Homenaje a Ken Follet por Mª del Carmen Salgado Romera –Mara-


LAS PULSERAS


El detective Pedro Sarmiento guardó en la caja fuerte del despacho la pieza de chorizo envasada al vacío que acababa de comprar en la carnicería del bajo y se hurgó con la lengua entre las muelas para extraer un trocito del magnífico embutido que Alicia, la chacinera, le había ofrecido hacía diez minutos.
“Excelente chorizo”, pensó, mientras encendía el ordenador y activaba el contestador automático.
“Estupendo”, pensó al comprobar que no tenía ningún mensaje. En realidad era lo que quería. Este trabajo solo le interesaba para cotizar los dos años que le faltaban para jubilarse. Por ello había aceptado la propuesta de su amigo Paco de abrir una agencia de investigación privada junto a su hijo Paquito.
-Mira, Pedro -le comentaba Paco hacía tres meses-, desde que mi hijo sufrió el accidente está más raro que nunca. Ya sabes, siempre fue un chico extraño… ¿A cuántos conoces que desde pequeños quieran ser matemáticos, en vez de futbolistas? ¿Que saquen los doctorados en Física y Matemática con matrículas de honor? ¿Que rechacen su sueño de toda la vida, poder dar clases en Harvard, porque, de repente, se empeñen en que quieren ser detectives? A nadie. No conoces a nadie así. ¡Después de tanto sacrificio! Si daba pena verle todo el día delante de los libros. Ni un amigo, ni una novia, ni siquiera una mascota. Solo hablaba con las paredes y hasta escribía en ellas fórmulas…
-¿Paco, quieres un vaso de agua? ¿No? Bueno, ya sabes, la juventud tiene sus manías.
-Preferiríamos verlo borracho que todo el día escondido detrás de los papeles.
-Pero dices que ahora quiere ser detective. Eso es bueno, le servirá para salir de casa y conocer gente…
- Sí, eso piensa Rosa. Por eso estoy aquí, le prometí que lo intentaría. Aunque me da apuro proponértelo, después de lo que te ocurrió.
-Proponerme… ¿el qué?
-Que si quieres abrir de nuevo una agencia con mi hijo como socio.
-No jorobes. ¿Abrir otra vez una agencia? ¿Y con tu hijo como socio?
-No te enfades. Me comentaste hace poco que te faltan dos años de cotización. Te podría venir bien. A nuestra edad, por mucha experiencia que tengas, no contratan a nadie. Y tú, desde que tu socio te dejó aquel pufo, no tienes un duro. Te pido dos años, Pedro, como mucho. Seguro que el chico no te dará guerra. Es, quitando sus manías, un chaval muy llevadero.
-¿Manías?
-Desde el accidente le da por trenzar pulseras.
-Eso lo hace mucha gente…
-Sí, pero es como un impulso. Imagina, está tan normal comiendo o leyendo y, de repente, se pone rígido, saca un manojo de hilos del bolsillo del pantalón y comienza a mezclarlos. Una pulsera tras otra, hasta diez. Todas iguales. Ni siquiera sabe lo que hace. Se queda con sus ojos azules abiertos de par en par mirando fijamente al frente. No oye, no ve, no siente. Sí, le hemos hablado, pasado las manos por delante de los ojos, pellizcado y no se entera de nada.
-¿Qué os ha dicho el médico?
-Que son secuelas del golpe, que ya se le pasará.
-Ya, es que el accidente fue de aupa. Tuvo suerte de salir vivo.
-No me lo recuerdes. Cada vez que paso junto al árbol parece que le estoy viendo. Mira que le dije: “Deja la moto, que te llevamos nosotros, que llueve mucho”. Y él empeñado en ir en la moto. Y nosotros con el coche detrás, viendo cómo derrapaba en la curva y se estrellaba contra el árbol. Y luego allí, tendido en el suelo mientras llegaba la ambulancia. Tenía pulso, pero parecía muerto. Los ojos saliéndosele de las órbitas, inmóvil…
-Tranquilo, hombre, ya pasó. Fue una suerte que con ese golpe en la cabeza no tuviera ni una herida…Si parece un milagro de nuestro santo Patrón que la única secuela sea su obsesión por hacer pulseras…
-No es la única. No te quiero engañar. Cuando termina de hacerlas, siempre hace diez, ¿te lo dije?, habla raro, no es él mismo, pero a los dos o tres minutos se le pasa.
-Le habrán hecho un escáner, ¿no?
-Claro, todo es normal, según dicen.
-¿Habéis hablado con más médicos?
-Sí, ninguno le encuentra nada.
-En fin…seguro que tienen razón y dentro de unos meses vuelve a ser él.
-¿Qué me dices de mi propuesta?
-¿Qué propuesta? ¿Que vuelva a montar una agencia? ¿Con tu hijo? ¿Y así como está?
-A ver, Pedro. No te lo propondría si no me hubiera convencido Rosa de que puede ser interesante para todos. Nosotros corremos con los gastos, en eso no hay problema. Tú cotizas lo que te falta, el chico sale de casa y nosotros respiramos.
-Déjame pensarlo.

