Homenaje a Daphne du Maurier por Mª Del Carmen Salgado Romera (Mara)


AL OTRO LADO DEL PUENTE DE PIEDRA


I


-Cuando llegues a la casa te harán entrar. Sacarán este sobre –le había dicho el secretario al introducirlo en el maletín con reverencia, como si estuviera manipulando una reliquia-. Pondrán dentro del maletín otro sobre. Debes traerlo de inmediato.   No te entretengas ni hables con nadie. ¿Me has oído bien, Dimitri?

Hacía sólo un cuarto de hora que el secretario le había encadenado a la muñeca ese viejo maletín que a cada paso le resultaba más pesado, como si cada una de las bocanadas del aire helado que respiraba se convirtiera en plomo al extremo de su prisionera mano.

Debería sentirse orgulloso de que le hubieran confiado su contenido: un sobre grande, amarillo y lacrado, pero liviano y sin señas, que le habían entregado a él, al más novato de los tres ayudantes del gabinete de contabilidad.

Sin embargo, el hecho de que el secretario le hubiera elegido le hacía sentir un recelo que crecía  a medida que se alejaba de las céntricas calles enmarcadas entre edificios señoriales y se acercaba a su destino: la calle Génova número siete.

Para llegar a esa calle había tenido que cruzar el puente de piedra y adentrarse en el extrarradio, donde las casas, los olores y los gritos se aprietan y los árboles de los bulevares que flanquean las bellas fachadas del centro de la ciudad se transforman en  empinadas escaleras que dan acceso a estrechas casas de dos plantas y tejados puntiagudos, con las contraventanas descolgadas de sus goznes que golpean, a merced del viento, las paredes desconchadas.

<<¿Por qué yo?>> se preguntaba.

No le molestaba que alguien se hubiera dado cuenta de que iba encadenado y pudiera haber pensado que parecía un perro o un preso. Comprendía que la cadena era necesaria para garantizar que el maletín no se perdiera accidentalmente.
Tampoco le molestaba que le hubieran enviado a una zona conflictiva sin la protección de un coche, ya que sabía que el gabinete tenía apuros económicos y al final del periodo de prueba sólo podrían contratar a uno de los tres ayudantes. Él no tenía miedo de que algún truhán quisiera arrebatarle el maletín, era joven y fuerte.
El motivo de su malestar estribaba en que no podía apartar de su cabeza el pensamiento de que el sobre podría contener información o documentación que no sería bueno que la policía conociera.

<<Pero si tuvieran algo que ocultar –reflexionaba- no me hubieran enviado en plena mañana, caminando por el medio de la ciudad>>.

Se consideraba el más serio de los ayudantes, pese a ser el de menor edad. Quizás  el secretario le estaba poniendo a prueba para darle a él el puesto. Ya sabía que valoraba su puntualidad; su imagen impecable, siempre con el traje limpio y planchado, la camisa con el cuello tieso, la corbata anudada, los zapatos lustrados; su cara afeitada, el pelo engominado partido en dos por una raya casi sobre su sien izquierda; su buena disposición y su educación exquisita. Sin embargo, el azote del viento al pasar el puente, la lluvia sobre el gabán y los charcos imposibles de esquivar habían maltratado su aspecto y la persona que le recibiera pensaría que era un insignificante recadero. 

El número siete  de la calle Génova no era muy distinto del resto de las casas adosadas que se extendían a ambos lados hasta el comienzo del descampado. La cuerda de la campanilla estaba sucia y el badajo emitió un sonido opaco. Como nadie le abría, decidió golpear la puerta con la herrumbrosa aldaba, que le dejó el guante manchado con los cascajos de hierro que se desprendieron de la argolla. 

Esperó unos minutos sin que ningún ruido de pasos le devolviera la esperanza de sustraerse al frío por un rato. Se separó de la fachada y caminó hasta la acera de enfrente. En el número siete no había señales de actividad, al contrario que en las demás casas, donde el golpeteo de los cacharros y el olor de la comida que las mujeres estaban empezando a preparar traspasaba los finos cristales, en los que pequeñas narices de niños, rodeadas por un cerco de transpiración y mocos, dejaban paso en segundo plano a las caras regordetas de sus madres y hermanas, que le miraban con burla y curiosidad.

