Homenaje a Almudena Grandes por Alejandro Alonso Cabrera
Una cajita
Esas cosas pasan, y aunque nos parezcan un
caso extraordinario, son más habituales de lo normal. Sí, crecimos juntos. Fue
una infancia marcada por el hambre, las penurias y aún quedaban flotando en el
aire viejas rencillas. Pese a todo Manuel y yo éramos amigos, y aunque a
nuestros padres no les gustaba vernos juntos, nosotros pasábamos largas horas
en el bosquecito. Jugábamos toda la tarde y al volver a casa, nuestros caminos,
a la altura del árbol sagrado –un viejo roble partido por un rayo-, se
separaban; era el punto en el cual nuestros padres podían vernos. Al entrar en
casa siempre era la misma pregunta, ¿dónde has estado? ¿con quién estabas? Daba
igual lo que yo dijera, daba igual que fuera cierto o no, tanto mi madre como
mi padre siempre replicaban a mis palabras con lo mismo: “¡Cuántas veces te he
dicho que no quiero que estés con Manuel!” Los padres de Manuel tenían la misma
frase en su boca: “¡Cuántas veces te he dicho que no quiero verte con Marta!”
Nuestra
amistad estaba por encima de cualquier cosa, incluso por encima de nuestros
padres. Baldíos eran los castigos o las amenazas, nuestra insistencia por
vernos y estar juntos era superior. No sabíamos a qué era debido aquella
obsesión por separarnos y, desde luego, no nos importaba lo más mínimo; éramos
niños y lo único que queríamos era estar juntos, jugar, e imaginar nuestro
futuro.
Pero todo llega en la vida, y el padre de
Manuel, tras sufrir un accidente en la mina, murió. Fue toda una desgracia para
nuestra amistad, pues ahora él tendría que suplir a su padre en casa. La madre
de Manuel le sacó de la escuela y le puso a trabajar con Juan el carpintero y
para cuando él salía de trabajar yo tenía que volver a casa; así pues, salvo
sábados y domingos, poco tiempo nos quedaba para nosotros.
Mi madre siempre lo decía: “Las desgracias
nunca vienen solas”. Echo de menos los dichos y refranes de mi madre, aunque
por aquel entonces me parecieran sentencias absurdas. A los pocos meses de
morir el padre de Manuel, mi madre enfermó, no era nada grave si hubiera sido
ahora, pero en aquella época una simple pulmonía te llevaba al cementerio. Las
pocas medicinas, los pocos cuidados y el estúpido valor de mi madre, que
siempre decía: “Ya lo hago yo”, “deja que es cosa mía”, aunque apenas se
pudiera poner en pie, acabaron con ella.
Así estábamos con trece o catorce años, yo
sin madre y Manuel sin padre.
La casa se me hacía grande; había de cocinar,
lavar, planchar, remendar y los juegos quedaron relegados al olvido. La madurez
llamó un día a mi puerta y jamás me abandonó. Las pocas veces que aún nos
veíamos Manuel y yo cruzábamos furtivas miradas, sonrisas de cariño y prisas
pausadas, alargando al máximo el tiempo en que nos veíamos. Pero seguíamos soñando, aunque fuera en el fondo de nuestras
miradas, soñando con abandonar el pueblo e irnos a la ciudad, vivir juntos y
tener una familia. Lo sabíamos, no teníamos que decirlo para saber que era
nuestro futuro, que algún día volveríamos a estar juntos y nada nos separaría.
Mientras tanto, luchábamos por mantener viva esa llama, por sobrevivir a nuestras
respectivas familias.
“Las desgracias nunca vienen solas.” Sobre
todo en aquel tiempo, pues no había momento de alegría que durara una mañana.
