Homenaje a Ken Follet por Alejandro Alonso Cabrera (Jany)


MATASIETE

Según cuentan, un hombre debe acabar su vida de forma honrada, no dejando más que los surcos de la vida en el camino, sin rémoras que entorpezcan el camino de otros. No es mi caso, pues la cobardía, quizá el miedo, me ha torturado hasta el día de hoy, oprimiendo cualquier intento de salvar la verdad. Ahora, ya viejo y decrépito, debo poner en orden mi vida, y no lo hago por mí, ni por cualquier intento de sanar mis heridas; he de hacerlo para que la verdad sea verdad y perdure en el tiempo, que los hechos acaecidos vean la luz tal y como fueron, a pesar de que podía haberlos evitado, a pesar de que la historia acaso me juzgue y condene, y no espero por ventura me exculpe. Soy culpable y asumo el castigo que la historia me dé.

Era el año de nuestro señor de 1330, reinando nuestro Alfonso XI. No eran tiempos difíciles;  sin embargo, se estaba acabando la bonanza de otras épocas; se respiraba cierto aire enrarecido, conspiraciones, traiciones, las guerras interminables. Pese a todo el sol salía cada mañana como esperando un nuevo amanecer.

Pablo, el cordobán, que era como le llamaban, curtía la piel, una vez bien seca y estirada, tomaba las mejores piezas y las curaba con salmuera. Era su profesión, que aprendió del moro Abu al Sufi. Trataba con cariño y mimo las pieles, incluso de otros lugares venían a comprarle. Una vez al mes me pasaba para comprarle sus pieles en las afueras, ya que aquellos procesos malolientes estaban prohibidos en la ciudad. De aquellas pieles, yo utilizaría para hacer albardas y aparejos de montura, alguna vez y por petición Don Gutierre y de algún otro noble o alguacil mayor, borceguíes de cabra.

Mi casa se apartaba un poco de la zona de artesanos, teniendo un lugar predominante de la zona de nobles. Esta disposición me permitía estar al tanto de lo que ocurría en la ciudad, los cuchicheos pasaban por mi puerta y los ojos, tanto de día como de noche, me ofrecían una visión impagable de las andanzas de nobles, guarniciones y cualquier habitante. Era poseedor de confesables e inconfesables correrías y lances, y eso unido a rumores y murmuraciones me dejaba en un buen lugar. Pese a todo, mi boca estaba cerrada, no quería ser llevado a calabozos por injurias o por cualquier otro pecado. Tenía a mi mujer, Isabela, ya seca y sin herederos, a la que fui esposado, siempre fiel, siempre discreta, siempre dispuesta, a la que nunca quise, pero a la que mucho debía, pues gracias a ella sigo vivo. Unas fiebres y un insoportable dolor me tuvieron varias semanas desfallecido, más muerto que vivo. Su cuidado y su cariño, y las largas noches en vela hicieron que, aunque no la amase, sintiera un gran cariño por ella, sobre todo, respeto. Me arrepiento de no haberla amado, pero no se dicta al corazón el querer.

De vez en cuando iba a la taberna del Tío Joroba, cuando había cuartos, en la Cal de Escuderos. Por allí siempre pasaban caballeros, alguaciles, viajeros y parroquianos. Se contaban historias y andanzas de otros lugares, otros hombres, nuevas venidas de otras fronteras y, sobre todo, al caer la noche, con tenue luz y voz baja, conspiraciones y tramas. Mis oídos nunca quisieron oír, aun así, eran receptores de nombres, lugares y fechas, y con todo aquello, quizá se me tilde de cobarde o traidor, pero jamás pronuncié palabra que desbaratara plan alguno. Quizá erré.

Entre los asiduos al Tío Joroba estaban varios partidarios del Infante Juan Manuel, enfrentado abiertamente a nuestro monarca. Cuando el vino hacía mella en ellos, envalentonados entonces, agarraban a cualquier parroquiano y le hacían jurar obediencia al Infante, bravuconadas que podían constarle la vida, pero nadie osaba  delatarlos por miedo a perder su vida. Al pasar los alguaciles por la taberna, los partidarios del Infante abofeteaban al parroquiano por injuriar al monarca y éste era llevado por los alguaciles, al menos esa noche, al calabozo. Las noches eran intrigas, más allá de media tarde jamás pisé la taberna.

Se sabía que nuestro rey Alfonso XI y su esposa María de Portugal visitarían León, a Don Gutierre por más señas, e incluso que Leonor de Guzmán acompañaría al monarca. Leonor era esposa de Juan de Velasco, hombre fiel al rey. Cuentan las malas lenguas que los ojos del rey estaban puestos en Doña Leonor -el tiempo es sabio y así lo confirmó- ya que ella, Doña Leonor, llegó a tener hasta diez descendientes del rey.

El centro de las conspiraciones, la taberna del Tío Joroba, se llenaba cada noche de los partidarios del Infante Juan Manuel. A oídos de Don Gutierre llegó la noticia de que algo se urdía en la taberna, una gran traición. Hizo apresar al Tío Joroba una noche en la que se formó cierto revuelo; al parecer por ser violada una mujer por un morisco muy próximo a la taberna. Lo cierto es que no hubo tal violación, la mujer simplemente al encontrarse con el morisco, se sorprendió y se desmayó. Esa noche se interrogó al Tío Joroba, pero sólo unos pocos saben realmente sobre qué versó aquel interrogatorio; unos cuentan que fue el propio Tío Joroba el que violó a la mujer, pero se descartó al salir de prisión pocos días después. Otros creen que fuera cómplice en la violación, pero tal conjetura también se descartó. Tan sólo Don Gutierre y unos pocos hombres de su confianza saben qué pasó en los calabozos. A partir de la salida de calabozos del Tío Joroba, los alguaciles paseaban con más frecuencia por los alrededores de la taberna, sobre todo al caer la tarde. Se dejaban ver en las inmediaciones tomando buena nota de todo aquel que entraba en la taberna.