Una de las ventanas del segundo piso de la casa de al lado, el número ocho, se abrió y una joven rubia, con el pelo recogido en un inestable moño que se desmoronaba a mechones sobre su pálida cara, le preguntó a quién buscaba. Él no sabía qué contestarle. En realidad no tenía más datos que las señas. ¿Las habría entendido mal? Sin saber qué hacer, ignoró la pregunta y comenzó a caminar por la acera hasta el descampado intentando encontrar alguna puerta con la placa de un despacho, aunque resultaba extraño que alguien pusiera un negocio allí salvo, quizás, un picapleitos de mala muerte. Sí, eso sería, seguramente,  lo que buscaba: el despacho del abogado de aquel enjambre de miserables.

Volvió sobre sus pasos y se situó frente a la ventana por donde se había asomado la chica con la esperanza de que ella le viera y poderle  preguntar. Se sentía incómodo,  observado por docenas de ojos a los que debía de resultar extraño que un desconocido   con ropa elegante estuviera parado con un maletín bajo la lluvia, que en ese momento caía de forma torrencial. No había ningún lugar donde resguardarse. Los tejados estaban retraídos sobre las fachadas como las encías de los ancianos y no ofrecían ningún saliente que amparara, ni tan siquiera las puertas de entrada a las casas.

Si la joven le estaba mirando, no tenía intención de volver a hablar con él, puesto que ya llevaba una eternidad allí parado. Lo único que podía hacer era marcharse. Volvería a la oficina y le diría al secretario que la casa estaba deshabitada.

<<Pero, si la culpa ha sido mía, si no he entendido bien la dirección, no sólo habré incumplido el encargo de entregar el sobre, sino también el de recibir el otro que tenían que entregarme. El secretario hará que me despidan. Hasta podrían demandarme. ¿Qué puedo hacer?>>

Buscando otras casas con el  número siete caminó por las calles adyacentes, cuyo paisaje estaba a punto de diluirse bajo la lluvia que arrastraba, entre el lodo, toda la basura maloliente que encontraba a su paso hacia el descampado sobre el que desembocaban las callejuelas. Quizás porque la pendiente invitaba a ello, él también se acercó hacia la  explanada en la que vio algunas huertas,  pequeños corrales y dos o tres chabolas desde donde un hombre le estaba observando fijándose con codicia en el maletín que ahora llevaba abrazado delante de su pecho. Cuando el individuo vio que daba la vuelta salió de la casucha decidido a asaltarle.  

Dimitri caminaba cabizbajo, a cada momento más preocupado y nervioso. No era consciente de que el hombre le seguía. Mientras avanzaba por la calle Génova dispuesto a abandonar el arrabal, cruzar el puente de piedra y volver  a la seguridad de la civilización, la lluvia amortiguaba los pasos del ladrón,  que se aproximaba peligrosamente. El joven, inmerso en sus funestos pensamientos ya no estaba pendiente del entorno, avanzaba de forma mecánica a zancadas, por lo que no se enteró de que la chica rubia miraba la calle resguardada por el cristal y le acababa de ver.

En cuestión de segundos se dio cuenta, horrorizada,  de que el hombre sacaba un cuchillo de su gabán. Abrió la ventana y su grito impidió el asalto, ya que Dimitri se volvió y golpeó al rufián en la cara con el maletín.  Entretanto, la muchacha bajó por las escaleras y abrió la puerta de la calle. Al asomarse vio como el ladrón recogía su cuchillo y, tambaleándose, volvía hacia el descampado.
Se acercó al joven y, cogiéndole del brazo, le hizo resguardarse dentro. Las decenas de ojos que habían estado observando los sucesos se alejaron de las ventanas para conjeturar lo que estaría a punto de ocurrir en la casa del cura entre su sobrina Marielka y el joven desconocido.



II


Los dos jóvenes quedaron por un momento jadeando frente a frente, apoyados en las paredes opuestas del estrecho pasillo iluminado por la ventana de la escalera. Ambos estaban pálidos, ella debido a la enfermedad que estaba minando su vida; él por el susto del forcejeo y el frío.

