"EL PROGRESO" por Luis Parreño Gutiérrez


¿NOS APORTA ALGO EL PROGRESO?

Ayer pasé por delante de una de esas tiendas modernas que venden el café en cápsulas y me pregunté si no estaría perdiendo la capacidad de oler, pues no había olor alguno a café que detectase mi nariz.

Seguí caminando por la calle y me detuve en el escaparate de una tienda de electrodomésticos y contemplé junto a nuevos tostadores, batidoras, cafeteras y televisores una foto que me hizo pensar en el pasado. La foto era un póster de tamaño medio que mostraba un gran molinillo de café accionado a mano, con una gran rueda y un hombre sonriente manejándola.

Seguí caminando y me pregunté qué habría sido de otro molinillo manual que había en mi casa y que mis padres compraron con gran esfuerzo para moler café y achicoria para luego hacer café “de pucherete”.

Y todo ello me llevó a rememorar un tiempo en el que el mundo era de otra manera.

Las casas eran más sencillas, incómodas, hacinadas en barrios humildes en los que se vivía casi gremialmente. Mi barrio era una mezcla de obreros de la construcción, reciclados de las labores del campo, temporeros que ganaban el pan con dificultad, gentes poco arregladas pero limpias, que salían de sus casas orgullosas y con la mirada iluminada.

En mi calle, en invierno el frío no impedía que un montón de chavales jugaran a las canicas, al rulete (chapas), a la lima (una sucesión de cuadros en los que se clavaba un objeto punzante), a la talita, (un palo o cirio afilado por ambas partes al que se golpeaba en el aire con una tabla más ancha ), e incluso algunos tenían la suerte de que alguien les hubiera regalado una pelota (no un balón de reglamento ) y se jugaban interminables partidos de fútbol hasta que nuestras madres nos llamaban para entrar en casa.

En ninguna casa había televisión, y en las más agraciadas había un aparato de radio, que tenía un tiempo de espera en el encendido hasta que se calentaban las lámparas interiores y se comenzaba a oír la voz de los locutores habituales.

Si hacía falta algo con urgencia, se iba a la tienda del barrio y te lo apuntaban hasta el mes siguiente. Si te faltaba sal, aceite o arroz, siempre podías recurrir a llamar a la puerta de al lado y pedirlo prestado, ya que aunque pobres, éramos solidarios. Si salías o entrabas, siempre había algún vecino que te saludaba y todos, absolutamente todos nos conocíamos, pues éramos del barrio.

Siempre hubo tertulias en la barbería, siempre hubo conversaciones entre vecinos y en verano se vivía en la calle en cuanto el sol nos dejaba de asfixiar, tras regarla a cubos, sacando sillas y banquetas, comunicándonos unos con otros, casi viviendo de puertas afuera, sin mucha privacidad. Se oían todos los gritos y regañinas de una casa a otra.

Ante todo, existía una gran comunicación, derivada de un enorme control social ejercido por el vecindario, que era implacable a la hora de criticar y poner de vuelta y media a quienes se salían de lo considerado normal.

Pero, como todas las cosas, aquello fue desapareciendo. Nos hicimos mayores, marchamos del barrio a otro más urbanizado, crecimos en nuevos ambientes, nos mudamos a vivir a un edificio con muchas más comodidades, con portero y portería y ascensor y trastero y nos fuimos encerrando en un lugar llamado piso que nos fue moldeando la vida sin que nos diéramos cuenta.


Nos pusimos a trabajar. Nos casamos y nos mudamos nuevamente a otro barrio. Nuestros hijos ya no salieron a la calle con tanta facilidad. Les llenamos el tiempo de actividades extraescolares pretextando que queríamos para ellos una educación mejor que la que nosotros recibimos, cuando en realidad lo que queríamos era tenerlos ocupados para que no nos molestaran.

