Doce cuentos para trece meses por Manuel Ángel Ortiz Martínez


TUTANKAMÓN Y EL SARCÓFAGO DE ORO


Manuel Ángel es, sin duda, uno de los mayores egiptólogos de todos los tiempos. No obstante, me atrevería a decir que el mejor. No lo digo por ser su biógrafo autorizado, sino por su devenir en el mundo de la investigación. Y ya va siendo hora de dejarnos de tantos complejos y buscar fuera lo que tenemos dentro. Por consiguiente, alabo el saber hacer de un español tan extraordinario como él, el maestro. Su asombroso currículum y el sinfín de conferencias y seminarios que imparte por todo el mundo le confieren el distintivo de “El maestro”. Las más prestigiosas universidades de todos los continentes se disputan su presencia. No es de extrañar. Sus exposiciones no dejan indiferente a nadie: la exactitud de sus relatos, los datos precisos que confirman sus tesis y la prolijidad de sus publicaciones hacen de él un personaje digno de admiración. Su innata empatía le confiere, adicionalmente, una aureola de magia y fascinación.

El ambiente en que Manuel Ángel nació y vivió no pudo ser  más idóneo para su futuro. Hijo de un exitoso catedrático de egiptología en la afamada universidad de El Cairo y de una diplomática en varios países de Europa y América, no deja la menor duda o resquicio posible a su acertado entorno. Podría pensarse que toda su infancia hubiera sido idílica, pero no fue así del todo. Los continuos traslados de destino de su madre le obligaban a cambiar constantemente de colegio, de amigos y de país. Pero como todo en la vida depende de la actitud con que se afronten los hechos, la parte positiva sería su amplio conocimiento de distintas culturas e idiomas. No en vano, pese a su origen español, Manuel Ángel dominaba varias lenguas, hasta el punto de que se podía pensar que era nativo de cada una de ellas si no fuera por sus rasgos europeos.

Los acontecimientos actuales en relación con las excavaciones arqueológicas en el Valle de los Reyes habían supuesto un reto para él. Ya desde hacía algún tiempo se sospechaba de la existencia de una cámara secreta en la pirámide de Keops. Este hecho se había confirmado mediante los últimos adelantos técnicos en geolocalización, cámaras térmicas y espectros de rayos X. Pero este hallazgo estaba aún en pañales y a tal fin las autoridades egipcias, a través de su Ministerio de Asuntos Exteriores, se habían puesto en contacto con el gobierno español para ofrecer a Manuel Ángel la dirección de obra del proyecto. No era un trabajo menor, pues la coordinación de los diferentes actores requería de precisión para llevar a buen puerto este cometido. Realmente era un trabajo apasionante y como tal, aceptó.

Estos comenzaron sin mayor dilación. El grupo de trabajo se había conformado a los pocos días y las excavaciones empezaron en el tiempo previsto. A medida que el yacimiento mostraba más y más restos del Antiguo Egipto, la moral de los componentes del grupo aumentaba exponencialmente. No obstante, había que ir despacio y con un cuidado exquisito para no dañar cada resto arqueológico.
Arena y más arena. Nada más. Las dunas cambiaban de ubicación a cada instante por acción del viento del desierto. Aunque algo alejada de la pirámide de Keops, en dirección sur, la tienda de campaña servía como base de operaciones.

Prestos a terminar la agotadora jornada bajo el sol abrasador, los equipos electrónicos mostraron unos valores anormales en los índices de pureza del oxígeno en una de las cámaras funerarias de la pared norte de la pirámide. Ya Manuel Ángel tenía fundadas sospechas de la existencia de una cámara secreta, pero no precisamente en esa pared. También se detectaban altos niveles de oro y de otros metales preciosos. Los instrumentos no dejaban de emitir pitidos ante tales valores fuera de rango. Se hacían las comprobaciones y calibraciones oportunas de los dispositivos, pero volvían a repetirse los mismos datos inusuales. Los resultados de ultrasonido confirmaban la existencia de un cuerpo sólido, de grandes dimensiones y de forma rectangular. Las cámaras infrarrojas y térmicas confirmaban, asimismo, los resultados.