Martín, hombre de confianza y asesor de Don Gutierre, salía más habitualmente de palacio, al anochecer, y recorría las calles, se decía que tenía amante, mas las malas lenguas siempre enredan cuando no saben y quieren saber, profanando la verdad por querer llegar a ella. Lo cierto era que su amante no era tal, que a quien visitaba era al noble Don Juan Ramírez de Guzmán, o a Don Pedro de Pernía, o en otras ocasiones a Don Antonio Valderas; he de suponer, ya que no cuento con las nuevas, que sus correrías versaban sobre los traidores al rey. En ocasiones se oía decir a los lugareños que en el mesón de la posadera Aldonza, entrada bien la noche, se veía a Don Gutierre y otros nobles, que aparecían y desaparecían tras sus puertas, incluso nació la leyenda de un pasadizo secreto entre la posada y el palacio de Don Gutierre. Era pues Aldonza, la posada, centro de reunión de leales al rey Alfonso XI.

Don Pedro Álvarez Osorio poco se dejaba ver; aún así, bien cierta era su oposición a Alfonso XI. Las luchas por la tutoría del menor Alfonso XI le llevaron a disputas con Don Juan Manuel y Juan el Tuerto, y de ahí nació el odio hacia el monarca.

La trama se urdía entre tintineantes velas, entre vasos de vino amargo y sombras danzantes; ahora tenían sumo cuidado de no ser descubiertos. El Tío Joroba se acurrucaba entre toneles al lado del fuego, haciendo que dormía, esperando a que sus vasos vacíos quedaran abandonados y solos sobre la uñada mesa de madera. Los traidores irían a dar las nuevas a sus señores. Se sabía que el rey vendría, no había fecha, pero tenían que estar preparados, el camino del Castro era el mejor lugar, por tierras de Lancia, entre los ríos Porma y Esla, a varias leguas de León, con lo que las tropas y alguaciles tardarían en llegar al conocer la noticia del asesinato del rey. Con lo que no contaban los traidores era que tanto Don Gil de Villasinta como Don Juan de Velasco precedieran a la comitiva, asegurando el camino a la comitiva real.

Al fin llegó el día, Don Gil de Villasinta y Don Juan de Velasco entraron en León portando un mensaje real para Don Gutierre. Ambos, antes de presentarse a Don Gutierre pararon en la taberna del Tío Joroba, paraba casi obligada para cualquier visitante. En la taberna también estaban algunos de los traidores; no sé si les gustaba más el vino o urdir tramas. Pero, por causas que nadie conoce o quiere relatar fueron, Don Gil de Villasinta y Don Juan de Velasco, descubiertos por los traidores. Entre unos y otros se entabló una gran discusión; hay que decir que eran dos contra nueve. Tal fue la discusión que acabaron con las espadas en la calle. Dos de los traidores salieron corriendo, he de suponer que para avisar a su amos de la llegada del rey y del alboroto de la taberna. El ruido de espadas fue tiñendo la calle de rojo. Don Gil de Villasinta y Don Juan de Velasco salen corriendo, y mientras deciden quién de los dos ha de hacer llegar el mensaje a Don Gutierre. Llegan de nuevo los traidores y continúa la lid. Don Juan de Velasco es herido, por lo que decide ir a dar el mensaje a Don Gutierre mientras Don Gil de Villasinta se intenta hacer fuerte y parar a los traidores en el callejón. Uno a uno fueron cayendo los traidores, pero las heridas, con un ya debilitado Don Gil de Villasinta, hicieron mella y poco duró ya en pie, muerto cayó. Siete muertes hubo en el callejón, por lo que con el tiempo, pasó a llamarse la calle de Matasiete, mal nombre para una calle, no hay muerte que pueda adornar una calle. Su muerte, la del Don Gil de Villasinta, no fue en vano, pues dio el tiempo necesario para que Don Juan de Velasco llegara al palacio de Don Gutierre, donde fueron alertadas las tropas. La herida de Don Juan de Velasco era de muerte, había perdido mucha sangre, y tras la entrega del mensaje cayó desvanecido a los pies de Don Gutierre, muriendo al tiempo. Presto se enviaron tropas a proteger al rey, los alguaciles apresaron a los rebeldes y traidores, a Don Ramiro Núñez de Lara, a Don Pedro Ruiz, a Don Pedro Álvarez de Osorio y a Don Juan Robles, que fueron llevados al Castillo de Cea, allí, sufrieron castigo por su traición.

Si mi lengua hubiera alertado a Don Gutierre al conocer yo la traición, posiblemente tanto Don Gil de Villasinta como Don Juan de Velasco ahora estarían vivos, y los traidores ajusticiados. Me condeno por permitir la muerte de inocentes leales al rey, me condeno por el temor de hablar. Ahora no tengo miedo, ahora mi vida se apaga, y quizá estas letras no cambien la historia, ni siquiera salgan a la luz, pero me consuela pensar que algún día, esta historia sea pública.

Nota: Estos hechos relatados por Diego Sánchez, el guarnicionero, no son fruto de su imaginación y tal y como relata así sucedieron allá por en el año 1330. Aún en estas fechas, la calle Matasiete existe, sita entre la plaza de San Martín y la Plaza Mayor. En su calle existe una hornacina, ahora vacía, que tiempo atrás hospedó al Cristo de Matasiete, con alguna lamparilla de aceite. Cuenta la leyenda que en los días de luna llena se puede ver a el Cristo junto con el Tío Joroba y los siete fallecidos, tomando unos vinos por la zona. Yo nunca he coincidido.