Dos meses después, en el portal al lado de la carnicería colgaba una placa:

SARMIENTO Y OCAÑA

–AGENCIA DE INVESTIGACIÓN PRIVADA-


Un mes después de su apertura seguían sin tener ninguna llamada, fax o correo. Sólo cartas con facturas y la visita de la vecina del bajo pidiéndoles que averiguaran quién tiraba los caracoles que se comían las hojas de sus plantas del patio.

“Ya solo faltan veinte meses para cerrar la agencia. Fenomenal.” Pensó Pedro dudando si comprar otro paquete de chorizo envasado al vacío. Se sentía satisfecho de haber ayudado a su amigo. Paquito no era problemático, una vez asumidas sus excentricidades. Tenía su propio despacho repleto de libros con los que ocupaba los ratos que le dejaban libres su voracidad por buscar información en internet y su compulsión a hacer pulseras. Llegaba siempre puntual, a las diez. Marchaba a las dos en punto, regresaba exactamente a las cuatro y Pedro ignoraba cuándo salía, pues él se iba cuando, ya cansado de leer el periódico, de resolver crucigramas y sudokus, de escuchar conciertos para clarinete y flauta y de hacer solitarios, decidía que era el momento de dar una vuelta por el barrio. En realidad, lo que estaba deseando era espiar a la carnicera desde la cafetería de enfrente.