El día estaba acabando. Manuel Ángel ordenó a sus hombres retirarse a descansar para proseguir con la inspección y la toma de datos a la mañana siguiente. No obstante, era tal su excitación ante el tremendo hallazgo, que no podía conciliar el sueño. Sigilosamente, y con el fin de no despertar a su equipo, se dirigió hacia la pirámide. No fue en absoluto complicado volver al punto de partida, pues la luna iluminaba todo el cielo y la luz que proyectaba como reflejo de los rayos solares no dejaba un palmo de arena sin bañar por el resplandor. Una vez estuvo frente a la zona precisa de la cara norte de la pirámide, empezó a observar ésta. No hubo pasado mucho tiempo cuando encontró a unos pocos centímetros a su derecha, a la altura de sus ojos, un ligero promontorio que le llamó la atención. Era del todo inusual por su forma. Lo presionó fuertemente con el índice y un ruido le llamó la atención. Era como si se hubiese activado algún mecanismo mecánico. Su sorpresa fue mayúscula cuando, acto seguido, la losa que no dejaba de mirar, empezó a desplazarse horizontalmente. El movimiento era lento pero seguro. Este corrimiento dejó al descubierto una entrada a lo que parecía ser una cámara mortuoria.

La posición de la Luna y su alineación con la losa corredera formaba el ángulo preciso para iluminar toda la estancia sin necesidad de luz extra. Manuel Ángel no daba crédito a lo que tenía ante sus ojos: paredes bellamente decoradas con escenas cotidianas de la vida egipcia, según la jerarquía de clases y dibujadas entre cenefas, y en el techo la representación de sus principales dioses: Amón, Anubis, Apis, Isis, Horus, Osiris y, por encima de todos, el gran dios Ra. En el centro de la sala una única mesa, exquisitamente ornamentada, y encima de ella un sarcófago, terminaban por decorar la estancia.
La belleza del sarcófago no tenía parangón. Manuel Ángel no podía dejar de admirarlo, absorto y mudo ante tanta grandiosidad. Realmente era hermoso. Todo él era de oro macizo y estaba salpicado en su contorno por incrustaciones de piedras preciosas de distintos colores que formaban un mosaico fascinante bajo la luz de la luna. Se acercó a observar más de cerca el rostro y su vaho, al reaccionar con el polvo del bajorrelieve, produjo una reacción química que provocó la salida de un halo de humo de la boca de aquella exquisita máscara funeraria. Esa película de humo ascendía a la vez que se ensanchaba hasta dar forma holográfica a un cuerpo majestuoso. Una voz habló de tal suerte:
-¡Oh, tú, mortal de entre los mortales, hijo de la tierra; tú has sido capaz de romper el yugo que me atenazaba en mi muerte corporal! He dejado de pertenecer al inframundo para pasar al mundo de los vivos. ¡Soy el espíritu de Tutankamón, rey de reyes, rey del Alto y Bajo Egipto y faraón de faraones! Como agradecimiento por mi liberación del mundo de los muertos y por el poder que me otorgan mis dioses, especialmente el gran dios Ra, te concedo tres deseos. ¡Tres deseos!

Manuel Ángel estaba estupefacto ante tal revelación. No daba crédito a lo que veía y oía. Pero no era momento de perder tan extraordinaria oportunidad y empezó con el primero:

- Quiero que desaparezca la corrupción en el mundo – dijo sin mucha convicción.

Bien. Para ello necesito reconfigurar el código genético de la humanidad, porque no creas, Manuel Ángel, que la corrupción afecta a un determinado partido político, a una clase social determinada, a una raza o a una determinada época. La corrupción es inherente al propio ser humano. ¡A ver si vas a creer que entre mis sacerdotes y esclavos no había corruptos! Vuestras bases de datos están corruptas y los controladores de los aminoácidos, descatalogados. He de poner todo en cuarentena. También he de reconstruir las dobles hélices de ADN por la multitud de datos fragmentados. Además, debo actualizar la estructura celular y eliminar todos los virus y troyanos alojados en el núcleo, además de hacer desaparecer los espías de las mitocondrias. Es un trabajo que me llevará un poco de tiempo pero lo puedo hacer. ¡Concedido!

