Homenaje a Almudena Grandes por Ana Alonso


RECOGIENDO TEMPESTADES

Teresa estaba ordenando el armario, algo que hacía con frecuencia porque se relajaba colocando las toallas, las sábanas y toda la ropa blanca. Abría el cajón de la cómoda y su ropa interior aparecía doblada cuidadosamente. La visión de las prendas bien colocadas y ordenadas le producía un inconcreto sentimiento de que el mundo se explicaba solo contemplando las pilas de toallas dobladas en rectángulos de algodón rizado y esponjoso. Y el olor de la lavanda, un aroma evocador de sus recuerdos de la infancia. Una infancia triste y gris de una post guerra de hambre, miserias y traiciones y solo el olor del baúl donde su madre, Aurora, guardaba la ropa le ayudaba a escapar de aquella vida de penalidades y lucha por la supervivencia.
Teresa, niña, metía la cara entre aquellas sábanas mil veces lavadas en el agua helada del lavadero y pensaba que aquella fragancia era un regalo que las hadas de las fuentes hacían a su madre impregnando la ropa de aquel olor traído desde los palacios subterráneos de paredes de oro y plata en donde moran. Teresa sonreía recordando la vívida imaginación de cuando niña, esa misma era la que conseguía que olvidara la negra realidad en la que vivió sus primeros años.
Teresa mira los estantes y cierra el armario satisfecha. Un espejo de luna le devuelve su imagen que, mirándola, sabe es capaz de ver el dolor en el fondo de la mirada. Se siente culpable aunque sabe que nunca tuvo culpa de nada. Sacude su cabeza y un rizo de su moño canoso le golpea la frente, como un toque de varita mágica que pretendiera hacer desaparecer todo su pasado.
Pero no, está ahí. El pasado ha vuelto para pedir explicaciones, las que nunca dio ni quiso dar, un pasado que quiso olvidar y casi consigue hacerlo. Pero la vida es cruel e irónica, si no le doliera tanto, se reiría.
Teresa recuerda vívidamente a su madre apoyada en la mesa grande de madera de la cocina, las faldas remangadas y el joven guardia civil sobre ella, por detrás, embistiéndola sin pudor. Sus ojos de niña se agrandaron sin comprender apenas qué sucedía y sin poder evitarlo sintió una excitación nueva en su cuerpo infantil que no sabía bien de dónde procedía.
El sargento Jimeno de la Guardia Civil se encaprichó de Aurora, su madre y la convirtió en su querida. Aurora enviudó joven. A su marido, según supo años después, le mataron en una emboscada junto a otros maquis y el que el sargento Jimeno anduviera rondando por la casa fue lo menos malo que le pudo haber pasado. Además, era tan guapo. Alto, delgado, fibroso, moreno de tez y ojos profundamente oscuros y labios carnosos… Teresa, aún a su pesar, siente aflorar aquella pulsión casi olvidada en algún rincón oscuro de su alma. Teresa, niña tonta enamorada, loca de un deseo carnal al que no supo poner freno. Así, Jimeno, durante casi dos años se las ingenió para engañar a Aurora con su hija, una niña de 13 años, un juguete en las manos de un hombre sin escrúpulos que abusaría de ella sin compasión.
Hasta que nació Santiago. Un hijo que casi le cuesta la vida a Teresa parirlo y que no bien llegó a destetarlo, Jimeno, el ya teniente de la Guardia Civil Jimeno, se lo arrebató. Tenía otros planes, lo reclamó y lo aportó a su matrimonio con Doña Raquel, la hija del mayor terrateniente que se enamoró perdidamente de él y le consintió todos sus deseos y caprichos hasta casi arruinarla.
Santiago, el hijo robado, arrebatado, es novio de Mercedes, su hija adoptiva y tendrán que conocerse las familias. Teresa siente un volcán de rabia antigua revolviéndole las entrañas, amenazando con explotar, reventar. Preferiría morirse antes que enfangar la vida de Mercedes con los charcos añosos y estancados de sus secretos. Porque Mercedes no es su hija natural pero se convirtió en su madre cuando se casó con Aurelio, su padre. Su amado Aurelio, compañero de fatigas, de alegrías y llantos, que descansa en paz hace ya unos años.
