Encuentros por Evelia Gómez González


Encuentro con una fotografía

Je n’aime pas faire le ménage. No me gusta la escoba, ni la aspiradora, ni limpiar el polvo o fregar los platos. Ninguna de estas actividades domésticas me agrada, aunque a veces, mejor dicho, muchas veces, no tenga más remedio que cargar con ellas. Parece ser que el trabajo doméstico es muy enriquecedor, si tenemos en cuenta la repetida  frase de la santa y escritora abulense: “También entre los pucheros anda el Señor”.  Ángeles Caso, escritora que sabe mucho de los desvelos de la creación literaria, también dice que se siente más pegada a la realidad, a lo esencial de la vida en el ambiente básico y elemental de la cocina. Y las Brontë, que utilizaban la plancha con la misma destreza que la pluma, también  amasaban pan y lo horneaban  con las  misma pasión que  cocinaban las metáforas en sus novelas. Menos mal que no soy escritora ni santa y por tanto, estoy libre de la inspiración de hacendosas musas domésticas
Sin embargo, disfruto trasteando por casa, abriendo armarios y mirando qué encuentro para ponerme, sin comprender  por qué la ropa encoge cada temporada. Ordeno libros en muebles y estanterías, riego plantas…Nada, cosillas sin importancia.
En una de esas tediosas tardes de domingo, en este revolver  por los armarios, encontré    muy al fondo, en un lugar recóndito, unos cajones atiborrados de fotografías. Allí convivían en el mayor revoltijo posible: bautizos, comuniones,  bodas, viajes,  jura de bandera... Intenté, como ya lo había hecho en otras ocasiones, sin éxito, colocarlas  en álbumes y en cajas de zapatos más o menos decoradas.  Había que ordenar y clasificar demasiadas. Pero son tantas…menos mal que lo digital ya nos libera de tanto material y  almacenaje.
Allí, entre aquel maremágnum  y de una forma sorpresiva,  me encontré con ella. Era la fotografía de una mujer muy joven. Llamó de inmediato mi atención el halo de melancolía que emanaba de aquella imagen. Y es que el paso del tiempo va dejando sobre las fotografías ese color sepia que llena de nostalgia nuestra mirada. Aquella joven parecía querer contarme una historia. La escuché o la leí, como dice Man Ray : “Las fotografías no tienen que mirarse, sino que leerse”.
Cuando fue captada por la cámara acababa de cumplir dieciocho años. Hoy, si viviera, cosa bastante improbable, ya pasaría de  los cien. Al año siguiente ya constaba  su acta de defunción. Una vida breve, apenas iniciada. Y me pregunté  ¿Qué pudo pasarle? ¿Por qué? ¡Cuánto sin vivir! Seguí leyendo su  imagen. Me cuenta que había llegado al valle minero cuando era adolescente, venía con sus padres y tres hermanos mayores. Eran los años en que riadas de castellanos, gallegos o extremeños buscaban trabajo en las minas de carbón de las cuencas mineras asturianas. Dejaban atrás exiguas tierras de labranza que apenas daban para comer. Mas la suerte se puso de lado y dejó pasar toda la crueldad posible que terminó con cualquier esperanza. Los padres desaparecieron en la grave y desastrosa epidemia de gripe que por aquellos años  arrasó familias enteras y la Guerra de África acabó con la salud y la vida  de los hermanos. Ella se encontró sola y en una tierra hostil. Desolación y desamparo. Entonces la mina fue para ella su salvación y a la vez su condena. Horas de trabajo y aquellas manos que deberían estar acariciando espigas, ahora separaban las piedras del mineral en toda su dureza. Los pies en el barro y el polvo en los pulmones ennegrecían el aire y su vida.
Inclinada la cabeza en gesto humilde ofreces una imagen de bondad. La mirada temerosa y una sonrisa triste, de Gioconda triste. El vestido oscuro, un negro de luto y soledad. No podrá superar la fuerza de tu imagen tan bella ninguna primavera de Botticelli.  La belleza está en nuestra mirada, no en la estética del  lujo y los placeres de los poderosos. Ajena a la mirada del fotógrafo en la que ni siquiera puedes pensar, tu imagen atrapada como el vuelo de un pájaro nos queda ahora en un bello retrato de luces y sombras que retendrán para siempre el momento fugaz.  Mientras tanto tú ya te ibas desvaneciendo poco a poco como un sueño.   
Ahora, con tu fotografía en  mis manos siento la vivencia de tu tiempo que hago mío y te acompaño en el destino común. Recorro contigo este paisaje. Pisamos la misma escombrera de entonces, pero hoy ya vestida de primavera. Le han nacido  margaritas blancas, narcisos amarillos, lirios azules. Mil florecillas que crecen ladera arriba por los prados, por este valle que apenas conociste. Ya no habrá lugar para el olvido. Y tu fotografía no volverá nunca más a habitar por los oscuros rincones de la memoria.

 Evelia Gómez