Homenaje a Isabel Allende por Alejandro Alonso Cabrera.



EL BREBAJE

Decían las lenguas, que Damián el carpintero no podía dormir, que tras haber ingerido aquella sustancia, que aquella hermosa bruja le ofreció como pago por su trabajo, jamás pudo recobrar los sueños. Yo tengo dudas de que eso fuera así, quizá perdió los sueños al ver la belleza de Miriam, la joven bruja. Aunque todos afirman que aquel brebaje estaba encantado, y todo aquel que lo probara quedaría atormentado de por vida por su mayor defecto. Decían que un hombre de tierra adentro, era, sin lugar a dudas, el hombre más hablador del reino, y que tras encontrarse con Miriam, agradecida ésta por la ayuda recibida, pues su pequeña rana había perdido y él había encontrado, bebió también del brebaje, quedando mudo para siempre. Yo fui unos de los pocos que dudé de aquella historia, supuse que las aguas del pantano donde Miriam había perdido la rana le habían afectado de tal manera que perdió la voz. Siempre busco razones naturales y cotidianas.

Ella, Miriam, no era una bruja mala, pero aún así vivía aislada. No sé si por temor a nuestras enfermizas creencias o porque así lo había decidido. Muchos habían pasado por su casa a pedir o rogarle ayuda, cosa que ella jamás negó. Creo que el nombre de bruja no era un justo apodo.

Damián, ahora menos hablador que antes, no había cambiado su rutina, seguía yendo a trabajar a deshoras, tarde, sin horarios, pero no porque estuviera durmiendo. Las noches las pasaba en el cerro sentado, contemplando la luna o la oscura noche, quizás contando estrellas hasta que encontrara la suya. Nadie le preguntaba, pero todos hablaban de él, justificando o criticando su actitud.

“Ve a verla” -le dije a Damián un día-, “que te quite el hechizo”. “¡No! Eso es lo último que quiero” -me respondió-. Si no quería, no quería, y no había más que hablar. Pero yo me preguntaba qué tortura tendrá que satisfacción le da. Un hombre no puede vivir sin dormir, pero Damián siempre estaba igual, no le afectaba aquella situación. Podías verle tumbado, pero siempre sus ojos estaban abiertos; tampoco se sumía en abstracción alguna, pues siempre era consciente de lo que acontecía a su alrededor.

Miriam, de vez en cuando, pasaba por el poblado, compraba viandas para una larga temporada y regresaba por el bosque a su cabaña. Nadie le preguntaba, nadie le interrogaba, de sus bocas no salía palabra sobre Damián, al cual miraban siempre con pena. Él no deseaba que se le mirara de esa forma, mas él se mostraba feliz. Aun cuando cayó del tejado del panadero mientras lo reparaba y tres costillas rompió, no pareció sentir dolor, el brillo seguía manando en sus velados ojos. No entiendo la expectación creada por Damián, era feliz y nada importunaba su vida, daba igual alegría que desgracia, que los destellos de sus ojos jamás se apagaban.

Ganas tuve de ir a ver a Miriam, de preguntarle por Damian, de tomar el brebaje, mas el miedo o el temor se alojaba en mi interior, y aferrado a la idea de multiplicar mis defectos siempre volvía sobre mis pasos. Una vez cerca estuve de la cabaña, ella me vio, yo la vi, nos miramos e hizo un gesto para que fuera, pero los miedos, en vez de sujetarme, me impulsaron tras un árbol. Avergonzado, volví al poblado, nada dije, nada comenté, de esa andanza nada se supo. Es posible que otros hayan andado el mismo camino y con el mismo fin, pero nada se sabe. Sólo aquellos que en su desgracia han tenido que ir a verla, saben de su infinita compasión, de su amor al prójimo, de la ayuda impagable que ofrece. Entonces, ¿por qué castiga con ese brebaje a quien le presta su ayuda? Si he de prestar mi ayuda a Miriam, no deseo recompensa por ello, no he beber el liquido que despierte mis tormentos.

