Homenaje a Franz Kafka por Alejandro Alonso Cabrera (Jany)



Mi lado de la escalera

Recuerdo haber estado allí. Fue hace mucho tiempo, era un crío que apenas estaba entrando en la pubertad.

Las escaleras siguen siendo igual que entonces, tortuosas y empinadas. Se hacía largo el camino al piso superior. Sí, era joven, pero eso no quiere decir que la empresa no fuera arduo difícil. Otros a mi edad, me refiero a la de entonces, no parecía importarles, era más el ansia del reconocimiento que la dificultad que entrañaba.

La casa de mi abuelo estaba rodeada de todo tipo de verduras. Siempre la recuerdo verde, por todos los lados. Tenía en su jardín lechugas, pimientos, cebollas, ajos, tomates, guisantes, patatas, remolacha, y un montón más de plantas. Cada una en su estación, lógicamente. Presumía de los productos de su huerta, pues eran cuidados con mimo; no dejaba que cualquiera tocara sus productos, nadie salvo yo. Veía en mí la pasión que él tenía por aquel huerto. Era el ojito derecho de mi abuelo, me movían las mismas inquietudes que a él, y sobre todo, me gustaba la relación con el huerto, la naturaleza. El resto de la casa tenía césped, salvaje, poco cuidado y aquello suponía una selva maravillosa donde jugar.

Sí, una vez subí al piso de arriba, pero a mí realmente me gustaba aquel jardín. Era todo tan verde, tan sabroso lo que allí se producía que para mí era el Edén. Yo prefería el jardín de todas, todas. Las aventuras eran para aquellos que ansiaban poner su valía en juego, ganar el honor, pasajero a mi entender, de haber estado o haber hecho o haber logrado esto o aquello. Eso no era para mí.

Pero sí, subí al piso de arriba. Lo recuerdo como algo penoso, tedioso, amargo, a pesar de haber utilizado el método, a mi entender, más rápido aunque, posiblemente no fuera el más seguro. Nunca lo sabré. Siempre te juegas la vida en cada acto que realizas, y aquello era una forma algo más segura de poder perderla.

Me atreví a hacerlo, puse todo el empeño y, al final, lo logré. Pero, si tan sufrida era la subida, bajar no era menos. Y total, ¿para qué? Nada había en aquel piso que llamara mi atención. ¿Mérito? El subir y bajar sano y salvo, porque aquella experiencia no tenía otra cosa. Una pérdida de tiempo. Un viaje inútil. En el piso de arriba no había nada que atrajera mi atención, muebles y más muebles, armarios y ropa, nada que me pudiera asombrar de manera alguna. Y lo peor no era eso, era tener que bajar. Ya lo dije, tan cansado era subir como bajar, y por supuesto, tan peligroso. Y encima, llevando las cosas encima. Si hubiera sido un pájaro habría volado, no me harían falta las escaleras para nada, pero el resultado hubiera sido el mismo, no creo que al pobre pájaro le hubiera interesado aquel piso.

Me había animado mi abuelo, aunque creo que lo hizo más por coacción de mis hermanos y amigos que por imperativo propio. Me pareció que no le agradaba aquella aventura que yo emprendería, pero se vio forzado a ello pese a que su cara decía otra cosa.

Corrieron presurosos. Mientras me acercaba a aquella escalera, mi vista no la podía apartar del piso superior; apenas veía nada, estaba casi en penumbras. Aquello no me asustaba, mi miedo eran aquellas infinitas escaleras, el sufrimiento de tener que subirlas, el agotamiento antes de comenzar. Me arrimé lo más posible a la barandilla; creí el lugar más seguro para aquella ascensión. Mis hermanos y amigos habían emprendido ya la escalada por cualquier lugar.

La puerta de la casa permanecía casi siempre abierta de par en par; siempre entraba luz. Desde las escaleras no podía ver a mi abuelo, que lo supuse en el huerto intranquilo. Poco a poco, muy poco a poco, iban cayendo los escalones. Me di cuenta de que entre los escalones y la barandilla que los franqueaba había una superficie lisa todo a lo largo de las escaleras, y que, además, me permitía subir evitando los escalones. Aún así, seguía siendo una empresa tortuosa.

