El viento del desierto por Ana Alonso Cabrera
EL VIENTO DEL DESIERTO
Mintana llegó corriendo
levantando tras ella una estela flotante del polvo del camino. El sol,
abrasador, lucía en un cielo azul, luminoso, sin una nube. Por eso, sorprendió
a todo el mundo cuando entró en la jaima y comenzó a recoger las mantas y la
ropa en un rincón.
- El siroco, madre…- dijo
cantarina- lo deja todo perdido y luego tenemos que trabajar el doble.
Aisha, la madre, miró de reojo a
Mintana y una sonrisa apareció, sin querer, en su rostro envejecido por el sol,
la tristeza y el viento del desierto. Acertó a decir “tapa bien el agua”
mientras Mintana se afanaba en el interior de… ¿qué era aquello? ¿la casa? ¿la
habitación principal?... Sin querer su hartazgo se traslució en su gesto. Veintiocho
años llevaba viviendo en la
Hammada , sin más horizontes que aquel horizonte infinito del
desierto que se extendía desde el umbral de aquella construcción de adobe. Allí
nacieron Mintana, Said y el pequeño Omar, que tiene la edad que ella tenía
cuando abandonaron su tierra, cuando su padre murió en una emboscada al Frente
Polisario cerca de la frontera argelina, la edad en que no se debería ver la
muerte tan cerca, ni tan cruel.
- No pienses en ello Aisha, no
merece la pena. La voz quebrada de Fatumetu le llegó como una caricia, vieja,
antigua y conocida. Aisha se giró y acostumbró su vista a la penumbra de la
jaima para mirar a su madre. Casi no recuerda a la Fatumetu que le enseñó a
leer y a luchar, quien en las eternas y frías noches del invierno, le contaba
sus correrías en Dakhla, de niña, intentando con tenacidad embarcarse en el
pequeño barquito de su tío para salir a pescar. Pescar… el mar… ese mar que les
han robado y que ni siquiera recuerda. Un mar que brilla gris en una fotografía
ajada que Fatumetu conserva con el amor que se le sale por los ojos al fijarse
en las figuras, inmortales en el papel, eternas en la memoria, de su padre, su
tío, su hermana y su madre… amarillentos recuerdos de un pasado del que, en
ocasiones, duda que existiera.
Aisha se pregunta cómo seguir
adelante cada día, arrastrando un fardo tan pesado de recuerdos que no son
suyos, pero que lo son…una herencia a la que no se puede renunciar
Antes de formular su pregunta
mental, Fatumetu le dice: “Nunca voy a volver, mi pequeña, yo ya lo sé. Pero ¿y
tu?”
Las miradas de ambas se cruzan y
se lo dicen todo. Todo. La esperanza ha quedado enterrada en toneladas de arena
de la maldita hammada… de la bendita hammada que les ha proporcionado un hogar.
Mintana canturrea en la casa,
Fatumetu dormita a ratos mientras sus manos se afanan en una costura
rudimentaria que nadie va a juzgar. Aisha suspira. Como siempre, Mintana huele
el aire y se anticipa al viento del desierto, ella es una hija de la arena. Ya
se acerca. El cielo, a lo lejos, muestra una mantilla anaranjada, como una
bandada de aves que vienen acercándose. Echa una mirada fugaz a su alrededor y
observa que todo en la estancia esté recogido, la arena del desierto es voraz y
sigilosa y penetra por el resquicio más invisible para ocupar su lugar. Somos
intrusas, piensa Aisha, y el viento es el aliento de un dios que tal vez quiera
expulsarnos de este lugar… entonces no tendremos a dónde ir.
Fatumetu se incorpora con
desgana. Sus articulaciones se resisten a moverse, pero su voluntad es más
fuerte y se acerca a su hija. Las manos de ambas se rozan y se mantienen juntas
y juntas miran a lo lejos cómo se acerca el siroco, sienten cada vez más cerca
la furia de un viento cargado de arena que no las dejará respirar, ni aún
dentro de la casa… observan el ir y venir ajetreado de las familias vecinas
afanadas en poner sus objetos y posesiones a buen recaudo y sonríen, Mintana
siempre acierta y siempre pueden prepararse con tiempo, tranquilamente, sin
prisa… aunque el siroco es lo único que les apresura en ese pequeño campamento
en el que los días suceden a las noches en un rincón olvidado del mundo,
rodeado de arena.
Mintana llega corriendo, siempre
va corriendo a todas partes, y con una sonrisa enorme exclama: “¡ya está! ¿nos
vamos?”.
Y las tres se dirigen a la casa
de Amina, donde pasarán las horas que dure la tormenta cantando, contando
historias, tomando el te, riendo y bailando… donde pasar el tiempo, donde soñar
con el regreso, donde añorar las ausencias… un lugar, en otro lugar, en este
tiempo y en este mundo, donde estar y vivir.
Ana Alonso, y en el recuerdo las gentes en los campamentos saharauis de
la Hammada
argelina.
Oviedo, 15 de mayo de 2013