Doce cuentos para treces meses por Luis Parreño Gutierrez
AL LADIN Y EL COFRECILLO
Aunque no lo parezca, tengo más
de dos mil quinientos años. Actualmente trabajo como operador informático por
libre, pues durante mi dilatada existencia he sido de todo y he aprendido de
casi todo.
Mi historia empezó un lejano día
en que me encontraba tranquilamente recolectando verduras de la huerta de mi
propiedad. Por aquel entonces era joven, idealista y soltero. Ninguna mujer
había venido a perturbar aún mi
existencia.
Pero siempre hay una primera vez
y la mía fue como sigue. Mientras trabajaba, ya digo, alguien me llamó por mi
nombre y requirió mi atención. Era una joven y hermosa muchacha que hablaba con
un acento extraño. Sus ropas eran extravagantes para mi gusto, pero era tan
bella que mi atención se centró totalmente en ella.
Me preguntó por un determinado
lugar que yo, por haber nacido en la zona, conocía perfectamente y me brindé a
acompañarla.
Comenzamos a caminar hacia el
lugar citado, unas peñas con extraña forma que en la aldea llamábamos la “Roca
de Al Ladín” y en cuyo entorno se encontraba una gruta que servía como refugio
cuando algún pueblo extranjero nos intentaba invadir.
Durante el camino, mi bella
compañera me contó que iba en busca de dicha gruta porque su padre le había
dicho que allí había un tesoro escondido, fruto de las rapiñas de unos ladrones
que utilizaban la gruta para esconderlo.
Por lo visto, dichos ladrones
habían ido muriendo o desapareciendo y uno de ellos contó a su padre antes de
morir lo del tesoro. Pero como el padre de la muchacha era un pobre ciego, le
encargó su búsqueda.
En esas estábamos cuando llegamos
al paraje donde estaba la gruta y penetramos en ella. Como se veía poco,
encendí una improvisada antorcha para alumbrarnos y comenzamos a descender por
una pequeña pendiente. Llegados a un punto, la cueva terminaba en una piedra
totalmente lisa que impedía el paso.
La muchacha sacó de su bolsa de
viaje un pequeño artefacto que no identifiqué con nada conocido, pero que
emitió un pequeño ruido y parece que activó un secreto mecanismo que deslizó la
piedra a un lado, dejando a la vista un lóbrego interior. Pero al irse alumbrando dicho interior pude
ver la cantidad de joyas y piezas de incalculable valor que había acumuladas y
perdí la
presencia de ánimo quedando totalmente embobado.
Pretextando una torcedura en su pie, la muchacha me pidió que entrase
en la cámara y que tan solo cogiese un cofrecito
que había encima de un pedestal de oro macizo, advirtiéndome muy seria que no
se me ocurriera tocar nada más. Yo, en mi ignorancia le hice caso. Entré en la
gruta, recogí el cofrecito y casi sin darme tiempo a salir la piedra comenzó a
cerrarse con lo cual me asusté tanto que salté precipitadamente fuera,
olvidándome de la antorcha y de todo lo que no fuera salir de esa lóbrega
cámara.
Una vez en la parte anterior de
la gruta quedamos a oscuras, yo con la cajita en la mano y la joven tumbada en
el suelo, dolorida por su torcedura. Traté de palpar el entorno y localizar dónde
estaba ella, cuando escuché una horrible risa, como salida de la boca del
infierno, al tiempo que un fuerte golpe me dejó sin sentido y quedé tumbado en
aquel oscuro espacio. Al despertarme me di cuenta de dos cosas: que estaba
dolorido y que no tenía el cofre. De lo que no me percaté hasta salir totalmente
al exterior era de que la muchacha había
desaparecido al igual que el cofre, dejándome solo.
Inocente de mí, volví a
preparar una antorcha y descendí de
nuevo hasta la gruta, buscando a la muchacha. Cansado de llamarla y caminar por
la cueva, me senté en una roca y al posar la antorcha para poder secarme el
sudor, vi un objeto que me resultaba familiar. Lo tomé y comprobé que era el
que había utilizado para desplazar la piedra. Manoseándolo con cuidado llegué a
conseguir que, de nuevo, la piedra se abriera y penetré en la cámara del tesoro.
