Homenaje a Julio Verne por Carmen Salgado (Mara)

Bioarte 37
“De la intersección de dos ideas
surge la chispa de la creación”


   La exposición parecía prometedora.
   En los carteles que revestían las paredes del vestíbulo se podían leer los anuncios de sus secciones y, sobre una serie de pantallas situadas en el eje central, se proyectaban diversas imágenes holográficas del interior de las salas:
 
Mutaciones Genéticas: Conviértase en otros seres.
El Andrógino: ¿Cómo es su otro sexo?
Sico- visión: Así le perciben los demás.
El cerebro timador: Conozca lo que su vista le muestra y su cerebro no.
Música Humana: La melodía de los cuerpos.
Sala especial: ¿Quiere saber cuándo va a morir?

   Mientras leía los carteles y observaba las imágenes, no escuchaba los anuncios callejeros. Curioso, cuando me decidí a entrar fue cuando me di cuenta de que era el único local que no emitía los condenados anuncios. Es más, en el ancho y oscuro túnel que comunicaba el vestíbulo con la exposición, no se escuchaba nada. Tampoco había nada. Quizás pretendían que los visitantes nos vaciáramos de la saturación de la calle, o más aún, de la saturación de nuestras vidas. O más sencillo: que nos vaciáramos, a secas.
   El túnel tenía una extraña cualidad: en su interior no se podía calcular ni la longitud, ni el paso del tiempo, por lo que no puedo decir cuanto estuve dentro. Noté que se terminaba porque una claridad violeta me permitió percibir unos asientos dispuestos en hileras.
   Me senté en el primero. Hubiera podido elegir cualquiera porque estaban vacíos. Sin embargo, nada más sentarme, me parecieron todos ocupados. Quizás sólo hay un asiento, pensé, y mediante espejos consiguen este efecto. Pero no. Porque palpé hacia mi derecha y toqué algo sólido: una pierna. Pedí perdón. Creo que me puse colorado. Un hombre se reclinó hacia mí. Su aliento olía a canela. “¿La primera vez que viene?”. Opté por no responder. “Seguro que es su primera vez”. Lo afirmó en un tono que me tranquilizó.
   Su voz no era metálica, era humana. O, al menos, me pareció humana. Decidí contestarle con un tímido “sí”.
   Me tendió una pequeña pantalla: “¡Seleccione!”. Dudé. “Le recomiendo empezar en el orden del programa”.
   Pulsé el uno: “Mutaciones genéticas”. Mi asiento se desplazó hacia abajo, hacia el interior de una trampilla que se cerró sobre mi cabeza. De nuevo oscuridad. Al cabo de un tiempo, unas luces de colores fueron dibujando palabras en el aire: “Piense en el animal que le gustaría ser”. Vale, me dije: un dragón.
   Inmediatamente, los dedos de mis manos desaparecieron; mis brazos comenzaron a crecer convirtiéndose en alas; mis piernas se transformaron en patas, rematadas por tres garras; mi cuerpo se alargaba mientras sentía brotar de mi piel duras escamas.
   Mi cabeza... me parecía que no cambiaba, pero noté que podía expeler fuego por la nariz y la boca.
   Cuando las luces se fueron encendiendo, una a una, pude contemplar mi trasformación en el espejo frontal. Me dio un ataque de risa al ver que tenía los ojos amarillos y cuernos de ciervo. Lo sé, no es normal, pero cuando estoy asustado me río.
   Cogí la pantalla como quien se aferra a un salvavidas. Dos. Pulsé el dos compulsivamente. Tal vez marqué el 22222222222222222222222222222222222222222. Pero daba igual: sólo había seis opciones y estaba seguro de que la pantalla había comprendido mi mensaje, pues una parte de mí se estaba transformando en hembra.
   Uno de mis sueños: ser andrógino. Pero no me esperaba precisamente esto: ¡Ser- un- dragón- andrógino!
   Lo notaba, no porque de mi espectacular cuerpo hubieran brotado senos, o sintiera en mi interior cualquier otro atributo de la anatomía femenina, sino por la urgencia que me estaba entrando de depositar, en algún sitio protegido, el huevo que se estaba formando, a gran velocidad, en mi vientre. ¡Vale! Y ahora… ¿qué hago?