-Me llamo Dimitri –dijo escuchando extrañado su voz- pues salió de su garganta a trompicones, grave y rasposa; luego se quedó en silencio mirando a la chica, preguntándose quién sería y asombrándose de la extraña mañana que estaba viviendo, tan diferente de las mañanas rutinarias de otros días. Por un momento se había olvidado de su preocupación por el encargo.
-Yo soy Marielka –contestó la chica sonriendo-. ¿Qué haces por aquí?
-Mi jefe me mandó entregar un sobre en el número siete de esta calle, pero nadie ha abierto la puerta. ¿Sabes si trabaja o vive alguien ahí?
-Sí, esta casa y la de al lado son de mi tía. Se la tiene alquilada a Chan, un chino viejo que cura a la gente. No suele salir por el día si no le llaman para ver a algún enfermo o ayudar en algún parto. A veces, a última hora de la tarde  se va y vuelve con plantas, libros, figuras bonitas o extrañas que luego vende. De vez en cuando me llama para limpiar, prepararle comida o hacerle algún recado.
-¿Entonces, crees que podría volver esta mañana?
-Supongo que sí. Si quieres puedes esperar aquí. Mi tía está de viaje y mi tío estará en la iglesia hasta la noche. Es el cura.
-¿Y no te preocupa lo que puedan  comentar las vecinas por estar a solas conmigo?
-Haga lo que haga siempre hablan mal. Me da lo mismo. Voy a traerte algo para que te seques y las zapatillas de mi tío. Es malo que estés empapado.

La muchacha se adelantó y le indicó que la siguiera hasta una oscura sala donde crepitaba el fuego en una pequeña chimenea. Él se acercó al calor y ella se fue. Cuando volvió le ofreció un basto paño y una taza con humeante infusión. Marchó de nuevo para traerle unas zapatillas de lana. Entonces se fijó más en ella. Tendría unos dieciséis años, la piel suave, demasiado blanca, el pelo fino y algo ondulado, dorado claro, sujeto a medias con un lazo verde. Llevaba una gruesa toquilla sobre el mandil que cubría un vestido largo de paño. Sus manos eran delicadas. Sintió un repentino deseo de atraerla hacia sí,  apretar su cintura y  besarla, pero se lo impidieron el maletín que seguía sujeto a su brazo y el sentido del honor que sus padres le habían inculcado desde niño. 
Ella también se había quedado mirándole. Lo hacía sin disimulo, deslizando su mirada sobre su pelo mojado, su frente amplia, su nariz recta y la detuvo en sus labios sensuales, donde se recreó.

-¿Sabes? Eres muy guapo –le dijo sin rubor, como quien admira una obra de arte-. ¿Tienes novia? Yo no puedo tener novio –añadió sin darle tiempo a contestar-. Estoy enferma, sé que voy a morir pronto.
-¿Por qué piensas eso, qué te pasa?
-El médico dice que tengo la sangre floja. Me recetó un jarabe, pero no me hacía sentir mejor. Chan me ha dado unas plantas y dice que si dejo que me clave unas agujas conseguiré ponerme buena, pero tengo miedo. No se lo he contado a mis tíos. No quiero que le echen de aquí por clavar agujas a la gente. Le tengo cariño. 
-¿Tienes más miedo a unas agujas que a perder la vida?
-Sí, contestó ella con las lágrimas corriendo por sus mejillas. Se sentó en una butaca y se encogió sobre sí misma sin dejar de llorar. Dimitri se acercó y se puso de rodillas a su lado. Cogió una de sus manos y la besó con ternura.
-Una chica tan bonita no puede tener miedo de unas agujas pequeñitas. Si tu amigo dice que te puede curar, seguro que es verdad. Yo he leído que los chinos llevan muchos años curando así.
-Si sus agujas fueran tan buenas, no se hubiera muerto nunca ningún chino.
Dimitri se rió ante la simpleza del pensamiento y ella se rió también.
-¿Quieres que te enseñe las agujas?
-¿Dónde las tienes?
-Yo no las tengo, están en casa de Chan. Podemos entrar por el desván ahora que él no está. Hay una puerta que comunica los desvanes de las dos casas.
-No me parece bien. Ya no me parece correcto estar aquí contigo, con que…
-Si te enseño las agujas, igual me ayudas a perderles el miedo y dejo que Chan me las clave.
El joven se quedó dudando. Pensó que jamás en su vida había transgredido ninguna norma. Pero si entraba en la casa del chino sería por un buen motivo, no para robar, ni curiosear. Miró a la chica. Tenía que ayudarla, que protegerla, no podía dejar que se muriera.
-Vale –le dijo mientras pensaba que el maletín podía ser un estorbo-.

