar la casita.
Los hermanitos andaban por la playa cogidos de la mano por si se perdían. Había que encontrar el camino que les llevara a la casita. Pero el mar no se había ido a dormir porque era de día. Por más que andaban, no veían el camino de chicle de fresa.

Una ola les saludó. Los hermanitos se miraron porque no veían a nadie. De repente, de la espuma salió una sirena que los llamó por sus nombres.

-          Me ha dicho un pajarito que queréis ir a la casita de chocolate- dijo la sirenita.
-          ¡Sí, sí!-respondieron. ¿Sabes dónde está?
-          Subid, que os llevo.

Los niños se montaron en la espalda de la sirenita y ésta los llevó a toda prisa surcando las olas hacia la casita de chocolate. Iban tan rápido que llegaron enseguida. La casita había surgido de dentro del mar, como por arte de magia. Efectivamente, era de chocolate por fuera y estaba adornada por toda clase de chuches: regaliz, gominolas, caramelos, nubes e hilos de azúcar. La sirenita se hizo amiga de los niños y se fue otra vez al mar. Pero antes les dijo que si querían volver a su casa con sus papás tenían que llamarla cantando los dos a la vez, así: ¡Si-re-ni-ta, si-re-ni-ta bo-ni-ta, ven a-quí cer-qui-ta!

Los hermanitos llamaron a la puerta antes de entrar porque sus papás les habían enseñado que debían hacerlo así. Aunque estaba un poquitín abierta, ésta se dobló un poco, ya que estaba hecha de palotes. Llamaron otra vez y como no contestó nadie, la empujaron y entraron despacito. Dentro de la casa todo estaba lleno de golosinas de colores: la mesa, las sillas, la cama, los muebles, las ventanas ¡y hasta el suelo! Todo se podía comer. ¡Y lo mejor de todo: no se gastaba! Si Patricia comía un regaliz, David comía dos. Y luego aparecían de nuevo. Se comieron cada uno una pata de la mesa y también apareció al momento. Probaron a comerse los cristales de las ventanas, que eran de chocolate, y nada más comérselos, estaba otra vez en su sitio. Después continuaron comiéndose las puertas de los armarios. ¡Estaba todo tan rico ..! Habían comido tantas golosinas que tenían sus tripitas llenas y estaban tan gorditos que parecían globos, cada hermanito de un color diferente. Sus pies eran también redondos de tanto comer dulce y en vez de andar, daban vueltas por el suelo como dos balones de fútbol. Así rodando llegaron hasta la cama grande de chocolate blanco. Tuvieron que botar para subirse a ella. Una vez tumbados boca arriba y con las tripas hinchadas, se quedaron dormiditos porque ya era la hora de la siesta.

Se despertaron porque tenían mucho calor y cuando abrieron sus ojitos vieron que estaban colgados del techo por unas tiras de regaliz. Debajo de sus pies había una cacerola grandota con agua muy caliente. Vieron que una mala bruja, que tenía un grano con un pelo muy afilado en la punta de la nariz y casi todos los dientes rotos, daba vueltas al agua con una cuchara de madera. La cuchara no se deshacía, por lo que no era de chuche.

Los dos hermanitos empezaron a decir a la mala bruja que se querían ir con sus papás, pero la mala bruja no les hacía caso y continuaba dando vueltas al agua. Los niños seguían gritando y moviéndose. De tanto moverse, y con esas tripas llenas de golosinas y tanto peso, se rompió la cuerda de regaliz. Patricia cayó y le dio en la cabeza a la mala bruja y David fue a dar contra el borde de la cacerola. Como eran redonditos como el balón de fútbol, rebotaban en el suelo y en las paredes como las pelotas de goma. Estuvieron así un buen rato mientras la bruja les daba en el culo con la punta de la escoba cuando iban por el aire. Una de las veces les quiso dar tan fuerte que falló y David chocó contra un diente de los dos que tenía la bruja y Patricia contra el pelo afilado de su nariz. Lo que pasó es que se desinflaron y los dos salieron por el hueco de la chimenea, uno detrás de otro. 

Cayeron encima de un árbol de chicle de plátano y luego al suelo de esponja de mandarina. No se hicieron apenas daño pero tampoco les importaba mucho estar un poco malitos porque lo que querían era volver con sus papás.

Empezaron a correr por el camino de flores de colores pero se perdieron en el bosque infantil. Todos los columpios estaban ya dormidos y como no querían despertarlos siguieron corriendo, agarrados de la mano, por otro camino de flores. Iban tan rápido por si les cogía la bruja, que no querían entrar ya en ninguna de las casitas de chocolate que encontraban. Como ya era de noche y no sabían volver a la playa para ir a casa de sus papás, se acordaron de su amiga la sirenita y de lo que les había dicho. Aunque tenían un poquitín de miedo, cantaron muy bajito: “¡Si-re-ni-ta, si-re-ni-ta bo-ni-ta, ven a-quí cer-qui-ta!”. La sirenita los oyó y bajó en un segundito de la nube en que estaba. Los montó, esta vez, en la cola y cruzó las olas tan rápido como pudo para dejar a los niños en la playa. Les dijo que fueran buenos y les tiró un besito mientras movía la colita.
Patricia y David corrieron a su casa para llegar muy pronto y que sus papás no los regañaran por haber llegado tan tarde.

Mamá estaba haciendo la cena y papá a ayudaba a poner la mesa. Cuando los vieron, se lanzaron a darles besitos. Sus papás también se los dieron y los abrazaron muy fuerte pero los regañaron por haberles contado una mentira de las gordas porque les habían dicho que si les dejaban un rato más para jugar y en su lugar se fueron a buscar la casita de chocolate. Los niños les pidieron perdón y dijeron que no iban a hacerlo nunca más.


Cuando acabó el profesor de contarles el cuento, los niños aplaudieron, rompieron su silencio y fueron corriendo a decirle a su profe que, a veces, habían contado una mentirijilla a sus papás y también a él. Pero que ya no lo iban a hacer más.