   No tuve mucho tiempo para discurrir, se levantaron unos paneles que cubrían todo el perímetro de la sala circular y me sentí observado desde los 360º: La opción tres, “Así le perciben los demás”, había comenzado de forma inexorable, sin necesidad de pulsar el mando. Y yo con el problema de mi huevo.
   Lo bueno que tiene la mente es que no puede atender a dos cosas a la vez, así que, en cuanto se encendieron las luces rojizas- situadas detrás de los cristales que separaban el lugar donde se ubicaban los espectadores y la sala redonda donde estaba-, me dediqué a observarles.
   Pensé que todo ese batiburrillo de extraños seres eran otros incautos que, atraídos por la exposición, habían probado a convertirse en sus animales preferidos, dada la confusa mezcla de alas; antenas; colas; garras; patas; anillos; trompas; rabos y toda suerte de elementos pertenecientes a seres vertebrados e invertebrados que se mezclaban con los rasgos normales de los seres humanos, exohumanos, intrahumanos o semihumanos- si es que a los intrahumanos se les puede considerar “normales”-. Creí reconocer a un par de ellos.
   Si no hubiera estado separado por los cristales, me hubiera sentido en peligro, pues aunque amortiguados, llegaban hasta mí toda clase de chillidos ininteligibles. No sé como podían soportarse entre sí. Seguro que hasta olían mal. Como yo, con este tufo azufrado.
   Me sentí desencantado por no entender cómo me percibían. Tal vez si hubiera permanecido más tiempo hubiera conseguido saberlo, aunque solo fuera por sus expresiones, pero me acuciaba el problema de qué hacer con mi huevo. Pensé que la única forma que tenía de salir de allí era pulsando sobre la pantalla.
   Me quedaban dos opciones, “Música Humana” o “¿Quiere saber cuándo va a morir?”. No me convencía ninguna. No estaba para conciertos y tampoco tenía ganas de saber algo de lo que ya me enteraría cuando no me quedara más remedio.
   Repasé lo que me había sucedido desde que entré y me di cuenta de que no había apretado aún el botón del cuatro: “Conozca lo que su vista le muestra y su cerebro no”.
   En efecto: según puse el dedo en la tecla todo cambió. La sala, antes como una miniatura de las antiguas plazas de toros, ahora era la esencia de lo civilizado. La pared circular más exterior era blanca y dorada; las luces rojizas emitían un tono más violeta; los engendros vociferantes, los siniestros mutantes, habían recobrado su aspecto normal.
   A través de los cristales que nos separaban era capaz de percibir sus pensamientos; sus palabras mentales me transmitían simultáneamente cómo me veían: ninguno de igual manera.
   Tan absorto estaba en contemplar estos cambios que me había olvidado de tres cosas: de buscar una salida, del huevo y de pensar en si yo también me habría transformado. Esto último lo supe nada más mirarme en el espejo frontal: Sí, de nuevo tenía mi aspecto de siempre. Eso debía dejar resuelto el problema del huevo, puesto que ya no era andrógino. Pero algo en mi interior me decía que no era así.
   De momento, a lo urgente, a encontrar la manera de salir. Estudié cada detalle de la sala buscando cualquier orificio. Entretanto, los seres que antes me contemplaban desde el otro lado de la cristalera circular se iban marchando. Si yo pudiera atravesar el cristal…
    Me senté en la butaca en la que había bajado desde la sala superior. Tal vez había en ella algún mecanismo por el que se pudiera abrir la trampilla y que la hiciera elevarse.
   - No busques- me dijo una voz-. Basta con creer que lo vas a conseguir.
   Miré hacia los lados. No pude localizar al emisor del mensaje. Cerré los ojos e intenté visualizarme en un momento posterior, sentado en esa silla, justo en el piso de arriba. Así, exactamente, fue como conseguí salir de allí.