Cuando no era alguien de la familia, era alguien del pueblo, y cuando no, un
conocido de no sé quién, que o bien había tenido un accidente, o bien había
muerto o estaba grave. Pero aquella desgracia fue aún más desgracia. Un día
bien de mañana Manuel llamó a mi casa. Mi padre abrió la puerta y se encontró
con él de morros. No esperaba verle y le pilló de sorpresa. “¿Qué quieres
chaval?” “Necesito hablar un momento con Marta, es muy importante.” ¿Qué podía
ser tan importante para que Manuel se enfrentase a sus miedos, a su madre y a mi
padre? Mil cosas pasaron por mi cabeza. Yo estaba tras mi padre, oyendo la
conversación, y creo que el poder que tristemente me legó mi madre, de ser la
ama de la casa, debió influir en mi padre, pues le aparté con el brazo y él se
retiró a la cocina sin mediar palabra. “Manuel, ¿estás loco? ¿Qué haces
viniendo a casa?” “Tengo que decirte algo importante y no puedo esperar, estoy
muy triste. A mi madre le han ofrecido trabajo en la ciudad con unos señores, y
la semana que viene nos iremos.” No sé qué cara debí poner, porque Manuel me
tomó de las manos, acarició mi pelo y me dio un beso. “Te quiero y siempre te
querré, te esperaré y te buscaré.” Mis lágrimas afloraron por mis mejillas y
apenas pude decir palabra, mi corazón se estaba partiendo en pedacitos. Manuel
sacó su pañuelo del bolso y me secó las lágrimas. “Me las llevo de recuerdo,
ellas me darán fuerza y esperanza, te vendré a buscar en cuanto pueda.” “Aquí
estaré, te quiero –le dije-“. Y salió corriendo para su casa.
Mi padre, pese a estar en la cocina, había
sido testigo de todo. “No pienses que cambiarán las cosas en esta casa, tú te
quedarás aquí mientras yo viva.” Las palabras de mi padre partieron un poco más
mi ya maltrecho corazón.
Nunca debió pronunciar aquellas palabras. Mi
madre hubiera dicho algo al respecto, siempre tenía en su boca un dicho o
refrán para todo. Quizá, “por la boca muere el pez”.
Y las desgracias nunca vienen solas. A las
pocas semanas de irse Manuel, mi padre cayó muerto en la plaza mientras volvía
a casa. Que si un infarto, que si una embolia, o yo qué sé, se lo había
llevado. Yo sabía que las desgracias no venían solas; es más, creía tanto en
ello y lo había vivido desde siempre, que sabía que aún vendrían más. Ahora me quedaba
yo sola y una tía de Gijón. No me quedaba otra que irme a vivir con ella, desmontar
la casa, empaquetar la poca ropa y algunos bártulos e irme a la ciudad. Mi vida
cambiaba, cambiaba de ciudad, cambiaba de futuro, cambiaba. Pero Manuel seguía
estando en mi futuro. Tenía la certeza de que Manuel sabría encontrarme, que
daría conmigo, que a sus oídos habrían llegado las noticias de mi desgracia, de
mi partida a Gijón. La esperanza es lo último que se pierde. Pensé que eso
también lo habría dicho mi madre, y pese a todo, echaba de menos a mis padres.
Mi tía no era como yo esperaba, mis padres
siempre hablaban de ella como una solterona refunfuñona. Lo cierto es que sí
que era refunfuñona, pero creo que eso lo daba la edad y la sabiduría que había
en ella. Era seca y tosca, pero la intuía de gran corazón. Apenas nos habíamos
visto media docena de veces en toda mi vida y ahora tendríamos que convivir. Le
invadiría su espacio y debía no cometer torpezas con ella, había de aprender a
vivir en la ciudad, a respetar su intimidad tanto como su vida.
La casa de Julia, que prefería que la llamara
así, era un primer piso, una casa pequeña, soleada y con vistas a la mar y
estaba llena de libros y revistas, más que suficiente para ella y que ahora
compartíamos. Ella no trabajaba, al menos era lo que yo pensaba, se dedicaba a
escribir para una revista o algo así, y pasaba largas horas en casa. De vez en
cuando salía a una reunión o a entregar algo, decía ella. A mí todo aquello no
me parecía trabajo, pero le dedicaba unas cuantas horas a aporrear una
machacona máquina de escribir. Descubrí que aquella solterona refunfuñona no
era tal, que era más bondad y gran corazón y que quizá con mis padres usaba
aquella máscara para evitar que se metieran en su vida y desde luego que lo
consiguió, nunca oí a mis padres echarle nada en cara en su presencia.