El destino hace y deshace. Volver a ver a Santiago ha sido un regalo envenenado. Nada sabe de esta historia. Mercedes tampoco. Dos jóvenes que se conocen por casualidad, se tratan, se gustan, salen, se divierten, congenian, se enamoran y quieren casarse. Nada fuera de lo común, excepto que Santiago es el hijo que nunca pudo recuperar, un hijo robado, por su padre, cierto, pero imposible reclamar, ni pensarlo siquiera. Teresa, hija de “El briscas”, un rojo fugado, un delincuente, contrabandista y asesino, según dijeron; hija de Aurora “la del guardia”, una viuda alegre de vida licenciosa; ella misma, preñada a los 15 años de Dios sabe quién; la generosidad de Jimeno en hacerse cargo de una criaturita que a buen seguro tendrá un hogar, unos estudios y, en definitiva, un futuro mejor. ¿Reclamar a un honorable y distinguido teniente de la Guardia Civil? Impensable.
De los millones de personas que viven en esta gran ciudad, precisamente Mercedes y Santiago se conocieron.
Teresa mira desde la ventana a la calle. Una calle estrecha y antigua, desgastada por los millones de pasos de seres humanos que día a día se afanan en sus quehaceres… tantos anhelos y preocupaciones transitando años y años por debajo de esa ventana. ¿Qué va a hacer? ¿Qué pasará cuando vea a Jimeno de nuevo?
La emoción de volver a ver a Santiago; no puede, ni quiere olvidar. Le da esperanzas porque Santiago es un hombre afable, cariñoso y simpático que se le ve a la legua que está enamorado de Mercedes. Y ella de él. A Teresa se le licuó el alma y el cerebro cuando estuvo cara a cara con Santiago y él le brindó una enorme sonrisa y con dos besos la transportó al cielo de los deseos más anhelados. Con los días y semanas se prodigaron abrazos, cariños y bromas y Teresa abrió su casa, sus brazos y su corazón a ese joven como si fuera su propio hijo. ¡Qué ironía! Porque esa es la explicación a su comportamiento, a Santiago le estaba cogiendo un cariño como si fuera un hijo.
Las horas pasan y se va acercando el momento. Los latidos de su corazón parecen pasos acercándose, los pasos del espanto, del susto, del miedo. Aunque sabe que no debe sentir miedo, ni anticiparse, no puede evitar la ebullición de la sangre ni el golpeteo de los recuerdos, llenos de rabia, dentro de su cabeza.
El restaurante estaba lleno. Las mesas ocupadas por comensales elegantes, ropas caras, cabellos recién peinados, sonrisas deslumbrantes. Teresa hermosa. Entrada en carnes, de pecho generoso, cabello canoso y rizado, muy lejos de la niña de 13 o 15 años que Jimeno conoció. Pero la reconocería. ¿Y qué pasaría entonces? Miedo. Miedo de volver a ser marioneta en sus manos. Un miedo que llevaba grabado en cada poro de su piel desde niña. Un miedo que ahora volvía a tener el rostro, el aliento y la voz de Jimeno. Otra vez.
Jimeno sentado a la mesa no se movió. Teresa no lo reconocía. ¿Dónde estaba aquel Jimeno del pasado? Ni rastro de arrogancia, ni rastro de vanidad, ni apostura ni presencia. Nada. Nada de nada, realmente, porque Jimeno era un anciano delgado, inexpresivo y ausente. Teresa sabía que no estaba bien. En palabras vagas de su hijo, estaba mayor, con sus años y sus cosas, pero, realmente, tampoco era tan mayor, solo eran 14 años de diferencia. La primera reacción al verle, lejana, reprimida inmediatamente por Teresa, pero clara, fue de satisfacción. La vida había castigado a Jimeno, y eso le hizo sonreír por dentro. Estaba mal, era un sentimiento mezquino, pero qué bien le sentó a Teresa. Guiñapo, fue la palabra que escogió su mente, se presentó de golpe en su cabeza, como un eructo. Mientras, observaba el guiñapo, los restos del Jimeno que recordaba. Ya no sentía miedo.
