Homenaje a Almudena Grandes por Mª Evelia San Juan

MIRADAS

Nuria conservaba de su época de monja varias cosas: los ojos bajos –“no mires a los ojos de la gente” repetía a menudo la abadesa, como si conociese la canción-; el gusto por los garbanzos  y un cierto menosprecio por el dinero, al que siempre había considerado como un gancho para arrastrar a las personas hacia sus bajas pasiones.
Trabajaba en su negocio de peluquería con esmero y buena atención a su clientela; lo mismo quitaba y disimulaba un odioso grano con manos expertas que se convertía en paño de lágrimas de clientas fieles agobiadas por vidas anodinas. Y todo con discreción y eficacia. Por eso, su horario de trabajo diario estaba colmado, había que pedirle cita con varios días de antelación.
Su hermana Rosa trataba con mimo las cabelleras, cortaba con estilo y ponía rizos y mechas por igual tanto a jovencitas como a señoras añosas. Parecía tener prisa perpetua, los nervios la acosaban siempre, como petardos prestos a estallar en  el momento más inesperado. Por eso su salud era frágil y a veces sufría, pero seguía a diario en su puesto como jefa y responsable del local.
Siempre juntas, en casa y en el trabajo. Ayudaban a sus padres y hermanos, a los que visitaban con puntualidad cada semana en el pueblo. Nada de lo que puede hacerse con las manos les era ajeno. Pintaban el local cada año, lo decoraban con artesanía casera cada navidad buscando siempre la originalidad y la economía. Su gusto por la buena madera se evidenciaba en los muebles que habían ido adquiriendo y en un recipiente tallado con una cabeza femenina y el nombre del  local  en el que depositaban las diversas tijeras y navajas que usaban.
La tercera rueda del triciclo era Alba, la oficiala que trabajaba con ellas desde varios años atrás y disfrutaba de su confianza. Silenciosa e inteligente, había aprendido con rapidez todos los secretos que le transmitieron y sabía atender las demandas de la clientela con la misma eficacia de sus jefas. Pese a su juventud, derrochaba sensatez y acomodo a ese ambiente cambiante a lo largo del día según iban apareciendo las parroquianas. A cada una, la palabra justa, el acuerdo superficial, mientras las manos, el secador y el cepillo se encargaban de ponerle a punto la cabeza. Y servía café en vaso de plástico, para  atenuar la espera mientras el mejunje hacía efecto sobre el cabello.
Cada año, en temporada baja, las hermanas hacían un largo viaje de una quincena que les aportaba descanso mental y conocimiento de lugares exóticos y misteriosos. Estaban dispuestas a pasear su maletín por cualquier parte del mundo.  Eran amigas, más que clientas, de la empleada de la agencia de viajes; ésta tenía en cuenta las opiniones que le aportaban tras cada salida y les procuraba las ofertas más ventajosas. Su pasaporte, lleno de sellos extraños, siempre estaba a punto en el cajón de la mesilla. Además, guardaban en una preciosa caja de perfume todos los tickets de los viajes que habían hecho: era su colección secreta. En sus álbumes de fotos había paisajes esplendorosos, pasajeros que se habían hecho amigos durante la estancia en el vagón de un tren antiguo, de asientos incómodos; incluso unas momias egipcias.
Aquel lunes por la tarde, nada más abrir su local, se presentó una extraña mujer de mediana edad. Era morena, vestía un traje largo de color salmón, apoyaba su mano derecha en una sombrilla de encaje y en la izquierda traía una pamela adornada con una camelia blanca. Se dirigió resuelta a Rosa con mirada dura y pidió un peinado acorde con su atuendo. Mientras ésta le sugería un recogido con postizos, apareció Nuria. Acababa de preparar la camilla y había escuchado una voz lejanamente familiar. Se cruzaron miradas de hielo. La abadesa no quiso reconocerla.