Mi madre parecía estar siempre presente en
muchos actos de mi vida, pues su repertorio de refranes me venía continuamente
a mi cabeza. La curiosidad mató al gato, y una tarde que Julia no estaba en
casa, me dediqué a aporrear aquella máquina. Tan ensimismada estaba en aquella
labor, que no me dí cuenta de que Julia había entrado ya en casa y me miraba
desde el quicio de la puerta. Me quedé totalmente paralizada, ella se me acercó
y miró lo que estaba escribiendo. ¡Pero qué es esto! No lo dijo enojada, más
bien sorprendida. “¿Te tengo que enseñar a escribir también?” Tanto mi
vocabulario como mi ortografía eran más bien precarios. Sacó la hoja de golpe y
me dijo: “Antes de usar la máquina tendrás que aprender a escribir, la
ortografía y la caligrafía es fundamental y el vocabulario no digamos”. No
volví a tocar la máquina de escribir, mi tía me ponía todas las tardes a
escribir a mano, me daba libros de escritores y yo debía copiarlos poniendo
mucho cuidado de no equivocarme. Ahora, aquella tortura debo agradecérsela.
Gracias a Julia entendí que la vida era otra
cosa que aquella a la estaba acostumbrada en el pueblo, que había otra forma de
vivir y que en nada se parecía a lo que Manuel y yo soñábamos. Ella tenía una
libertad que jamás hubiera imaginado, sólo un hombre podía hacer lo que ella
hacía. “No dejes que te aten a la pata de la mesa, ésa es una forma de
esclavitud encubierta”. En el pueblo hubieran hablado muy mal de mí tía; sin
embargo, ella era conmigo todo corazón. Me enseñaba cómo debía comportarme ante
tal o cual persona, ante un grupo; me educaba tanto social como mentalmente y
me instruía en diversas artes, como comer, sentarme, o caminar; decía ella que
eran artes. Pasados unos años empecé a acompañarla en sus reuniones y en sus
viajes, me llevaba a modo de secretaria, y desde luego que aprendí mucho.
Ahora ya era toda una señorita, aunque esa
palabra nunca le gustó a Julia, decía de ella que era una forma de decir que
eras una mujer casadera y las mujeres no somos casaderas, somos mujeres.
No olvidé a Manuel, desde luego que no,
siempre estaba presente en mi cabeza y en mi corazón, y estaba segura de que él
estaría orgulloso si viera en lo que me había convertido, aunque albergaba
alguna duda sobre mi forma de comportarme y de ver ahora la vida. Le seguía
esperando, ansiaba volver a verle. Pero hacía ya tanto tiempo que nos habíamos
separado y que no tenía noticia alguna, que la esperanza de volver a estar con
él se me estaba apagando. Pasaban días sin acordarme de Manuel, pero el día que
me entraban los recuerdos a borbotones, la tristeza se alojaba en mí. No pasaba
inadvertida para Julia, que me miraba y me dejaba un tanto a mi aire. En esos
días apenas podía contar conmigo. “¿Qué recuerdos te llevan a ese estado,
pequeña?” Julia me preguntaba y pocas veces obtenía respuesta, me dejaba
creyendo que eran los recuerdos del pueblo, de mis padres, que también los
añoraba, pero que no me sumían en esa melancolía. Quizá debo agradecer haber
pasado por todas la desdichas de mi vida, pese a las desgracias, ahora soy otra
persona, otra que en el pueblo no hubiera podido ser ni llegar a imaginar. No
reniego en absoluto de mis padres, no, pero he de dar las gracias a Julia por
todo lo que soy ahora.
Una aspira a ser mejor que sus padres, pero
esos modelos no son los únicos; tal vez sirvan para una determinada época o
para un determinado lugar, no lo sé, tampoco quiero pensar que mis padres estaban
equivocados, de hecho, estoy aquí y no me ha costado romper con mis creencias
ni mis convicciones. Tanto la cultura que he recibido de Julia, como los
viajes, me han abierto los ojos y un mundo de posibilidades; yo estaba perdida
y ahora quiero saber quién soy y lo que quiero.