Manuel Ángel no entendía cómo un espíritu, cuyo cuerpo murió hace más de tres mil años, pudiera tener tantos conocimientos de genética e informática. Pero al fin y al cabo era un genio y contaba, además, con el apoyo de Ra. Tampoco era de extrañar.

- Mi segundo deseo es poder viajar tanto al pasado como al futuro- afirmó. Quiero ver el origen del universo, el Big Bang, adentrarme en los agujeros negros, estudiar los agujeros de gusano y superar la velocidad de la luz. Comprobar la veracidad de las ondas gravitacionales.

-De acuerdo- respondió el espíritu. Primero he de ajustar vuestras sinapsis. Tenéis un caos absoluto y por eso no desarrolláis más coeficiente intelectual. Tal vez el alumno más aventajado haya sido Einstein, pero se queda en pañales frente a todo lo que tenéis que aprender. Una vez reconducidos vuestros circuitos de pensamiento, debo habilitar la conexión del bulbo raquídeo con el hipotálamo mediante la técnica del láser efímero. También debo formatear vuestras neuronas especulares y su núcleo. Es toda una maraña de conexiones eléctricas mal configuradas que, ante tal desastre, es imposible que su regeneración produzca resultados óptimos. Por tanto, debo erradicar todos los impulsos eléctricos defectuosos producidos por tanta descoordinación. Una vez recolocadas las conexiones, las sinapsis serán las apropiadas para vuestro desarrollo cerebral. Todas estas actuaciones producirán un cambio absoluto en vuestra manera de pensar. Lo que hasta ahora conocéis como matemáticas superiores (integrales volumétricas y ecuaciones diferenciales de grado n) pasarán a ser un juego de niños. Asimismo, descubriréis más partículas subatómicas que os darán la clave para regenerar proteínas y, por tanto, podréis manipular el genoma a un estado evolutivo superior. Dominaréis tanto la técnica genética, la astrofísica y la filosofía, que conseguiréis fundiros con otras partículas del universo para descubrir el origen del cosmos y de ahí viajar como una partícula subatómica más a los confines del espacio. El término infinito será de uso común y comprensible para toda la humanidad. Y así sucesivamente… Y ahora ya puedes pedir el tercer y último deseo.

-Como quieras, espíritu. Dado que tengo miedo a volar, y con el fin de poder desplazarme a las conferencias que imparto en América, quisiera una autopista desde Madrid hasta cada una de las capitales americanas para viajar en mi coche sin peligro.

El espíritu empezó a dar vueltas sobre sí mismo, como poseído, y respondió: He echado cuentas de todos los miles de millones de metros cúbicos de tierra que hay que mover para incrustar los pilares que soporten la autopista sobre el Atlántico, la cantidad inconmensurable de toda clase de tornillería para sujeción, los millones de cables de suspensión, más la mano de obra (ni siquiera todos los esclavos que construyeron las pirámides, y sus respectivas generaciones hasta ocho, serían capaces de una obra semejante) y no me salen las cuentas. Además, ni siquiera extrayendo todas las reservas de petróleo del mundo bastarían para asfaltar la autopista. Habría que sumar las luminarias, además de otro material, sin contar la amortización del proyecto y todos los gastos financieros asociados al mismo…  ¡No puedo, Manuel Ángel, es imposible!- exclamó el espíritu muy avergonzado. Te lo cambio por otro deseo. ¡Pídeme otro deseo!- afirmó tajantemente para ocultar su fracaso.

Manuel Ángel se quedó perplejo y hasta cierto punto molesto, pues no podría aprovechar sus conferencias en América para compartir con sus amistades en ese continente. Pensó en algo más fácil y respondió sin ningún género de duda: ¡Quiero entender a las mujeres! A lo que el espíritu respondió inmediatamente: - ¿De cuántos carriles quieres la autopista?


MORALEJA: A la mujer hay que amarla y aceptarla, sin preguntas. Ya Dios dijo: “Es bueno que el hombre esté con la mujer”, ¡pero en ningún momento mencionó que el hombre debiera entenderla!