Doce cuentos para treces meses por Mª Evelia San Juan Aguado
ALADINO
MORALA
Nació un 2 de octubre,
festividad de los ángeles custodios. Su madre, feliz con su llegada, pudo
cumplir un sueño que la acompañaba desde niña, cuando su padrino le regaló por
su décimo cumpleaños un hermoso libro de cuentos ilustrados, el cual leía feliz
una y otra vez, mientras desayunaba leche con galletas y Cola cao. La historia
de Aladino y la lámpara maravillosa era su favorita, cientos de veces la había
leído y se había determinado a poner este nombre al primer hijo que tuviera.
El bebé mostraba en el
centro de su pequeña espalda una mancha oscura, ovalada, de unos 4 centímetros
de largo, pero ella no le dio ninguna importancia, ¡era tan lindo! Además, no
hacía otra cosa sino dormir y tomar con regularidad sus biberones de Pelargón,
pues por alguna extraña razón no le había aceptado el pecho.
Su crecimiento fue más
rápido de lo habitual, incluída la mancha de la espalda, que se expandía y
abultaba, lo que motivó muchas consultas médicas infructuosas, pues los
doctores se manifestaban muy extrañados y no atinaban a encontrarle una
explicación. Una eminencia que lo exploró concienzudamente, ante el primer caso
que se le presentaba en sus 30 años de experiencia profesional, prometió
estudiarlo a fondo y al cabo de algún tiempo les explicó por carta que con toda
probabilidad se trataba de una mutación
genética tan excepcional que solamente podía ocurrir una vez en quinientos años
o más. Con el tiempo, el niño iba a desarrollar un gran par de alas. Ante esta
revelación la madre recordó al momento que estando embarazada de unos 5 meses,
una noche de junio, hacia las 4 de la madrugada, había sentido unas
irresistibles ansias de comer alitas de pollo, pero viviendo como vivían en un
pequeño pueblo era imposible conseguirlas. Además, ella misma había considerado
un capricho tonto este deseo y se había tranquilizado. El eminente pediatra que
le diagnosticó se ofreció a consultarle gratis durante toda su infancia, pero
los padres no podían comprometerse a costear los viajes desde su apartado
villorrio boscoso, por lo que hubieron de declinar la oferta. Ahora que ya
sabían lo que le ocurría a su pequeño Aladino se juramentaron para mantenerlo
lo más apartado posible de miradas curiosas e indiscretas y procurarle una vida
normal. Así su existencia transcurría dentro del más absoluto desconocimiento
público. Daba la impresión de ser mayor de lo que decía su edad cronológica.
Durante la etapa escolar
–abruptamente interrumpida- vivió muy aislado, pues, aunque su madre intentaba
camuflar la excrecencia de la espalda con ropas amplias y chaquetones
acolchados, amén de una bolsa dotada con correas para llevarla colgada de los
hombros, que ella misma le confeccionó con tela gruesa de tapicería, claro
precedente de la actual moda de estos receptáculos entre la totalidad de la población,
fue inevitable que los condiscípulos descubrieran pronto la singularidad y le
motejaran para siempre como “El jorobado”, apelativo que se hizo extensivo a
sus padres. Además, tenía la rara manía de no probar la carne, sólo se
alimentaba de vegetales y huevos. Tampoco aceptaba dulces ni mantequilla.
Tomaba, eso sí, grandes vasos de una bebida energética que le preparaban en
casa a base de plantas recogidas al amanecer en el bosque cercano y maceradas
en jugos desconocidos.
Se pasaba los recreos leyendo algún libro
sobre ciencia-ficción procedente de la biblioteca escolar, o dando vueltas como
un sonámbulo en torno a la cerca de
malla metálica de unos cinco metros de altura que bordeaba el patio del
colegio. Era buen estudiante, atento a las explicaciones de la maestra y
cumplidor de los deberes. Sentía devoción secreta por su madre, viuda desde que
él tenía seis años: su padre, leñador, había sido alcanzado por un enorme
castaño cuando lo estaba talando por encargo de un convecino; pero no era ni
muy expresivo ni muy afectivo. Procuraba ayudarla con los encargos, repartiendo
las prendas que ella confeccionaba o arreglaba y comprando lo imprescindible en
la pequeña tienda del pueblo. También en casa dedicaba grandes ratos a la
lectura de los libros que le prestaban en la escuela.
A lo largo de su infancia
sufrió regularmente dos períodos de crecimiento anuales que le obligaban a
permanecer en cama en torno a quince días, con fuertes dolores y malestar
continuo, de los que salía cada vez más alto y con el bulto de la espalda
semejante a una gran crisálida que mientras se desarrollaba adelgazaba en su
envoltura y se hacía translúcida, lo que permitía –en cierto modo- evidenciar
el aspecto de las alas. A los doce años ya mostraba complexión y aspecto
adultos.
Un día de primavera, con
el sol esplendoroso y el cielo de un azul verdoso, mientras todos los escolares
estaban jugando en el recreo, Aladino se subió a la parte superior de una de
las cestas de baloncesto, se irguió con la vista puesta en el monte cercano,
gritó con fuerza un “Adiós, ignorantes” y desplegando unas enormes alas
brillantes se alejó majestuoso. Niños y adultos lo vieron atónitos perderse
tras haber coronado el monte. En el suelo del patio quedó la eterna mochila, en
cuyo interior sólo se encontró una carta dirigida a su madre.
Mª Evelia San Juan Aguado