Hoy tengo unos de esos días, Manuel se me ha
agarrado otra vez al corazón y no me deja. A mi memoria llegan gratos
recuerdos, pero sobre todo aquella despedida; siento sus manos en las mías, en
la mejilla y mi pelo, y sus fugaces y temerosos labios besando los míos. No me
atormenta como antes, ahora son tratados con cariño, sé que ya no me buscará,
que yo ya no le espero, pero algún día
es posible que nos encontremos; él irá con su mujer y sus niños paseando, yo estaré
sentada en un banco leyendo; nos miraremos, nos sentiremos pero pasará de
largo, para más tarde, volver la cabeza y mirarme de nuevo. Me gustaría que
dejara caer su pañuelo, sin querer, pero queriendo a la vez, para devolverme
las lágrimas que de mis mejillas tomó. Sabré que me aún me quería, pero la vida
nos lleva por derroteros que no podemos imaginar.
Al final han salido ganando nuestras
familias, Manuel y yo no estaremos juntos. Y aún no sé por qué querían
separarnos, por qué no se llevaban nuestras familias.
“Julia, ¿por qué mis padres y los Guerrero no
se llevaban?” Su cara fue de tanta sorpresa que tardó unos segundo en poder abrir
la boca. “Es una vieja y estúpida historia de pueblerinos, no tiene sentido
preguntar ahora por ello”. Siempre solía tener razón, si le hubiera preguntado
hace unos años, incluso antes de tener que ir a vivir con ella, es posible que
hubiera tenido sentido mi pregunta, ahora tal vez no; aún así, quería indagar.
“Manuel, el hijo de los Guerrero y yo siempre estábamos juntos, pese a la
oposición de nuestros padres, que nos regañaban y prohibían estar juntos. Es
por eso por lo que te pregunto, curiosidad más que nada”. “Ya te dije, Marta,
que en los pueblos un grano hace granero y que esa historia, esa rencilla se ha
perdido en el tiempo; tus padres no están y ya no tienes edad de que nadie te
prohíba nada, ni siquiera yo y Manuel ¡quién sabe dónde estará! Lo más probable
es que jamás volváis a veros y él haya rehecho su vida”. Lo malo de todo es que
tenía razón, para variar, pero a mi me seguía quedando esa curiosidad. Por eso
debía insistir. “Tal vez tengas razón Julia, pero si ya es agua pasada ¿por qué
no me la cuentas?” “En otro momento, en otro momento, deja correr un poco más
el tiempo y que algunas pequeñas heridas se curen solas”. Ya no me quedaban
heridas por sanar, mi corazón era fuerte y sólo me quedaban recuerdos que ya no
mellaban ni dolían como antes. Y esos días melancólicos se iban disipando en el
tiempo, cada vez, pese a recordar a Manuel, no sufría esos desánimos y
abatimientos, la nueva vida que me había regalado Julia me llenaba
completamente, mi vida tenía un sentido y un propósito y día a día yo mejoraba,
al menos eso decía ella.
Alguna vez, Julia me daba un libro para leer
y me decía que hiciera una crítica sobre lo que me había parecido el libro, que
fuera clara y concisa, sin narrar el relato del libro, que me centrara en la
forma de escribir, de presentar la obra, en lo que decía y cómo lo decía e
incluso en el formato del libro. Las primeras veces era un verdadero desastre,
más de una vez Julia rompía mis papeles y me decía que lo rehiciera, que eso no
era lo que quería. Al principio me enojaba, pero pronto descubrí, gracias a que
ella misma también los escribía, qué era exactamente lo que debía hacer y debía
beber de muchas fuentes para poder extraer un comentario sobre un libro y su
autor; a qué otro libro o autor se parece, qué estilo tiene, etc. Me empapé de
autores y libros, leí críticas de otros muchos, comparé las mías con otras,
aprendí a relacionar autores y estilos, y cuando por fin Julia creyó que estaba
preparada, me publicó mi primera crítica. Me emocioné mucho al leer impresa mi
crítica, las lágrimas saltaron de mis ojos en un ejercicio de felicidad
inusitada. No sé cuánto le costó hacer que publicaran mi crítica, pero ese fue
el comienzo. A partir de entonces, formábamos un dúo y empecé a ganar dinero.
“Ya eres autosuficiente, ya tienes una vida y un trabajo.” Pensé que mi tía
deseaba volver a su soledad, a la ausencia de su casa vacía, pero me equivoqué.