Dejamos de jugar a juegos reunidos en familia para sentarnos, hastiados y cansinos, frente a un televisor cada vez más moderno, con más color, con una pantalla más grande, con una programación más amplia, más artificial y artificioso, más vacío, más impersonal. Una ventana a la que asomarnos en el patio comunal de la desinformación, de la calumnia, de la mentira pagada, de nuestra propia deshonestidad reflejada en tantos programas de cotilleo, ofensivos al gusto y a la vista.

Incluso nos atrevemos a participar por medio del teléfono y a expresar nuestras opiniones porque nosotros también tenemos derecho a hacerlo.

Hemos ido perdiendo detalles insignificantes a tal velocidad que no sabemos distinguir si la realidad es ficción o viceversa.

Hemos perdido las cartas de amor, las llamadas a la novia desde el servicio militar, la espera angustiosa de una conferencia con los familiares lejanos para saber simplemente si se encontraban bien, los juegos de equipo en casa, y tantas y tantas cosas, para encontrarnos sentados ante una pantalla, tecleando mensajes cortos, vacíos y sin sentido, y prefiriendo eso a una buena conversación cara a cara ante un café, o un simple paseo por el barrio con los nuevos vecinos. Hemos perdido parte de nuestra esencia y eso para mí es doloroso.

Es extraño ver cómo vamos cambiando pequeñas cosas por cosas cada vez más pequeñas, que no ocupen lugar, que se puedan llevar fácilmente con nosotros, que sean de uso exclusivo personal y que nos mantengan “vivos e informados” para sentir que somos alguien. Realmente somos muy poca cosa, cada vez menos.

Ya no nos asusta la violencia, porque entra en nuestras casas sin pedir permiso y se instala en lo cotidiano. No tendemos la mano a quien nos la solicita por miedo a que nos hagan algo. No saludamos al vecino de la puerta de al lado, porque ni lo conocemos ni nos interesa conocerlo. A saber de dónde vendrá y qué costumbres tendrá.

Hemos perdido la cortesía, el ceder el paso a las señoras, ayudar a quien lleva una pesada carga o tiene más edad que nosotros, ceder el asiento en los transportes públicos, escuchar con atención a quien se dirige a nosotros; en fin, todo aquello que de pequeños nos inculcaron nuestros mayores y que nosotros hemos olvidado inculcar a nuestros hijos pretextando que educar es la función de la escuela y que para eso pagamos unos impuestos.

Sí señor, hemos evolucionado al ritmo que la sociedad nos ha impuesto. Hemos pasado del molinillo de café del colmado de la esquina al café encapsulado anunciado por estrellas del cine actual. De las sesiones de entretenimiento ante un viejo aparato de radio, de comentar los sucesos cotidianos, de alarmarnos por las noticias más o menos violentas, por las guerras que siempre han existido, hemos evolucionado a la sobresaturación de información inservible, del conocimiento inútil de tantas y tantas cosas que apenas si somos capaces de comentarlas con alguien. A este paso vamos a perder la capacidad de comunicarnos con nuestros seres más queridos, pues con el resto hace mucho que la hemos perdido.

En mi caminar por la calle, he llegado a una zona de juegos infantiles y he visto a los niños subidos a columpios modernos, a toboganes, a cachivaches diversos. Los he visto saltar, correr, jugar, sí, pero no los he visto con la alegría de poder disfrutar de todo cuanto la sociedad les ha ido regalando porque siempre lo han tenido y no lo valoran.

En mi subconsciente echo de menos aquellas calles mal asfaltadas, aquel barrio obrero donde se gestaron mis primeros sueños, aquellos vecinos y vecinas más o menos simpáticos y cariñosos que se enfadaban cuando cometíamos una travesura y me he repetido las mismas preguntas que vienen martillando en mi cabeza desde hace ya mucho tiempo: ¿Somos más felices ahora que antes? ¿Tenemos lo que realmente nos merecemos? ¿No habremos perdido algo por el camino...?.

Vigo, 5 de Octubre de 2011
LUIS PARREÑO GUTIÉRREZ