Homenaje a Franz Kafka por Mª Carmen Salgado Romera (Mara)


LAS CASITAS

Construí una despensa en el medio de la nada. Se me ocurrió un día mientras paseaba al perro por el inhóspito descampado.  Recordé cuando, de pequeño, jugábamos allí los del barrio. Las niñas imaginaban  sus casitas poniendo piedras y ladrillos, de chabolas derruidas, sobre el polvo y los hierbajos, al lado unas de otras.
Formaban   cuadrados torcidos que llamaban “la cocina”, “el dormitorio”, “el salón”... En su imaginación, esa estructura, que por su escasa altura parecía tener sólo las dimensiones del largo y el ancho, alcanzaba la envergadura de las mansiones que nunca habíamos visto por dentro, pero que suponíamos llenas de todo lo que no teníamos y así, se invitaban unas a otras a sentarse en los sofás de terciopelo, a tomar el té en tazas de porcelana china, a comer deliciosas pastas de mantequilla, a acostar a sus muñecos invisibles en mullidas camas con brillantes colchas de seda, como ocurría en las mansiones de las novelas que escuchaban por la radio. 
No nos parecía extraño que rodearan las piedras para pasar por “las puertas” que abrían y cerraban, ni nos llamaban la atención sus gestos de sentarse o balancear los brazos acunando inexistentes bebés y,   sin intención de burla, algunas veces los chicos también participábamos de ese juego, haciendo que las casas tuvieran habitaciones y objetos que ellas no parecían necesitar, pero que nosotros  habíamos visto en las películas de vaqueros del cine parroquial y nos resultaban más necesarias que, por ejemplo,  “el salón de baile”.
Añadíamos las habitaciones alrededor de las suyas: “la del billar”, “la de las cartas”, “la de los trofeos de caza”, “el armero”… y nos ofrecíamos a enseñárselas, pero ellas rechazaban nuestras invitaciones con horror, decían que les asustaban esas cabezas disecadas colgadas de las paredes y que nuestra parte apestaba a humo de tabaco.  En eso tenían razón. Apurábamos las colillas que nos habíamos encontrado por el suelo en “la de fumar”.
Yo siempre quise una despensa con una fresquera, como la de mi casa. Las niñas no las incluían en sus cocinas y en el calor de  aquel arrabal sin árboles, sin más sombras que las proyectadas por paredes medio caídas, el agua de las cantimploras parecía sopa. Nunca me atreví a decirlo, las despensas no son cosas de hombres.
Pasaron los veranos y muchos niños diferentes por aquel descampado, ahora vacío de gente, lleno de soledad y de silencio. No sé cuándo se dejó  de jugar a las casitas, porque cuando cumplí los quince no volví por allí hasta ayer, pero mi vista de lince me ayudó a distinguir unas piedras colocadas formando cuadrados y pensé que, por fin, después de tantos años, era el momento de construir mi despensa. Recogí escombros y los añadí cuidando de no tapar ninguna “puerta”.
Me senté en el suelo en el interior de ese rectángulo, mientras mi perro se entretenía por allí cerca. Una fresca brisa empezó a entrar por el hueco de la pared vertical, cubierto de malla fina para protegerlo de los mosquitos. Acomodé la espalda contra la pared mientras bebía el botellín de cerveza que cogí del anaquel. Era el último. Hoy no me acordé de llevar más para reponer.  

Mara