Lo primero que hice fue buscar
algo donde apoyar la antorcha y a tal fin encontré una lámpara de las de aceite
que tomé en mis manos apresuradamente y al hacerlo la rocé.
Lo que sucedió a continuación
entra dentro de lo que la gente llamaba magia. Un enorme ruido, seguido de la
aparición de un ser mitad corpóreo y mitad gaseoso me hizo soltar la lámpara y
acto seguido, con una voz de ultratumba me habló.
Al principio pensé que no lo
entendía porque estaba muy aturrullado por su aparición, pero luego me di
cuenta de que hablaba en un idioma
totalmente extraño para mí. Pasados los primeros momentos de estupor, el genio,
pues de un genio debía tratarse, se fijó en mí y me habló en mi idioma.
Me preguntó quién era, que hacía
allí y cómo había conseguido librar su esencia del interior de la lámpara. Yo
le contesté que había intentado limpiar su superficie y al momento había salido
él, dándome un gran susto.
Le conté lo que me había
acontecido y me dijo que todo ello me
estaba bien empleado por inocente. Que había muchas preguntas que no formulé a
la muchacha y que dudaba de que fuera una muchacha, más bien un trasunto de
algo peor, un súcubo o un brujo nómada.
Una vez aclarado esto, el genio
me dijo que podía concederme dos deseos, que los meditase bien y que se los
pidiera, pero que no tardara mucho porque quería volver a ver la luz del día lo
antes posible.
A pesar de que la roca había
vuelto a cerrarse sin que yo manipulara el mecanismo, no me preocupé en extremo
porque supuse que también podría abrirse desde dentro. Le pedí dos cosas: No envejecer hasta encontrar al ser que me había
engañado y que me revelara el contenido del cofrecito que se llevó, pues debía
ser muy valioso para haber actuado de
forma tan artera.
Y he aquí la sorpresa: Cuando el
genio dijo “sea” también dijo que él tenía
interés en saber lo del cofre y que si no me importaba podíamos ir juntos en su búsqueda, a lo que algo atemorizado
accedí.
Relatar las mil vicisitudes que
llevamos vividas los dos durante estos más de dos mil quinientos años de
andaduras ocuparían una gran biblioteca informática difícil de almacenar.
Baste saber que ayer, al final
dimos con el cofrecito en una caja de seguridad de un banco en un lugar llamado
Suiza y que estoy intentando acceder al sistema de gestión del banco para poder
localizar a la dueña, ya que la magia de
mi compañero no siempre resulta eficaz.
La dueña del cofrecito, según la
base de datos del banco que incluye una fotografía, es una joven bien parecida cuyo rostro
recuerda vagamente al de aquella otra a la que ayudé tiempo ha, vestida con
ropas que si alguna vez me parecieron extrañas, al correr de los tiempos he
visto que pertenecen al momento actual, lo que me hace preguntarme una vez más
quién es y qué contiene la dichosa caja.
Lo único que sabemos es que todos
los años, en la fecha de mañana se presenta en el banco, pide que le abran su
caja de seguridad, se encierra con ella en un pequeño habitáculo y tarda sólo
un momento en salir y devolver la caja de seguridad a su alojamiento. Y allí
pretendemos estar el genio y un servidor.
A lo mejor es la caja de Pandora,
quien sabe. A lo mejor es la Piedra Filosofal. Lo único que sabemos a día de
hoy es que ella sigue viva y que han transcurrido los mismos años para ella que
para nosotros.
Quizás ya esté comenzando a
envejecer y me quede poca vida, debido a mi primera petición al genio, no sé.
Pero no tengo temor alguno a morir porque entre las cosas que me ha contado el
genio, hay una que nunca sospechará el género humano y es que de alguna manera
somos inmortales.
Existe un lugar, si es que así
puede llamarse, donde todos vivimos eternamente. Solo os daré una pista y luego
volveré a mi quehacer para tratar de ver el contenido del cofrecito y si puedo,
hablar con su dueña. Todos somos inmortales, como la Roca de Al Ladín, a través
de las letras… Es la única verdad.
Luis Parreño Gutiérrez