Comieron distendidamente. Doña Raquel empujaba con el codo a Jimeno de vez en cuando, como si fuera el hilo de la cometa en que se había convertido su mente, un pensamiento difuso y evasivo que mantenía a Jimeno con un pie aquí y otro quién sabe dónde. Apenas levantaba la vista y no habló, aunque doña Raquel explicó muy bien que Jimeno tenía días. Desde aquel accidente que sufrió con el caballo, las secuelas que padecía se agravaban con los años, pero había temporadas mejores.
Teresa intentaba apartar de su campo visual, de su pensamiento y de sus intenciones a Jimeno. Lo metió en una burbuja mental e intentó olvidarse de él. Poco a poco se fue relajando y hablaba y reía. Entonces levantó su copa y brindó: Por Mercedes, mi hija y por Santiago, mi otro hijo. Y entrechocaron sus copas alegremente.
Y Jimeno levantó la vista de pronto, como si una esquirla de las palabras de Teresa le hubiera pinchado entre ceja y ceja, y sus ojos recorrieron la mesa despacio, como temerosos y se alzaron hasta encontrar la mirada, al principio huidiza de Teresa que, en cuanto encontró los ojos de Jimeno, tras una primera duda, mantuvo fija. Y entonces se miraron. Y lo que Teresa vió en aquellos ojos le confirmaron que la recordaba. Primero asombro, reconocimiento y después horror. Jimeno miraba alternativamente a Teresa, a Santiago, a Mercedes. Preguntas, miedo, ira, dolor… se asomaron a sus pupilas. Jimeno comprendió que Santiago iba a casarse con Mercedes, la hija de Teresa. Aquella Teresa que engañó, sedujo, violó y con quien engendró un hijo. Su hijo. ¡Su hijo iba a casarse con su propia hermana! ¡Eso es…! ¡No puede ser!
Jimeno se agitaba, convulsionaba, tosía. Tranquilízate querido, le decía doña Raquel. Papá, respira despacio, bebe un poco de agua, le decía Santiago. Tranquila, mamá, le ha pasado otras veces y no es nada, decía Mercedes a Teresa. Al fin, tranquilizante de caballo por medio, Jimeno pareció sumirse en un estado de semi ensoñación y ese fue el momento que las familias decidieron dar por terminada la velada con promesas de volverse a ver, pero la próxima vez en nuestra casa, dijo doña Raquel. Como quieras, dijo Teresa.
Teresa. La vida preparó por ella una venganza intensa que, aunque fugaz, le permitió resarcirse un poco de tanto sufrimiento y miedo provocados por aquel arrogante, egoísta y malvado Jimeno. El volcán de rabia y rencor de su interior se fue calmando hasta convertirse en una dulce gaseosa. Al llegar a su casa rió y lloró. Sabía que en algún momento alguien sacaría a Jimeno del pozo del error y horror en que estaba sumido, pero este momento era dulce para ella, y amargo y doloroso y pecaminoso. Le daba lástima la vida de Jimeno, gris, turbia, vacía y miserable. Una vida que se imaginaba como un pez puesto a secar al sol. Tiras secas donde antes hubo carne y vida. Teresa escribe en un papel “quien siembra vientos recoge tempestades”, sin saber muy bien por qué ese pensamiento, de entre millones, se materializa ante sus ojos. Algo querrá decir.
Doña Raquel, exuberante, de joven apariencia, de melena larga y rubia, elegante, delgada, alta y sofisticada, solícita y encantadora, se despidió de Teresa con dos besos en las mejillas que dejaron flotando un aroma lejano de lavanda.

Oviedo, 10 de Enero de 2012.
Ana Alonso.