“Sabes lo que debes saber sobre este negocio y cómo realizarlo, es hora de que
tomes las riendas de tu vida. Siempre me tendrás a tu lado. Y quiero pedirte un
favor, me gustaría que ahora no me abandonaras, yo también te necesito, gracias
a ti, he comprendido que la soledad es sólo una parte y que la puedes obtener
en cualquier sitio, incluso rodeada de gente, pero se necesita el roce continuo
de las personas para saber que sigues viva. Ahora ya es tarde para que me case
o tenga hijos, no estaba muy acertada en mis posiciones, creo que también
necesitamos sentirnos queridas y necesitadas. Posiblemente no exista el hombre
de mi vida, y no creo que pudiera dedicarle mi vida entera, pero creo que hay
que aprender a compaginar y respetar otras posiciones”. No daba crédito a lo
que me estaba diciendo Julia, así pues ¿yo debía buscar un hombre y casarme?
Ahora que era igual que ella, ahora que Manuel había desaparecido de mi vida,
ahora que había construido mi vida, ¿debía reconstruirla con otros estamentos?
Estábamos bien como estábamos, meter un hombre en nuestras vidas sería un
fracaso. “El problema que tienes ahora, Marta, es que eres tan libre e
independiente que no encontrarás un hombre a tu altura, un hombre que te deje
ser tú, que esté a tu lado y disfrute de lo tuyo como tu lo disfrutas, que sin
mediar palabra sepa cuando necesitas una mano o tranquilidad, que no sea ni una
carga ni un complemento. Es difícil el reto. Pero ahora no salgas a la calle como
una loca en busca de tu hombre perfecto.” No, no se me había pasado por la
imaginación, todo lo contrario, eso de lo que hablaba Julia, ya lo teníamos, no
era la relación que una espera o sueña, pero nos teníamos un gran cariño y un
gran respeto. Ahora ella apenas me decía lo que tenía que hacer, y
disfrutábamos con el trabajo, aquel que yo pensaba que no era trabajo.
Tranquilicé a mi tía, no soy boba, y como siempre, o casi siempre, ella tenía
razón, había puesto el listón muy alto para que un hombre entrara a formar
parte de mi vida, de nuestras vidas. Claro que había conocido, gracias a Julia,
a muchos hombres, interesantes y guapos, pero nunca llegaron a entrar en mi
corazón; siempre los veía como compañeros, jefes o empresarios, nada más, ellos
estaban ahí y yo al otro lado de la mesa. Hubo un hombre, antes niño, por el
cual yo hubiera dado mi vida, pero todo es tan lejano que no queda nada que
sostenga ese amor.
Nuestras vidas seguían su curso, el trabajo,
las reuniones, los libros, todo estaba en un estado de complacencia perfecto;
claro que también había prisas, nervios y necesidades, pero era compensado con
la satisfacción del trabajo bien hecho. Nos complementábamos muy bien, cada una
tenía su estilo a la hora de escribir, pero nos resultaba bastante sencillo
“plagiarnos” para que pudiéramos terminar en tiempo los trabajos.
Julia me incitaba a que intentara escribir
una novela; no pasaba día en el cual ella no hiciera mención sobre el tema,
debía de ver cualidades en mí que yo no veía. Sí, es cierto que tenía una gran
imaginación, que veía donde los demás no percibían nada, es posible que también
por eso Julia me introdujera en su mundo, tenía cierta habilidad para descubrir
talentos, incluso con ciertos escritores por los cuales nadie daba nada; ella
tenía esa pericia de ver algo más allá que
le hacía apostar por ellos y en la mayoría de los casos, con gran
acierto. Algo debía de ver en mí. Después de mucho insistir, al fin me decidí,
comencé a escribir mi primera novela y recibí mi primer chasco. “El título es
lo último que se escribe, no puedes basar una novela en el título, ha de ser al
contrario, primero plantea la novela, la trama, los personajes y lugares, y por
último el título”. Era algo que yo ya debía saber, pero pienso que quería
correr demasiado. A partir de ahí, comencé por documentarme, sucesos de la
época en la que basaría mi novela, lugares, formar el carácter de los
personajes, todo ello me llevó un tiempo, incluso hicimos alguna excursión a
los lugares en los cuales deseaba que se desarrollara la acción. Julia me
