Homenaje a Franz Kafka por Maria Evelia San Juan Aguado
MUTACIÓN
―”Tienes que probar
este medicamento, mamá: es nuevo. En el laboratorio están muy satisfechos con
las pruebas realizadas hasta ahora”. (El trabajo que tiene consiste en
convencer a los médicos para que receten las medicinas que van saliendo al mercado).
“Desde ahora las jaquecas van a ser como la viruela, antiguallas”.
No es que yo sea
muy amiga de potingues, pero su entusiasmo contagioso y el malestar que desde
niña me han provocado las frecuentes migrañas acabaron pronto con mis
reticencias.
―Vale, hijo,
probaré. Déjame un frasquito de esas gotas y te prometo que la próxima vez que
me duela la cabeza las voy a tomar.
Hará cosa de quince
días amaneció uno de esos días plúmbeos que tan frecuentes son en esta época y
mi cabeza empezó a ponerse a juego con él. Fui resistiendo como buenamente pude
hasta media tarde, más por costumbre que por otra cosa; pero llegó un momento
en que no podía más y me acordé de las gotas. No me había dicho la dosis, me
sentía incapaz de leer el prospecto y casi no podía abrir los ojos, así que
cogí una cucharilla de postre, la llené y me la tomé. Acto seguido me metí en
la cama, con aviso estricto a los míos de que me dejaran en paz hasta el día
siguiente.
Al despertar noté
algo raro, no sabía qué, pero todo era diferente a la víspera: de repente, las
cosas a mi alrededor habían aumentado su tamaño, fui recorriendo habitación por
habitación y la casa se me antojaba una mansión señorial: ¿Cómo era posible que
los techos estuvieran tan altos? ¿Qué les había ocurrido a los muebles? Cuando
pasaba cerca del armario con puertas de espejo descubrí los zapatos de mi
marido y me parecieron barcos en dique seco, esperando volver al mar. Una
mirada al otro lado y empecé a comprender: mi estatura, habitualmente baja,
había quedado reducida como cien veces, o algo así. Mis piernas y mis brazos
eran muy delgados, cortitos y acabados en uñas lustrosas. ¿De dónde habría
sacado el hermoso abrigo de piel color crema? Conservaba, eso sí, los ojos
verdes, aunque empequeñecidos y más brillantes que de costumbre. Pensé que me
sería imposible usar las gafas y no podría ver bien ni de lejos ni de cerca…
¡Me habían crecido las orejas! ¿O era que no habían menguado como el resto del
cuerpo? Me asusté bastante, mi corazón empezó a latir con una extraña fuerza
para mi actual tamaño, parecía dispuesto a salir al exterior…Me hallaba en una
situación tan imprevista que necesitaba pensar cuanto antes cómo resolverla.
Era urgente buscar
un refugio, por nada del mundo quería exponerme a la vista de mi familia. Tenía
que encontrar la manera de recuperar mi estado normal, lo antes posible, para
que ellos no se dieran cuenta de mi problema, pues estaba segura de que no lo
iban a entender. ¿Y cómo se lo iba a explicar si ni yo misma sabía qué me había
ocurrido? Desde luego, podía pensar con relativa claridad, pero ¿tendría la
capacidad de hablar o habría enmudecido?
Me escondí debajo de la cómoda de nuestro
dormitorio. Allí pasé un tiempo que me pareció bastante largo
discurriendo, explorándome de nuevo –resulta que tenía cola y mis dientes ahora
eran fuertes, se movían con rapidez, exigían trabajo. ¡Qué hambre me estaba
entrando! Tuve que salir con precaución y acercarme a la cocina a buscar algo
que comer. Pensar en abrir la nevera, imposible. A base de saltos y con
esfuerzo conseguí subir hasta la encimera. No había gran cosa, tan sólo algunas
pieles de fruta, migas de pan que habían caído del desayuno, los cascos de una
naranja… tuve que hacer de tripas corazón. Acabé y volví al sitio, allí me
sentía segura, no mirarían, no me encontrarían.
Con la panza llena,
el sueño se apoderó de mí: me acurruqué sobre una de las bayetas de paño de
abrillantar el suelo y dormí no sé cuanto tiempo. Hasta que se abrió la puerta de la entrada.
Mi marido llegaba a casa a comer. Lo primero que hizo fue asomarse a la cocina.
Luego, fue hasta el dormitorio a quitarse la trenca. Abrió la puerta del baño,
nadie. Entró al salón, pensando que era poco probable que estuviera en él a
esas horas. Visto que tampoco estaba en la terraza, me llamó:
― ¿Mari?
¿Dónde andas? Silencio, misterio. ¡Dónde habrá ido sin avisar! Volvió a la
cocina y se percató de que nadie había preparado la comida. ¡Cómo no me habrá
llamado! Le ha tenido que pasar algo. Voy a llamar a los chicos, a ver si
alguno sabe algo…
―¿Qué tal,
papá?
―Hola,
Andrés: ¿sabes algo de tu madre? Acabo de llegar a casa y esto es un desastre.
Ni hay comida preparada, ni está puesta la mesa, ni una nota de aviso que diga
dónde se encuentra.
―No tengo
ni idea, papá. Pero si no está tiene que haber pasado algo fuerte, ella nunca
ha hecho algo así. No va a desaparecer de la noche a la mañana. Espérame ahí,
enseguida voy para allá. Pregúntale a Luis, a lo mejor él sabe dónde está.
―Hola,
papá.
―Te llamo
porque mamá no está en casa y no ha dejado nota alguna de su paradero. ¿Te ha
llamado o sabes lo que pensaba hacer esta mañana?
―No, papá. Yo he estado trabajando, como tú. Salí hace un rato y vine
directamente a mi casa, sin pasar por ahí. Como traía hambre ya he comido. ¿Has
llamado a Andrés?
―Sí. Ya ha quedado en venir a casa. Y tú también deberías venir. No
sabemos ni qué le ha podido pasar ni dónde está.
―Voy, en cuanto estemos los tres decidiremos cómo empezar a buscarla.
Hasta luego.
En casa de Celia, la vecina, no va estar a estas horas; de todos
modos, voy a llamarla, por si sabe algo.
― ¿Sí?
―Hola, Celia. Soy Juan. Te
llamo porque no sé dónde está Mari. Al llegar a comer me he encontrado con que
no hay nadie, ni comida, ni un aviso…nada.
―Lo siento, Juan, no sé nada de ella. Yo también he pasado la mañana
en la oficina.
―Ya me imaginaba. Pero es todo tan raro que no sé ni a quién
preguntar.
―No te preocupes; habrá tenido que hacer algún recado urgente. Lo más
probable es que pronto esté en casa. De todos modos, avísame cuando llegue. Si
quieres, puedes bajar a comer con nosotros.
―Gracias, no te preocupes. Aquí
hay comida. Sólo tengo que calentarla.
Hasta luego.
Mientras el móvil echaba humo y los nervios se adueñaban de modo
creciente de mi marido, yo iba sintiendo cómo el miedo me invadía hasta
aflojarme los muelles: dejé el recado sobre la otra bayeta y me dispuse a
encogerme en lo más recóndito del rincón.
Antes de que me diera tiempo a ello, un sonido agudo y estridente me
taladró las orejas.
¡¡Ringgg…!!
―Buenos días, amables radioyentes, son las siete de la mañana. Les
damos la bienvenida a un nuevo programa…
Salté como un resorte y me fui directamente al baño para verme en el
espejo. ¡Qué alivio! Conservaba la misma fisonomía del día anterior, un poco
despeinada.
Mª Evelia San Juan Aguado