Hablé pronto y sin pensar. Días más tarde, cazando por el bosque oí unos quejidos tras unos matorrales. Presto corrí hasta ver quién gimoteaba. Miriam estaba tirada en el suelo, doliéndose de sus tobillos. Ya era tarde, allí estaba yo para mi desgracia. No podía, no debía dejarla allí, las alimañas podían acabar con ella. “Llévame hasta mi cabaña, por favor. Yo me daré cura, pero ahora no puedo andar”. No me quedó más remedio, la tomé sobre mis brazos y me dispuse a llevarla a su cabaña. Perdí la noción del tiempo, pues no supe cuánto ni cuántas leguas caminé. Era tan frágil que apenas sentía su peso en mis brazos. Ella me miraba, había tanta indescriptible paz y agradecimiento en sus ojos que apenas podía apartar los míos de los suyos. Al fin llegamos. “Pasa y déjame sobre la cama”. Así lo hice, y me quedé mirándola cómo esperando algo. “No debo beber del brebaje”, me decía continuamente, aún sin saber que lo estaba deseando. “¿Esperas algo?” “¡No! Tan sólo quiero saber si quedarás bien, si podrás moverte, quién te ayudará ahora que no te vales”. “No debes preocuparte por mí, todo está como debe de ser. Por favor, acércame ese frasco, el que está justo en la ventana”. Un frío recorrió mi espalda, ahora me ofrecería el brebaje y no debía rehusarlo, pero no quería tomarlo. “No te preocupes, sólo sirve para recomponer mis dolidos tobillos”. Por un momento me tranquilizaron aquellas palabras, pero, ¿cómo sabía ella de mis temores? “Eres libre de tomar o no mi brebaje, sé que muchas cosas se cuentan de él, pero nada es cierto”. Ahora se abría ante mí una singular lid: tomarlo sería una muestra férrea de valor o por el contrario de estupidez. No quería que mis defectos afloraran. “No tengas miedo, sólo aquellos que tienen miedo jamás lo probarán”. Sus palabras, en vez de alentarme aún suscitaron más indecisión en mí, debía preguntar cuál sería el resultado o el hechizo al cual sería sometido. “No hay magia en el brebaje, la magia está en cada uno de nosotros, sólo hace falta que encontremos el camino que a ella nos lleve”. Tomé la botella, de rugoso cristal, la miré, a ella, a Miriam, a la botella, acerqué su boca a mi nariz, su olor me retrajo a olores de infancia, durante unos segundos viví en el pasado. Abrí los ojos y vi los suyos en los míos, con decisión tomé un pequeño sorbo, aquel líquido, sabroso, con toques de arándano, quizá también a miel y yerbas fluía por mi cuerpo. Me quedé esperando, no sé bien el qué, pero allí estaba de pie, enfrente de ella, que no dejaba de observarme. “¿Esperas algo?” “¡No! Tan sólo quiero saber si quedarás bien, si podrás moverte, quién te ayudará ahora que no te vales”. “No debes preocuparte por mí, todo esta como debe de ser”. Aquellas palabras me sonaron antiguas, vividas o tal vez  soñadas. “Ya está, ya has bebido, ¿ha pasado algo?” me dijo. Claro, había bebido el brebaje, ahora me daba cuenta; por un momento me pareció haber perdido el tiempo, caer en un oscuro bucle del pasado, pero no, todo había sido real. Me sentía igual, nada había cambiado. “¿Crees que pagaría los favores con torturas? Hablan y hablan, pero sólo aquel que ha bebido sabe la verdad, tan sólo apaga los fuegos internos de la sed.” “¿Entonces, Damián?” Damián ha sido tocado por la fortuna del amor, pero no puedo corresponder. Pregunta a las estrellas noche tras noches cómo romper mi maldición, pues maldita estoy.” “¿Qué puedo hacer?” -pregunté casi insolente-. “Lo que has hecho está bien, no puedes hacer más. He de esperar a que algún alma caritativa, como tú, pueda romper la maldición. Sólo me queda esperar”.

Regresé al poblado, mis labios quedaron sellados. De lo sucedido, como es normal, nada se supo.

Alguna tarde, al caer la noche Damián sube hasta el cerro. Junto a él, sin mediar palabra, un hombre le acompaña. Un hombre que sabe de su dicha y su desgracia, le comprende y anima, le reconforta y alienta. Un hombre que bebió un brebaje le acompaña.

JANY