Homenaje a Ken Follet por Luis Parreño Gutiérrez


EN LA MENTE DE UN GALÉS

 
La puerta del pub “El Gallo Galés” se abrió para dar paso a un hombre alto, de un metro ochenta y cinco aproximadamente. El sujeto iba vestido con una gabardina tipo trinchera y tocado con un sombrero que le ensombrecía el rostro.
 Se dirigió lentamente a uno de los taburetes que había en la barra y cuando el camarero le preguntó qué iba a tomar, le contestó que un escocés seco.
 El camarero tomó un pequeño vaso de la estantería y una botella con un dispositivo dosificador y llenó el recipiente. El hombre se lo bebió de un solo trago, haciendo una mueca entre fría y desapacible y pidió que le sirviera de nuevo.

La puerta se abrió nuevamente y dejó paso a otro hombre también alto, delgado y vestido con un uniforme de oficial de las SS alemanas. Se dirigió a la barra, tomó asiento en uno de los taburetes vacíos y pidió al camarero un coñac doble.
 El camarero tomó una copa, una botella de coñac francés de una de las estanterías y sirvió al alemán una generosa ración de líquido. El sujeto se llevó la copa a los labios y bebió un largo trago hasta casi apurarla.

Ambos clientes se miraron inquisitivamente. Era un momento extraño. Era un lugar extraño y todo hacía pensar que algo no encajaba en el ambiente. De pronto, se abrió la puerta nuevamente y entró otro hombre.
 Su aspecto era raro, iba vestido con un hábito de monje y la capucha le tapaba la cara parcialmente. Ceñía el hábito con un cordón grueso que le daba dos vueltas a su oronda cintura y colgaba casi hasta arrastrar por el suelo. El hábito era de tosca tela teñida de marrón y se veía ajado, con diversas manchas. El monje, de mediana estatura, se acercó a la barra, se apoyó en ella y pidió una pinta de cerveza antes de que el camarero le preguntara qué iba a tomar.

Una vez servidos los tres hombres, el camarero dejó de prestarles atención y comenzó a lavar bajo un rincón de la barra vasos, jarras y tazas, que se apilaban en un fregadero como si durante todo el día no hubieran parado de acudir clientes.

Nuevamente la puerta se abrió y entró una mujer. Venía ataviada con un atrevido vestido de lamé, que ceñía su escultural cuerpo como si de un guante a medida se tratase. El vestido tenía un corte lateral por el que asomaba una pierna perfectamente torneada, vestida con una media de seda con costura y calzada con un zapato de tacón de aguja.
 Al irse acercando hacia la barra, ninguno de los presentes le prestó atención. Cada uno siguió ensimismado en sus pensamientos, con su consumición delante, sin siquiera parpadear, como si no hubiera entrado aquella mujer, como si la luz que se reflejaba en sus ojos solo fuera un pequeño destello de un faro lejano.

La mujer pidió un martini y el camarero cogió una coctelera de la zona inferior del mostrador, puso hielo, vertió dentro un golpe de ginebra y un generoso chorro de Martini. Lo agitó momentáneamente y después lo sirvió a la mujer en una copa de boca ancha, con una aceituna dentro. La mujer tomó un sorbo y con un palillo pinchó la aceituna colocándola entre sus labios y mordiéndola con satisfacción mientras a su alrededor ninguno de los presentes le prestaba la menor atención.

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El tiempo transcurría lentamente y ninguno de los presentes se preocupaba de los demás. Parecía como si estuvieran en compartimentos estancos. Como si una campana de silencio rodeara a cada uno de ellos. De repente, el timbre de un teléfono lejano vino a romper la quietud del extraño pub. El camarero se dirigió lentamente al fondo de la barra y descolgó un viejo teléfono de bakelita que había adosado a la pared.

Si conocía a su interlocutor no lo dejó entrever. Simplemente tomó el recado y colgó el aparato.

El oficial de las SS, de repente, se puso en pie, puso un billete de 5 marcos en la barra y salió tan silencioso como había llegado. Al momento salió tras él el hombre de la gabardina, casi sin dejar que la puerta se cerrara tras el primero.

La mujer miró hacia la salida y levantándose del taburete que ocupó a la entrada en el local, se dirigió al tocador con paso cimbreante, desapareciendo de la escena y dejando un tenue olor a lilas en el ambiente. Extrañamente, dirigió sus pasos al destinado a caballeros y desapareció tras la puerta.

Mientras tanto el monje ya había tomado casi el contenido de su pinta y se giró para ir al lavabo, sin percatarse de que había entrado en él la mujer un momento antes. El camarero siguió lavando y secando los vasos y tazas como si no hubiera pasado nada, disfrutando de la quietud del local vacío.

Epílogo.

En un hipotético pub galés, situado en la mente de Ken Follett, todos sus personajes recalan en uno u otro momento de su creación para dejar paso a nuevos argumentos y nuevas intrigas.

Si algún día visitas por casualidad la ciudad de Kingsbridge, no te olvides de pasar por “El Gallo Galés”. Puede que encuentres gente la mar de interesante.



Luis Parreño Gutiérrez
Diciembre 2011