-¿Que ha venido quién? –preguntó Pedro enfadado a Paquito una tarde de marzo, tres meses y medio después de la apertura de la agencia.
-No sé, Pedro. No me quedé con el nombre. Dijo que trabajaba en un despacho de la planta de arriba y que necesitaba una investigación discreta sobre algo que había desaparecido.
-¿Y no fuiste capaz de preguntarle la letra, el teléfono, nada?
- Me pilló por sorpresa. No esperaba que fuera a venir.
-¿Pero de qué vas? Les dices a tus padres que quieres ser investigador, se gastan un dineral en poner esta agencia y me vienes con que no has sido capaz ni de apuntar un nombre “porque no esperabas que fuera a venir”.
-Verás, es que… no sé si contártelo. No me vas a creer.
-Prueba.
-Es que yo no soy Paquito, soy un extraterrestre.
-Eso, encima con chuflas. Mira, me voy a la planta de arriba a buscar la oficina. Y la próxima vez que alguien venga o llame, cógele los datos, pedazo…
-Oye, Pedro, que es verdad. ¿Te acuerdas del accidente? Pues ese día tomé posesión del cuerpo de Paquito a tiempo parcial. Me llamo XP10.
-Sanseacabó. Vete a escardar cebollinos. Le voy a decir tu padre que te queme los libros y ese ordenador. Dimito.
Pedro subió indignado las escaleras hasta el segundo piso. Ya conocía las placas de las dependencias en la labor de investigación que había efectuado antes de abrir la agencia para dar el visto bueno a Paquito, empeñado en poner la agencia en aquel portal. Descartó una delegación de reclamaciones, las oficinas de una empresa de construcción, un despacho de abogados, una compañía de seguros y abrió con decisión la puerta de “ALFONSO RIO Y ASOCIADOS”, preguntando por D. Alfonso al secretario de la entrada.
-De parte de Pedro Sarmiento.
-Un momento, por favor.
Pedro escrutó el lugar. “Elegante”, pensó. Unos minutos después se abría una puerta. Un hombre que rondaba los setenta años, sonreía por encima de su pajarita azul con lunares blancos y extendía su brazo derecho, enfundado en una camisa blanca con gemelo y una chaqueta azul marino, para darle la mano.
Pedro avanzó y se la estrechó, doblando ligeramente la espalda.
-Ven, pasa a mi despacho. Que no nos moleste nadie –dijo dirigiéndose a su secretario-. Siéntate. ¿Quieres tomar algo? -Pedro negó con la cabeza-. Así que tengo el inmenso placer de volver a ver al famoso Pedro Sarmiento…Sí, eres tú.
-¿Nos conocemos? Perdona, no me doy cuenta.
-Sí, hombre. Los dos estudiamos en los Jesuitas, pero tú ibas unos cinco cursos por detrás.
-¿Y aún te acuerdas de mí?
-¿Cómo no? ¡Con la que armaste!
-Ya, lo del director…
-Ja, ja, ja… ¿A quién se le ocurre esconderle la ropa? El pobre D. Benito en bañador buscándola por todos los lados… ¡Menuda excursión!
-Menudo pedazo de imbécil el que me delató. Estuvieron a punto de expulsarme. Mi padre, que en paz descanse, casi me mata.
-¡Qué tiempos aquellos! Bien, Pedro, bien. Te conservas bien. Me enteré de que tuviste que cerrar la anterior agencia. Es una pena. Hoy día no te puedes fiar de nadie. Y has vuelto a abrir otra para enseñar el oficio a tu hijo, ¿no?
-El chico es mi socio. Necesito cotizar un par de años para jubilarme. Y no tengo hijos, que yo sepa. Siempre me ha gustado ser un espíritu libre… Pero dime, ¿qué necesitas de mí?
-Pedro, estoy en un aprieto. Mi gestoría tiene bastante diversificado el negocio y hace dos años empezamos a custodiar objetos valiosos. Tenemos contratos con empresas de nivel cuyos clientes pierden a veces joyas, dejan olvidados maletines u otros objetos cuya salvaguarda es comprometedora. Nosotros nos ocupamos de transportarlos hasta aquí. Los mantenemos seguros. Cuando son reclamados por sus dueños se los devolvemos. Si no aparece el propietario, procedemos según los protocolos establecidos por la ley. Y hoy he echado en falta de nuestra caja fuerte una pulsera de oro con tres brillantes.
-¿Desde cuándo la teníais? –preguntó Pedro evitando establecer comparaciones con el contenido de su caja fuerte.
-Nos la trajo la empresa de seguridad ayer por la tarde y esta mañana cuando miré, sobre las diez, ya no estaba.
-¿No faltó nada más?
-Eso es lo más extraño. La pulsera no era lo más valioso, calculo que su precio estará en unos dos mil trescientos euros, y es lo único que falta. No me preocupa su valor, tenemos, lógicamente, un seguro. Me preocupa perder nuestra credibilidad. Jamás hemos fallado a un cliente.
-¿Dónde está la caja fuerte?
-Aquí, en mi despacho. Nunca he creído posible un robo, esta puerta y la de entrada a las oficinas son de seguridad. La caja está empotrada en la pared.
-Sí, igual que la mía.
-No hay acceso posible por la ventana.
-No se aprecia nada forzado. ¿Tenéis cámaras?
-Sí, se graba durante las veinticuatro horas. Hay dos. He revisado las cintas y no he visto nada fuera de lo común.
-¿Y un hurto? ¿Pudo aprovechar alguien el momento de guardarla?
-No, yo recibo habitualmente los objetos: firmo un acta a la empresa de seguridad cuando me los entregan; los fotografío, los registro y los guardo. Cuando salen de la caja para ser transportados, la empresa de seguridad me firma un acta a mí. Los días en que no puedo estar lo hace mi secretario. Nunca dudaría de él, pero, además, me fue entregada personalmente.
-Dices que tienes una foto. ¿Me la enseñas?
“Pulseras, mi vida se está llenando de pulseras”, pensó, evitando establecer comparaciones con las de Paquito.
Asegurando a D. Alfonso Río que haría todo lo posible para localizarla, se despidió y se encaminó con la foto en la mano hacia su agencia.
 “Absolutamente fascinante, nunca he visto nada igual”, pensó mientras abría la puerta de su despacho.
-Paquito, tenemos un caso.
-Déjame ver –dijo Paquito arrebatándosela-. Es perfecta.
-Sí, es una maravilla de pulsera, algo increíble.
-No, si me refiero a la foto. Iba a hacer yo una, pero con ésta ya no me hace falta.
-¿Qué dices?
-¿No te han contado los de arriba que no encuentran una pulsera? La cogí yo cuando llegué esta mañana.
-Tú cada vez estás peor.
-No, mira, que es verdad. Es ésta la de la foto, ¿no? –dijo Paquito sacando una extraña pulsera del bolsillo de su pantalón.
-¿Cómo la has robado?
-No la he robado, solo la he cogido prestada para hacerle unas fotos. No pensé que se fueran a dar cuenta tan pronto.
-¿Cómo te has hecho con ella?
-No me resultó difícil, teniendo en cuenta que soy extraterrestre y que ni yo, ni las paredes, ni la pulsera somos tan sólidos como los humanos estáis empeñados en creer. Hay otras nueve pulseras en todo el mundo y cada una tiene un código. Yo soy XP10 y hay nueve seres más de mi planeta aquí, en la tierra, encargados de descifrar el código de las otras. No somos seres corpóreos en vuestro espectro de vibraciones, por eso tomamos prestados cuerpos de personas al límite de la muerte.
-¿Paquito?
-Paquito tenía vida vegetativa cuando me metí en su cuerpo. No fue una invasión, llegamos a un acuerdo: yo iría restaurando sus sinapsis y sus neuronas dañadas y cuando cumpliera mi misión le devolvería un cuerpo y una mente en perfecto estado. El idiota que hace pulseras y balbucea es él. El resto del tiempo estás hablando conmigo. Es necesario que no pierda del todo el contacto con su cuerpo, para que no se deshabitúe. Su consciencia está, mientras tanto, en eso que los cristianos llamáis “el limbo de los justos”.
Pedro empezaba a tener miedo. Dudaba entre si Paquito estaba ya chiflado del todo, o le estaba gastando una broma junto a Alfonso Río.
-¿Y como sabías que ibas a encontrar la pulsera en esta parte del mundo?
-Cada uno tenemos una zona y la pulsera emite una vibración de ultrafrecuencia. Llevo siempre conmigo un captador. Vi la pulsera en la caja fuerte mucho antes de que estuviera, es la ventaja de no tener una concepción lineal del tiempo, como tenéis los humanos. Por eso quise esta oficina.
-¿Qué vais a hacer cuando tengáis todos los códigos?
-Lo siento, eso no te lo puedo decir, pero es algo que, a la larga, va a ser beneficioso para el planeta y sus habitantes.
-Vale, XP10. Pues ahora vamos a llevarle la pulsera a Alfonso y nos reímos todos un rato. Ha sido muy divertido.
-No, Pedro. Es mejor que me desmaterialice y se la deje en la caja fuerte. Mira…