¿Pero para qué? ¿Para qué subir? Supongo que a los de mi edad realizar ciertos actos supone una experiencia enriquecedora, descubrir otros “mundos”, ser el mejor o el primero en algo, son retos que con el paso del tiempo me vienen a dar la razón. Nos pasamos la vida haciendo y diciendo idioteces, pero entiendo que son cosas de la edad y por esa misma razón tengo la impresión de que es posible que haya dejado perder mi infancia y mi juventud, o tal vez no.

 Siempre con mi abuelo en el huerto. No conozco otra cosa, lo sé todo sobre él. Cuándo plantar esto o lo otro, cuándo recoger o regar o abonar. He vivido siempre con el huerto, siempre, excepto mi nefasta aventura al piso de arriba. ¡Con lo bueno que es el huerto! ¡Y el abuelo!

Seguí paso tras paso, aquello parecía no tener fin, miraba hacia arriba y seguía estando al principio de la escalera; miraba hacía atrás y era descorazonador, sólo unos pasos me separaban del principio de la escalera, o del huerto. Pero me había embarcado y llegaría hasta el final, me lo había propuesto ya que así parecía que el abuelo lo quería. Lo hacía más por él que por mí. Estúpido, lo sé. Las cosas han de hacerse por uno mismo, no por los demás ni por el qué dirán. Es la única forma de ser coherente con tus convicciones, con tus creencias, aunque yerres en ello, pero son tus errores y no podrás culpar a nadie de ello salvo a ti, y en este caso yo ya tenía mis culpables.

Cada poco tenía que parar a descansar, era empinada la ruta, más cómoda que la escalera, pero se conjugaban varios factores que pesaban en la empresa. No tenía ninguna gana de ir al piso de arriba, ya estaba solo, me costaba subir, la luz se iba difuminando, ¿qué estaba haciendo? Era una prueba, pero una prueba ¿de qué? ¿Para qué? Yo sólo quería volver con mi abuelo al huerto, merendar, estar al sol. Lo necesito, lo necesitaba.

Al fin llegué, totalmente agotado, al piso de arriba. Eché un vistazo rápido desde el hall a las habitaciones mientras tomaba aliento y me recomponía de la ascensión. Lo que me imaginaba, no había nada interesante. Había sido aquella aventura una pérdida de tiempo, como la mayoría de empresas y aventuras de mis hermanos y amigos. Imagino que son necesarias, sobre todo cuando alguien cree que puede reportar algún beneficio, ya sea a sí misma o al resto de la comunidad, pero ésta es ridícula.

Ahora había tomado la delantera, nada me retenía allí por lo que decidí emprender el viaje de regreso sin avisar a mis compañeros de travesía, de igual forma que ellos me abandonaron en la ascensión. Así pues, me dispuse por mi lado de la escalera a realizar el difícil descenso. La pendiente ayudaba, pero de igual forma que ayudaba, corría el riesgo de estrellarme. Tomé un poco más de precaución pero ansiaba regresar lo antes posible al huerto y estar con mi abuelo. Mis hermanos y amigos seguían correteando por el piso de arriba sin notar mi ausencia, ¡valientes compañeros de viaje!

Pero nada me importaba más que llegar al huerto lo más rápido posible.  Por otro lado, se dice que es mejor arrepentirse de algo que has hecho, que de algo que no. Y desde luego ese era mi caso, me arrepentía de aquella excursión inútil, y con el paso del tiempo me mantengo en mis trece, fue baldía aquella empresa. ¿Me arrepentiría ahora de no haberla realizado? Nunca lo sabré, tampoco tengo constancia de que aquella aventura haya marcado mi vida en ningún sentido, ni para bien ni para mal, pese a la pérdida de tiempo y fuerzas que me supuso. Ahora bien, estoy hablando de ello, por lo que supongo que ciertamente sí ha influido en mí. Ahora pienso que cada cual busca su lado de la escalera, y ése es su camino, yo tomé el mío.

Al llegar junto a mi abuelo, éste se alegró y al ver en mí tal desgaste físico, me invitó a recomponerme con lo mejor de su huerto, ¡una buena ración de coles verdes! Todo un manjar y todo un reconstituyente, un aporte extra de calcio de alta calidad. Tras la ingesta y visto que la mañana comenzaba a llegar su punto álgido, tomamos la decisión de volver a nuestro nido.

Es duro, la vida que llevamos es dura, pero supongo que como la de cualquier otro ser vivo de este planeta. Eso sí, llevamos ventaja sobre los demás, llevamos siempre a cuestas nuestra casa.


Jany