Subieron las empinadas escaleras hasta el desván. La chica abrió la puerta con soltura. Parecía que no era la primera vez que lo hacía. Pasaron al desván de la casa contigua en el que algunas cajas de madera rotuladas con caracteres extraños se apilaban junto a las paredes. Bajaron las escaleras hasta el segundo piso. Allí, a través de una puerta cerrada oyeron un gemido. Se miraron uno a otro. Sin mediar palabra, la chica entreabrió la puerta con sigilo. Chan se retorcía en el suelo, vestía aún su camisón de dormir.
Marielka encendió una candela. No había sangre. Mojó su pañuelo en el agua de la jofaina y se lo pasó por la cara. El chino abrió los ojos.
-Tú no decir nada. Tú no llamar nadie. Cena sentar mal. Chan mañana bien.  Tú ir.
Perdió la consciencia. Entre ambos jóvenes lo tendieron en la cama. Dimitri vio colgando de su cuello una pequeña llave plateada.



III



-Mira –le dijo Dimitri a Marielka, señalando la llave que colgaba del cuello de Chan- igual sirve para abrir la cadena del maletín.

El hombre sudaba y jadeaba. Los jóvenes seguían a su lado sin saber qué hacer. De vez en cuando Marielka pasaba su pañuelo por la frente del chino. El aprendiz se quería ir, quería volver al desván y salir por la casa del cura; alcanzar la calle, correr para dejar atrás, lo antes posible, ese barrio lleno de suciedad y miseria; llegar al puente de piedra, caminar hasta el gabinete de contabilidad, decirle al secretario que no había nadie en el número siete de la calle Génova, devolver el maletín; marchar para su casa y olvidarlo todo. Pero comprendía que no podía dejar a la chica sola con el hombre enfermo.

-Dan ganas de abrir la ventana, qué olor más insoportable –dijo ella-.
-Vamos a ver las agujas, a ver si está mejor cuando volvamos y nos dice si podemos darle alguna medicina –contestó el chico-.
-¿No quieres probar primero a ver si esa llave abre la cadena del maletín?


Sin esperar su respuesta, Marielka se acercó a Chan con una mezcla de asco y miedo. El hombre seguía inconsciente. De vez en cuando, decía palabras en su idioma y gesticulaba con las manos. Cuando  deshizo el nudo del cordón que rodeaba su cuello, el viejo se incorporó, de repente, y quedó sentado con el cuerpo rígido, los ojos abiertos y la mirada fija. Un segundo después cayó de espaldas sobre el colchón y quedó sin respiración durante unos momentos.

Los chicos se habían abrazado de forma instintiva y le miraban asustados. Al ver que volvía a respirar, aunque con dificultad, se sintieron aliviados y Dimitri cogió la llave que había caído al suelo.  

-Sí, abre el candado -dijo mientras se liberaba de la cadena.
-¿Y el maletín? –Preguntó la joven con curiosidad.
-No voy a probar –contestó él con decisión.
-Probaré yo.

Antes de que él pudiera reaccionar, Marielka había conseguido abrirlo y había sacado el sobre lacrado.

-¿Qué tiene este sobre?
-No sé, déjalo –le ordenó él enfadado-. Me voy a marchar. No debí entrar aquí.
-No lo hagas, no me dejes sola.
-Vámonos los dos. Volveremos por el desván a casa de tu tío. Yo me iré. Luego tú llamarás a la puerta de Chan y, como no te abrirá, buscarás a un policía y le dirás que has oído al viejo pedir ayuda.
-Aquí no vendrá ningún policía. El viejo se morirá.
-Si se tiene que morir, se morirá de todos modos.
-Como yo… –respondió ella con tristeza.

