Homenaje a Julio Verne por Mar Cueto (2)

La ciudad de Algaria


   Cuando me dirigía por primera vez a la ciudad de Algaria iba de muy mala gana. Jamás hubiese aceptado visitarla de no ser por las entradas para el ballet con que me sobornó mi marido. Yo creía que sería como la ciudad de Dubai todo lujo superfluo y absurdo, conseguido a fuerza de esclavizar a la servidumbre. Como no me tocaba conducir a mí, y el tráfico era muy denso, estaba llena de ira contenida que se fue aplacando según llegábamos a la alameda. A lo lejos se veían las murallas como un enorme tablero de ajedrez, cuyas casillas negras eran luminosos paneles solares y las blancas parecían de nácar irisado que resplandecían pese a ser un día gris. Al llegar a la puerta me tocó bajarme para llamar al timbre. En otras circunstancias hubiese renegado quejándome y soltando algún taco. Pero, insólitamente, me bajé sonriendo y sin rechistar. No me había sentido tan relajada ni cuando había practicado meditación trascendental. Al momento salieron a recibirme una pareja de jóvenes vestidos de alegres colores. No sé la edad que tendrían, pero al sonreír y dirigirme la palabra, pensé que quizás serían más maduros de lo que me parecieron a simple vista. Me dijeron que no se podía entrar con vehículos que no fuesen ecológicos y que había un aparcamiento en la zona lateral donde podíamos aparcarlo. En lugar de protestar, como era de esperar en mí, les dije muy tranquila que volvería con mi familia caminando en cuanto aparcásemos el coche.
   Al entrar en la ciudad quedamos fascinados. Todo era tan diferente a lo que estábamos habituados a ver que nos apetecía tocarlo y olerlo e impregnarnos de la fragancia que se respiraba.
   -¿A qué huele? Parece a jazmines, rosas, romero y un toque suave de menta.-Pregunté a nuestros cicerones.
   -¡A mí me parece una mezcla de café, hierbas aromáticas y exquisito licor!-exclamó con placer mi esposo.
   -¡No tenéis ni idea!-dijo mi hijo-huele a caramelos, bombones y gominolas.
   -Pues yo creo que mamá tiene razón, que es a rosas, flores y todo eso que huele tan bien.
   -En realidad, los ambientadores que emanan de las farolas tienen diferentes aromas, que van cambiando, y nuestros olfatos las seleccionan según nuestras preferencias.-Nos explicó la guía.
   Seguimos caminando por el fragante parque. Los bancos y los indicadores parecían alegres y encantadoras esculturas de animales o flores que parecían hechas de goma policromada. No pudimos resistirnos a la tentación de pararnos para probarlos y nos encantó sentir lo suaves y cómodos que eran. Aunque nos apetecía quedarnos allí comprendimos que teníamos que levantarnos y continuar la visita. Enseguida mis hijos se fijaron en una zona recreativa que había a la derecha donde montones de niños jugaban alegremente.
   -¿Podemos quedarnos aquí, mamá? ¿Podemos quedarnos? ¡Te prometo que no nos moveremos de aquí hasta que volváis a buscarnos!-dijo mi hijo dando un manotazo sin querer a una de las farolas y nos sorprendimos todos al ver que rebotaba sin haberse hecho ningún daño-¡Además, no duele nada! Todo es blandito y elástico.
   Me quedé dubitativa esperando que mi marido o nuestros acompañantes se pusiesen a tomar la decisión por mí. Me llevé la agradable sorpresa de que no lo hiciesen, pero me dedicaron una suave sonrisa de aprobación. Así que no pude negarme y les dije que no se les ocurriese alejarse, del sitio que se veía ante nuestros ojos, por muy atrayentes que pareciesen el resto de los columpios y toboganes. Asintieron de buena gana y al subir los escalones para atajar una rampa la niña tropezó y se cayó de rodillas. Yo grité asustada, pero ella se levantó rebotando como si el suelo fuese una cama elástica y blanda.
   -¡Mami, no pasa nada! Está todo ‘controlao’-me tranquilizó la niña alegremente y nos hizo reír con las mueca que hizo al levantarse y girarse con cierta chulería.
   No estaba acostumbrada a dejar a los niños solos en ningún parque. Pero tuve la sensación de que no corrían ningún peligro y nos fuimos tranquilamente. Nos preguntaron si preferíamos un piso o un chalet. Los dos respondimos a la vez que preferíamos la segunda opción. Nos reímos al coincidir con las mismas palabras y nos llevaron a una zona muy bonita donde todas las casitas tenían un lindo jardín en la zona delantera y una huerta en la parte de atrás. Todas eran diferentes, pero tenían en común los paneles solares y las placas nacaradas. Aunque cada una solía tener su particular tono irisado.
   Me fijé en que la carretera era muy ancha y tenía varios carriles de diferentes tamaños.  
Unos cuatro para bicicletas y patines, y los otros cuatro para coches lentos y rápidos. El aire que se respiraba era tan limpio como el de la sierra y pese a estar lleno de flores hasta en los árboles a nadie parecía causarle alergia. Nos explicaron que los jardineros eran expertos en botánica transgenética y que se daban cursos de información para quienes quisiesen practicar la jardinería o la agricultura en sus tierras. O simplemente para quien quisiese informarse a nivel de usuario.
   Las casitas eran todavía más fascinantes por dentro que por fuera. No solo tenían todas las comodidades deseables. Además, su sistema de funcionamiento y de reciclado de residuos parecía inmejorable. No solo se aprovechaba el agua utilizada de los fregaderos para los baños y la riega, también los residuos del WC para la formación de combustibles y de abonos. Los técnicos de mantenimiento se encargaban de poner a funcionar las depuradoras y suministraban los detergentes para que fuesen todos biodegradables y no contaminasen nada en absoluto. Pero lo más bonito es que casi todas las ventanas daban al mar. Las que no estaban orientadas en esa dirección, tenían unas pantallas monitoras intercaladas entre las que ofrecían las vistas exteriores, desde las que se podía ver y programar para tener las vistas que uno desease.
   La seguridad de la ciudad estaba casi garantizada. En los cincuenta años desde que se había fundado no se había registrado ni un solo caso de criminalidad. Los habitantes estaban siempre tan ocupados en aprender cosas nuevas, y en poner en práctica sus aficiones favoritas, que no tenían ni tiempo ni deseos de delinquir.
   Al terminar la visita fuimos a buscar a los niños, que estaban tan encantados con los amigos que habían hecho en el parque, que no se querían ir. He de reconocer que hasta yo deseba quedarme. Pero nos volvimos a casa con la esperanza de poder arreglar pronto todas las gestiones necesarias para trasladarnos, lo antes posible, a la que deseábamos que fuese nuestra nueva ciudad.



Mar Cueto Aller