   Me encontraba, de nuevo, en la sala de las butacas. La luz estaba encendida. Cada una estaba ocupada por uno de los humanos, exohumanos, intrahumanos o semihumanos cuya transformación había presenciado un rato antes. ¿Un rato antes o eso pasaría luego? En ese lugar el tiempo y las dimensiones espaciales estaban tan distorsionados como la percepción de las formas o de los seres.
   -¿Un caramelo? Son de canela.
   Agradecí el gesto de mi compañero de exposición y me metí uno en la boca.
   - Coja más.
   Cogí unos cuantos y los guardé en el bolsillo de la chaqueta. Le di las gracias. No me atrevía a hacer nada. Tampoco a hablar. Todos estaban en silencio. De vez en cuando, alguno seguía con el dedo índice los compases de una música, para mí, inexistente.
   -¿Qué le parece el concierto?- me preguntó en voz baja.
   Estuve a punto de soltar la pregunta tonta: “¿Qué concierto?”. Me contuve.
   - Perdone, no me daba cuenta de que es su primera vez. Apriete sobre el cinco.
   Mi autoestima volvió a recomponerse cuando comencé a oír algo que era muy difícil de definir. No era una composición. No tenía ni ritmo, ni armonía, ni nada. Eran notas sueltas. Tampoco sabía de donde provenían. Tan pronto sonaban, como se hacía el silencio, si cerraba los ojos. Me resistía a preguntar. Pensé que lo mejor era observar el entorno.
   Hice un barrido con la cabeza hacia mi derecha y las notas brotaron en chorro. Me detuve y cerré los párpados: de nuevo el silencio. Deduje que la música que escuchaba estaba vinculada a mi forma de mirar. Probé a fijarme en cada ser en concreto.
   Había dado con la clave: cada uno emitía una nota diferente. Empecé a crear pequeñas composiciones: Exohumano de azul. Exohumano de verde. Ojos cerrados. Uno, dos. Semihumano de la cuarta fila. Humano moreno. Otra vez.
   Me empecé a reír- discretamente-, pero luego me asaltó una duda: ¿cómo lo hacían ellos sin mover la cabeza? Porque solo veía de vez en cuando a alguno sacudir el dedo índice.
   - Pensando-. Oí la respuesta en mi cabeza.
   Pensando... Lo intenté, sin gran éxito al principio. Luego ya era capaz de que sonaran tres o cuatro notas. Después, sin problema.
   - ¿Quiere formar parte del concierto?
   - ¿Qué tengo que hacer?
   - Dejarse llevar. No pensar.
   - Lo intentaré.
   No puedo describir lo que sentí, pero sí afirmar que es una de las sensaciones más especiales que he tenido en mi vida: Entre todos formábamos una orquesta viviente, nuestra melodía era tan diferente a todo como “la música de las estrellas” que una vez escuché en sueños, una música magnética, fascinante a tal punto que creía que no iba a poder despertar.
   - ¿Se siente preparado para pulsar el seis?
   La pregunta me pilló por sorpresa. El seis... ¿qué era?
   - ¿Quiere saber cuándo va a morir?
   En realidad era una pregunta retórica. Porque, de repente, mi silla se elevó hacia el techo de la sala. Se abrió una trampilla. Me puse de pié. Sobre mi cabeza había una cúpula semiesférica transparente. A través de ella se apreciaban miríadas de estrellas. Bajo mis pies podía observar a los concertistas. De tanto en tanto, alguno desaparecía y otro ser ocupaba su asiento. Eso es la muerte, pensé. Pero... ¿cómo voy a saber cuándo me va a tocar a mí?
   En vez de recibir una respuesta, se me planteó otra pregunta: “¿Eres capaz de saber quién va a ser el próximo en desaparecer?”.
   Estuve un rato observando y escuchando. Tenía la solución: Cada uno emitía su nota peculiar. La melodía se iba trasformando. Las personas o seres cuya nota no era acorde al desarrollo de la música eran reemplazadas. Pude ver que se transformaban en haces de luz y sentí que su destino era alguna de las incontables estrellas o de los planetas que giraban y se expandían por encima de la cúpula. Me había dado cuenta de que no existía la muerte.
   Una puerta se abrió. Por ella salí de la exposición. En la calle, de nuevo, los condenados anuncios. Saqué un caramelo de canela del bolso de la chaqueta. Sonreí.

Carmen Salgado (Mara)