Dimitri se cogió la cabeza con ambas manos y apretó sus sienes. No podía creerse que eso le estuviera pasando a él. Le parecía estar inmerso en una pesadilla densa de la que no era capaz de despertar. El viejo hacía un extraño ruido al respirar y la chica estaba llorando sentada en una silla. Ya no tenía sentido proponerle que fueran a ver las agujas, estaba seguro de que Chan moriría de un momento a otro y, entonces, nadie podría salvar la vida de Marielka.
Esperaría con ella hasta que el viejo muriera, luego la convencería para que regresaran a su casa. Le diría que no tenía que contar nada a nadie. No volvería a verla. Con el tiempo, lo olvidaría todo. El secretario le contrataría, conocería a una mujer de buena familia, tendrían dos hijos, vivirían en una casa bonita y nunca más en su vida volvería al otro lado del puente de piedra.


-Creo que Chan se está muriendo –dijo Marielka y se levantó de la silla-. Si el sobre era para él, ¿qué más da abrirlo? – Con un gesto rápido lo cogió del maletín que estaba abierto en el suelo, rompió el sello de lacre y lo abrió. Al ver sus intenciones, Dimitri se había acercado para impedirlo, pero cuando alcanzó su mano para arrebatárselo ya era demasiado tarde.

<<Ahora sí que me he metido en un buen lío>> pensó, con ganas de pegar a la chica. En ese momento la respiración del  viejo   se hizo casi inaudible, su rostro se relajó, su cuerpo perdió rigidez y expiró.

El contenido del sobre se desparramó por el suelo cuando Marielka, al darse cuenta de que el viejo había muerto, lo tiró al suelo asustada y se marchó corriendo por la escalera. Dimitri, en medio del insoportable hedor, cogió uno a uno los pequeños papeles, los metió en el sobre y éste en el maletín. Cogió también la cadena y la llave que había dejado en la mesilla del viejo y salió corriendo detrás de la chica. Al llegar al desván se dio cuenta de que estaba encerrado. No merecía la pena pedirle que abriera, ella no le iba a hacer caso. Sólo podía salir por la puerta principal. Bajó las escaleras y salió a la calle con las zapatillas del cura. Se encaminó hacia el descampado. Se acercó a las chabolas. Gritó: Aquí tienes el maletín, ven a por él. El hombre que le había asaltado salió.

-Espera. Te daré el maletín y no te delataré. Con condiciones.
-¿Qué condiciones? –preguntó el rufián.
-Tiene que parecer que me lo has robado. Pero no me hagas daño: Un amigo mío te está apuntando con su arma y te disparará si es necesario.
-¿Qué tiene el maletín?
-Dinero. Mucho dinero.

No terminó de decir la última palabra cuando el hombre ya le había dado un golpe en la cara que le tumbó en el suelo. Luego, se dio la vuelta y se alejó mientras Dimitri se levantaba y, descalzo, caminaba sobre el barrizal.

En cuanto alcanzó el puente de piedra tiró al río la llave y la cadena que llevaba guardadas en el bolsillo y gritó pidiendo socorro. En seguida vino en su ayuda un policía. Cuando contó que le habían atracado en el descampado de la calle Génova, le creyó sin dudar. “Peligrosa zona”, le dijo. “¿Qué llevaba en el maletín?”.

-No lo sé –contestó. Y era verdad. No sabía que el contenido del sobre eran cartas de pago de mercancía de contrabando y que tenía que haber recogido en la casa una valiosa pintura dibujada sobre una fina seda.
En el número siete de la calle Génova, a donde dijo el chico que le habían mandado sus jefes, la policía encontró a un chino muerto y varias cajas con obras de arte sacadas de forma ilegal de su país. En el número ocho el cura, cuando llegó por la noche, encontró a su sobrina muy debilitada y llamó enseguida a un médico. Sin embargo, a nadie pareció importar que en la explanada, junto a una chabola, yaciera un fornido hombre con su propio cuchillo clavado en la espalda.

En el lodo del fondo del río quedaron sepultadas una cadena y una pequeña llave plateada.  Dimitri, cuando pasea con su mujer desde la orilla de los bulevares, mira hacia el agua recordando esta historia que le ocurrió cuando era un joven aprendiz. Alguna vez creyó ver, al otro lado del  puente de piedra, a una mujer rubia, esbelta y muy pálida, que camina sola en medio del ruidoso enjambre de miserables. 


Mara- Carmen Salgado Romera
Homenaje a Daphne du Maurier
Relato inspirado en su cuento “La coartada”