Cuando Alfonso Río bajó para decirle a Pedro que todo había sido un inexplicable error, que la pulsera estaba en la caja fuerte, se lo encontró caído en el suelo, víctima de un infarto.
Cuando llegó la ambulancia, Pedro estaba muerto y Paquito seguía haciendo pulseras.
Tres meses después, la agencia y la carnicería habían cerrado. Paquito, con gran alegría por parte de sus padres, hizo las maletas para ir a dar clases en Harvard. Le acompañaba Alicia, la de los buenos jamones (por eso había cerrado la carnicería).
Un periodo de tiempo antes o después, según se mire de forma lineal, o no, XP10 y sus nueve amigos -que ya habían completado su misión- se llevaron a Pedro a dar una vuelta por la galaxia. Siempre fiel a su espíritu libre -ahora más libre que nunca- se enamoró de una pleyadiana. De una tras otra.
Alfonso Río, en su lecho de muerte, confesó ser quien delató a Pedro frente al director y quien tiraba caracoles a la vecina del bajo. El santo Patrón de su ciudad intercedió por él, al haber estudiado en los jesuitas, y consiguió que, en vez de ir al infierno por tamaños crímenes, fuera al limbo de los justos. Se aburrió un montón hasta que llegó la consciencia de otro humano al que un extraterrestre le había tomado prestado el cuerpo.
Pero éste era un extraterrestre malo…


Este relato está basado totalmente en hechos reales.
De una u otra realidad…


Mª del Carmen Salgado Romera –Mara-