Homenaje a Ken Follet por Mª Evelia San Juan Aguado


HÉROE ANÓNIMO

No es ficción, sino historia. Ocurrió hace tiempo. Algunos de sus protagonistas ya no pueden atestiguarla, pero quienes la vivimos de cerca la guardamos en esa memoria que nos hace sentir un escalofrío al evocarla. Mi hermano debía tener 10 años, yo la mitad.



Primer domingo de julio. El verano está en su apogeo y en León el calor aprieta con ganas. Como el año pasado, mi madre y mi tía tienen todo preparado celosamente para la excursión familiar. Hay que pasar por El Egido para llegar hasta La Candamia, la chopera junto al río Torío. Vamos por la fresca, en parte por evitar el agobio del sol y también por encontrar un buen sitio para pasar el día. Durante la caminata cantamos, hacemos alguna pequeña parada para descansar, nos fijamos en el paisaje. El equipaje contiene, además de la merienda suculenta a base de tortillas, empanada casera, fruta, agua y vino, una manta, bañadores y toallas para mi hermano y para mí. No falta una pelota grande de goma y una cuerda gruesa, que atada entre dos árboles lo mismo sirve de columpio para mí que de sombrilla, con la manta. También llevamos dos banquetas plegables de tablas, privilegio de mi madre y mi tía.


Llegamos a media mañana y preparamos el sitio. Quitamos las piedras, colocamos las bolsas y las banquetas al pie de un chopo. Mi padre pone a enfriar las bebidas y el melón en un sitio excavado a propósito en el reguero cercano, oculto entre hierbas. Durante un buen rato jugamos: mi padre y mi hermano se entusiasman en un partido de fútbol; yo me dedico a columpiarme.

Durante la comida mi madre nos recuerda que hay que guardar el reposo reglamentario antes de bañarnos. Es un tiempo que nos parece excesivo, tan largo que nunca se va a acabar. Cuando obtenemos el permiso, nos ponemos los bañadores y vamos a la zona del río que ya conocemos. Yo me quedo en la orilla, él se mete enseguida hacia el centro. Pero el pasado invierno ha modificado el curso y ahora hay un pozo hondo, desconocido y temible donde antes había poco más que un charco con agua hasta el pecho. Inmediatamente, desaparece en el fondo y empieza una sucesión de apariciones cada cierto tiempo, sacando la cabeza y los brazos y volviendo a sumergirse de nuevo.

-¡Qué fría está el agua! –exclamo yo- me mojaré sólo hasta las rodillas.

Al fin mi padre se da cuenta de lo que está ocurriendo y sin pensarlo se acerca corriendo y se mete vestido como está a socorrer a mi hermano. Espera que vuelva a aparecer y en ese momento le agarra de la mano, tira de él hacia la orilla y le salva.



Todo ocurrió en pocos minutos, aquella tarde bien pudo haber acabado en tragedia, pues mi padre no sabía nadar y se lanzó al rescate de su hijo sin pensar por un momento que podían haber quedado ambos allá.

Al cabo de un rato, cuando los ánimos de todos se tranquilizaron, mi hermano fue hasta casa y regresó con ropa seca para mi padre, que ese día ganó para nosotros su título de héroe anónimo.

Mª Evelia San Juan Aguado