Homenaje a Isaac Rosa de Mª del Carmen Salgado Romera "Mara"
No
te quedes ahí. Vamos, entra. Llegaste hasta aquí, no te arrepientas ahora.
Sé
que no debería mirarte, pero nadie se da cuenta: Tú porque aún no te has
adaptado a esta penumbra. Los demás porque tienen los ojos cerrados.
Tu
pelo enmarañado, tu silueta delgada, la camisa por fuera del pantalón
recortados contra la luz del pasillo.
“Si
no queda nadie más afuera entra y cierra la puerta” te pide con seguridad, pero
con un matiz de invitación alguien sentado en el suelo a mi izquierda.
Parece
que no le has oído. Sigues inmóvil en la frontera de la habitación, quizás
recordando hacia atrás tus últimos pasos: Saliste del aula del otro lado del
pasillo en la que todos te parecieron raros, gente de clase media sin molde,
sin rumbo, de esa que no encaja en ningún lugar, como tú. Te cayeron bien. Dudaste
entre entrar con ellos a esta sala -hay algo en la oscuridad que brota de ella
que te impone- o marchar de este lugar al que llegaste en el coche de un amigo,
a quien ahora no distingues entre los bultos uniformes en que nos hemos
convertido todos sentados en el suelo.
Aparcasteis
delante de la casa, donde la higuera. Él te había venido hablando todo el
trayecto mientras tú repartías la atención entre la música relajante del CD, el
paisaje de cielo triste, prados verdes y curvas que te hacían pisar un
imaginario freno y su voz grave que se detenía para escuchar y traducir sus
propios pensamientos para hacerlos comprensibles para ti, ignorante de este argot
y de estos conceptos. Lo que te contaba te sonaba extravagante y no te interesaba,
pero lo atrapabas con avidez asintiendo, mirando su perfil, preguntándole de vez en cuando para luego no desentonar
entre los demás.
Una
tarde extraña, quizás candidata a ser archivada en el apartado de tus días
absurdos. No te habían invitado a acompañarle la curiosidad, ni la necesidad de
dar un giro transcendente a tu vida, ni te sentías obligado con él. Era
simplemente que querías saber si aquí habría alguna mujer que te encajara,
atractiva, inteligente, encantadora, con trabajo y que no quisiera tener hijos.
Llevas cada día peor la soltería y buscas en todos los escenarios.
Para
venir te habías empezado a vestir a las
seis y, después de vaciar el armario sobre la cama, te pusiste lo de siempre.
Dudaste si echarte colonia. No lo hiciste, preferías pasar desapercibido,
observar. Si ella estaba, ya buscarías la manera de hacerte con su teléfono. Querías
que cuando te fueras los demás olvidaran tu nombre, tu rostro, que un día
estuviste aquí. Eso fue imposible, te
diste cuenta después. El que está sentado a mi izquierda había grabado toda la
charla y las preguntas de la gente. A
nadie parecía importarle, a ti primero
te sorprendió, luego te dio lo mismo.
Ella
no estaba. Lo supiste porque buceaste en
los ojos de todas las mujeres -ojos de miel o de hierba y rocío, gotas de mar o
azabache, enmarcados por arrugas cuando sonreíamos, bajo los ceños fruncidos
cuando no entendíamos algo, soñadores cuando nos dejábamos llevar por alguna
idea lejana- buscando un chispazo. No lo hubo y ahora están cerrados mientras tú
sigues en la puerta intentando averiguar si en esta pequeña sala que huele a
incienso habrá alguien que haya escapado a tu recuento, alguien que ya
estuviera dentro, una mujer a quien no hayas visto aún.
“Venga,
entra”, animó de nuevo la misma voz masculina de forma persuasiva, no como una
imposición, no cargada de apremio.
Algunos
ojos se abrieron, pero ni siquiera te miraron y se volvieron a cerrar. Solo tu
amigo se removió inquieto sobre el cojín en el que estaba sentado. Me dio un
codazo sin querer. Deseaba que entraras o salieras, quería que nadie le
asociara contigo, con esa figura delgada ajena al paso del tiempo, al
protocolo, a sí misma, que en este momento calcula si es
mejor esperar bajo la higuera a que el ritual acabe -a que la gente salga, a
que la vida vuelva a la normalidad, al ruido de la carretera, los faros de los
coches ya encendidos, la ciudad avanzando sus peones de ladrillo; un gracias,
mañana nos vemos, ha estado muy interesante; ascensor, ruido de la bisagra de
la puerta, apartamento de alquiler, la televisión que cobra vida, el móvil apagado
que enciende mientras piensa que su vida podría haber cambiado con solo haber
entrado allí y se lo reprocha- o decidirse a dar un paso al frente, a dejarse
engullir por la oscuridad, a observarnos mientras oscilamos levemente sobre
nuestras piernas dobladas, mientras de nuestro interior surge una sílaba
vibrante repetida una, dos, varias veces que impulsa nuestras mentes por encima
del tejado, los prados verdes, las carreteras curvilíneas, el cielo triste -ahora
ya oscuro- atravesando el espacio hasta llegar a regiones remotas.
Pero
alguien por detrás empuja tu hombro suavemente para poder pasar y, en vez de
apartarte, entras con la cabeza agachada y buscas, casi a tientas, un hueco
libre sobre la pared. Tropiezas con piernas, brazos y hombros, te fatiga el
esfuerzo de no saber cuál es tu sitio, de no saber qué hacer. Miras a tu
alrededor y empiezas a distinguir las caras, todas con los ojos cerrados menos
la mía y la de la mujer que entró detrás de ti que aún se está acomodando,
separando de su cara esculpida con mimo su
melena rubia ondulada, posando su esbelto cuerpo sobre un cojín. Te
sonríe como queriendo pedirte disculpas por haberte precipitado a este abismo
de cánticos y empiezas a pensar cómo te
harás con su teléfono, o si es mejor
preguntarle a la salida si quiere tomar algo y así te puede explicar porque tú
eres nuevo y te sientes confuso. A ella no le importará que tú no puedas tener
hijos, te aceptará y te llevará de la mano lejos de tu vida y te despedirás de
ti mismo con un espero que nunca nos volvamos a encontrar.
Ahora
sí, ahora la puerta está cerrada, ya estamos todos. Solo ella, tú y yo observamos con ojos de búho las sombras bailando
sobre las paredes a la luz de una vela. De repente te rompes por dentro e
intentas que tus sollozos no se aprecien entre los cánticos, esperas que las
lágrimas no se desborden por debajo de tus manos largas y nudosas que has
extendido sobre la cara. En esta penumbra oscilante has quedado atrapado entre un
pasado que te he dejado de servir y un futuro sin proyectar; aislado en el
centro de un puente rodeado de niebla, en un momento mental que no tiene
continuidad; notas como en tu interior la desazón quiere desembocar en pánico,
pero te controlas y solo unos leves espasmos te delatan.
A
la chica rubia y a mí se nos hace un nudo en la garganta. Sé que a ella le
gustaría separar tus manos, secar con las yemas de sus pulgares esas lágrimas
que ahora ya mojan tu camisa, besarte, abrazarte, decirte que quisiera saber si
la intersección de dos vidas a la deriva menos la suma de dos soledades daría como
resultado una vía hacia la felicidad, pero no se atreverá. Te marcharás
cabizbajo, avergonzado, irás hacia el coche de tu amigo como si estuvieras
escapando de un mal sueño. Los demás saldremos detrás de vosotros y nos entretendremos
a despedirnos en el porche. Algunos fumaremos un cigarro y el hombre sentado a
mi izquierda aventurará que antes de un mes regresarás.
Mara