complacía y era también una forma de conocer a los lugareños, su forma de vida,
su carácter, sus vivencias. Tomaba nota de todo. “No pienses que todo el mundo
sabe escribir como tú lo estás haciendo, hay quien no sale ni de casa, ni
apenas se documenta”. No sé si me decía esas cosas porque ya estaba cansada o
porque exaltaba mi forma de plantearme la novela. Esta toma de datos, me llevó
un par de meses y ya tenía varios cuadernos llenos con notas y libros con
marcapáginas. Cuando creí que estaba bien documentada, comencé a escribir la novela. Fue difícil superar la
primera página, relucía toda ella en blanco, no sabía cómo comenzar, miré otras
novelas para intentar comprender cómo debía iniciar la historia, era algo que
no me había planteado hasta ese momento. Por fin empecé a escribir; cuando
llevaba algo más de media página, me paré y lo leí, aquello parecía escrito por
un párvulo. Arranqué la hoja y comencé de nuevo. “No te preocupes, eso les pasa
a todos los escritores, es difícil enlazar las primeras líneas, después es
dejar que corra la pluma. Escribe varios comienzos, sumados, réstalos,
divídelos, fusiónalos y quédate con el que más te guste”. Sabio consejo me dio,
pero hasta pasados tres días no pude iniciar definitivamente la novela, ya
estaba todo enlazado. Cada vez que me ponía a escribir, antes de hacerlo, realizaba
una lectura de lo ya hecho y siempre debía cambiar o añadir algo, nunca estaba
totalmente conforme con lo escrito. Palabra por palabra y línea por línea,
pasado tres meses, acabé una novela de doscientas doce páginas. Ahora vendrían
las correcciones, que siempre las hay, tanto de ortografía y gramática como del
relato en sí. Hicimos dos copias de la novela, una para Julia y otra para mí y
cada una marcaría las erratas que hubiera encontrado. A Julia se la veía feliz
leyendo la novela, creo que le gustó, cosa que yo no esperaba; se la veía tan
entusiasmada, que apenas hizo correcciones. “Lo siento, tendré que leerla de nuevo porque
me he embebido en la historia y he dejado aparte las correcciones”. Yo había
realizado un montón de enmiendas, pero esperé a que terminara Julia para, entre
las dos, ver cuáles eran las correcciones que debía hacer. “Toma, modifica un
par de cosillas, varios errores gramaticales y déjalo como está”. Me sorprendió
lo que me dijo, casi no daba crédito a sus palabras, ¿tanto le había gustado?
“Iremos a una imprenta que no te conozcan a ver si te lo publica”. Yo me
preguntaba, ¿es tan bueno como para eso? ¿Crees, Julia, que realmente merece la
pena? No respondió a mis preguntas, lo pasó ella misma a máquina y al cabo de
una semana, me dijo: “Mañana nos vamos a Valladolid, hay una imprenta con la
que quiero relacionarme, y me interesa presentarle tu novela”. Dicho y hecho,
al día siguiente nos fuimos a Valladolid.
En la calle Duque de la Victoria estaba la
imprenta, Casa Amario se llamaba. Teníamos una reunión con el director a las
dos de la tarde, un poco tarde para hacer negocios. Ya estábamos allí, sentadas
frente a Amario. La mesa estaba apenas ocupada por un pequeño almanaque, una
foto de familia, una lámpara y un montón de papeles a su izquierda, amén de
algunos lapiceros. Julia me presentó como la escritora y ella llevó la
negociación. No fue una negociación, más bien una presentación de la obra.
Amario era un tanto raro, era un apuesto caballero, pero no dejaba de mirarme y
de abrir y cerrar uno de los cajones de la mesa. “Bien, antes de hacer nada, deseo
que tanto mis correctores como yo podamos leer la novela, una vez hecho, nos
volveremos a reunir y entonces, en el caso de que la publiquemos, entraremos en
los pequeños detalles.” Era un paso, yo ya había estado en otras reuniones por
el estilo junto a Julia y, si no había interés, ni siquiera te daban la más
mínima oportunidad. Al cabo de una semana, nos llegó el aviso de que Amaro
deseaba vernos; así pues, concertó otra cita para el viernes, pero esta vez a
las diez de la mañana. Esto nos obligaba a ir el día antes y alojarnos en algún
hotel de la zona.
Encontramos habitación en la plaza mayor, un
hotel que antes había sido residencia de los señores Andrada, una joya
reconvertida en hotel. Capté cada uno de los detalles de su estructura, incluso
las luces de la mañana que daban a su entrada un aire de cierto misterio.
Eran ya las diez y aún no habíamos llegado a
la reunión. Decidió mi tía que sería mejor ir dando un paseo y contemplar la
belleza de la ciudad. “Pero tardaremos en llegar”. “Mejor, no daremos la
impresión de necesitar su ayuda”.
“El texto está muy bien redactado, sin faltas
que hayan podido observar mis correctores. En cuanto a la novela en sí, no he
podido abandonar la lectura hasta tenerla acabada.” Eso era señal
inequívoca de que le había gustado. “Nos
quedan por atar ciertos temas, cómo será la edición, el precio y las
comisiones, nosotros distribuiremos a las librerías e incluso, si me lo
permiten, es posible que podamos ofrecerles alguna traducción para editarla en
Francia”. Era mi primera novela y ya aparecería en Francia, era mucho más de lo
que podía imaginar. “Ahora, si me lo permite Doña Julia, me gustaría
presentarle a Venancio, él es encargado de enmaquetar el libro, entre los dos
darán forma al libro, más tarde hablaremos usted y yo sobre la parte económica.
Ahora quisiera hablar un momento con la autora a solas”.
Aquello no era normal, en ninguna de las
reuniones a las que había asistido, nadie había tenido tal comportamiento. ¿Qué
querría de mí?
“Verá, Marta, y permítame que la tutee. Heredé
esta empresa gracias a una buena familia que me acogió como su hijo, a ellos se
lo debo todo, y sé lo difícil que es comenzar una nueva vida. No quiero
contarle toda la historia porque es larga y hay momentos difíciles, pero quiero
decirle que puedo entender desde la primera hasta la última letra de su
novela”. Yo no sabía qué decir, le miraba entre extrañada y abrumada, pero no
acabó ahí la cosa. “Quisiera hacerle entrega de algo que guardo aquí desde hace
mucho tiempo y que ha esperado hasta el día de hoy para ver la luz”. Del cajón
que tanto abría y cerraba en la primera reunión, sacó una cajita de madera, con
los cantos dorados y una eme con letra rustica grabada en la tapa. “Ábrala por
favor.” Tome la caja y la abrí. Mis ojos no daban crédito a lo que estaba
viendo. ¿Pero esto? Dije con nerviosa voz, casi tartamudeando. ¿Esto es…? “Si,
es un pañuelo; con él robé a una niña unas lágrimas”. Era Manuel, aunque dí por
supuesto que se llamaba Amario. “No desistí en buscarte por dejadez, desistí
cuando mi madre, ya muy mayor, me contó que tú y yo podíamos ser hermanos,
aquellas esperanzas me partieron el corazón, bien sabe Dios, que siempre has
estado en mi corazón. Es más, hubo un momento en que deseé verte para
decírtelo, pero toda búsqueda fue inútil, yo rehice mi vida y veo que tú
también. No sé si estás casada, pero todo parece indicar que no, espero que no
hayas estado aguardándome todos estos años”.
Aclaramos las cosas Manuel y yo, aquella
rencilla de la que hablaba Julia era debido a que cuando mis padres eran
novios, mi padre se tuvo que ausentar unos años para ir a Extremadura a cuidar
de no sé qué. Luego su padre había sido novio de mi madre, pero al aparecer de
nuevo mi padre, tuvieron una gran trifulca y jamás se volvieron a hablar. Al
poco tiempo mis padres se casaron, y en apenas nueve meses, nací yo. Al
principio la gente del pueblo murmuraba, que si yo era de mi padre o del padre
de Manuel, pero como decía mi madre, si la vaca es mía, el jato también. A
ciencia cierta no se sabe, pero todo parece indicar que así es, que Manuel y yo
somos hermanos, claro que no hay nadie que lo pueda corroborar. Y he ahí la
razón por la cual ni mis padres ni los suyos querían vernos juntos. Mi madre
hubiera dicho: “Cuando el río suena…”
“La he guardado todo este tiempo para tenerte
cerca, no te he olvidado, y ahora que tenemos esta segunda oportunidad,
hermana, espero y confío en que estaremos más en contacto”.
Eso espero, hermano, eso espero.