Homenaje a Ken Follet por Mar Cueto Aller


“SANGRE EN LOS RAILES”

Aunque apenas tenía diez años, aquel accidente lo recordó con todo detalle durante el resto de su vida. Nunca logró olvidar aquella angustia, que le paralizó de repente, al ser lanzado por su padre contra la pared más próxima. Ni el enorme estruendo del tranvía precipitándose sobre ellos y separándoles para siempre. Los gritos de los pasajeros. La sangre sobre los raíles. Las lágrimas de sus ojos entremezcladas con las de su madre. Todo se volvió tristeza y desencanto en su vida. El vago recuerdo de sus días anteriores, en que había juegos y risas, se esfumó completamente para él.

Su intuición le hizo fijarse en aquellos niños que observaban desde una esquina con sus sonrisas burlonas. No sabía cómo, pero estaba seguro, ellos habían tenido algo que ver con el funesto accidente. De alguna manera presentía que eran cómplices en la causa que había desencadenado aquella desgracia.

-¡Ellos son, mamá! Ellos han provocado el accidente… Son unos asesinos…

-¡Calla, hijo! No sabes lo que dices. Esos niños no tienen nada que ver con lo sucedido. Nadie tiene la culpa.

-¡Sí, ellos, sí! Los he visto reírse.

Tanto su madre como algunos de los presentes miraron en la dirección que les indicaba. Pero ya era tarde. Los malhechores habían desaparecido. No obstante, sus caras burlonas y sus ropajes con camisas de seda y pantalones de terciopelo habían quedado impresos en su mente. Se juró que algún día se vengaría de todos ellos y pagarían la muerte de su padre. Les maldijo deseándoles que su sangre se vertiese, tal como la que estaba presenciando, sobre los raíles de Ciudad Lineal.

Pasados los días de funeral, entierro y desesperación, su madre comprendió que debían actuar con entereza. No tenían a nadie que les pudiese pagar las facturas y suministrar lo necesario para poder sobrevivir. Su orgullo y dignidad le impedían volver al pueblo, con la cabeza gacha, a mendigar la ayuda de sus familiares. Sabía que le reprocharían el haberse casado con el jornalero. En lugar de aceptar, como eran sus deseos, al hijo del mayor terrateniente de la comarca. Se trataba de un individuo cruel y despiadado que trataba groseramente a todos los que se cruzaban en su camino. Empezó a visitar a todos sus conocidos y a los amigos de su difunto marido solicitando trabajo. Hasta que consiguió que el médico de la familia la emplease para dar clases de verano a sus dos hijos. Vivía en un hermoso chalet, en la calle Arturo Soria, con jardín y una gran verja rodeada de arizonicas *que preservaban la intimidad del lugar. A Felipe no le hizo mucha gracia que su madre empezase a trabajar en aquella trágica avenida que le traía tan malos recuerdos. Sentía un espantoso temor de que pudiese sucederle un accidente semejante al que había segado la vida de su padre. Para tranquilizarle, ella le propuso que la acompañase siempre y se quedase leyendo en uno de los bancos, que se encontraban a lo largo de la acera. Salvo los días de lluvia cuando esperaba en un café cercano donde tomaba un vaso de leche o una horchata.

Las dos primeras semanas en que Felipe acompañó a su madre al trabajo, no se movió ni un instante del lugar donde ella se había despedido. Todo cambió el día en que le pareció ver a uno de los tres muchachos que había visto reírse el día que cambió su vida. Pensó que si se adentraba por aquellas calles tarde o temprano se encontraría con ellos y podría llevar a cavo su propósito. No fue nada fácil. Entre otras cosas, porque no tenía reloj y tenía que preguntar la hora, para poder regresar a tiempo al lugar donde le dejaba su madre. Al principio, su timidez le jugaba una mala pasada, pero aprendió a superarla y en poco tiempo encontró a uno de sus enemigos. Le espió discretamente hasta controlar sus costumbres diarias. Salía todos los martes y los jueves en bicicleta. Cada vez que lo observaba sentía como un vuelco en sus entrañas que tenía que dominar para reprimir las ganas que sentía de tirarse a su cuello hasta ahogarle y destruirle. Nunca llegó a ser observado por su perseguido, pese a lo cerca que le seguía. En algunos momentos llegó a pasar entre la gente casi rozándole. Sus latidos desbocados le impedían lanzarse contra él, mientras le veía pedalear inconsciente montado en su flamante bicicleta. Sabía que si se delataba sería niño muerto. Su posible oponente era mucho mayor y más fuerte que él. Pero, aun así, sabía que algún día podría derrotarlo. Todo era cuestión de esperar el momento más adecuado.

Cierto día en que una fugaz tormenta hizo que los transeúntes huyeran despavoridos en busca de refugio, a Felipe le pareció el instante ideal para satisfacer su necesidad de venganza. Por un momento, pensó que no aparecería su odiado ciclista, pero enseguida observó con cierto deleite que estaba equivocado. Justamente en el momento en que iba a cruzar la calle le lanzó, desde su escondite entre dos coches aparcados, una piedra que dio en el blanco al estrellarse contra uno de los radios de la rueda posterior. El sorprendido ciclista vaciló a izquierda y derecha sin poder avanzar. Las ruedas se inclinaron sobre los raíles del tranvía y al verlo su maquinista frenó lo más rápido que pudo. Se oyeron gritos histéricos de los pasajeros. Algunos sufrieron contusiones. El joven ciclista quedó conmocionado y se lo llevó una ambulancia.

Nadie se percató de la presencia de Felipe. Su sonrisa triste y burlona semejante a las que recordaba, fruto de su íntima satisfacción, se perdió en el anonimato. La sangre que había sobre los raíles le hizo pensar que se había producido parte de la justicia que anhelaba. Los periódicos que leyó en el café los días sucesivos le dieron la confirmación que esperaba. Uno de los asesinos de su padre había dejado de existir. Ahora sólo le quedaba encontrar a los otros dos.

Antes de que terminase el verano la madre de Felipe tuvo que dejar su trabajo de preceptora. El doctor que la había empleado intentó propasarse con ella, mientras le hacía un chequeo rutinario, y se sintió obligada a alejarse de allí por mucho que necesitara el dinero que le proporcionaba su ocupación. Intentó instruir a los hijos de otras familias del mismo barrio, pero el doctor despechado hizo correr el rumor de que no era muy buena maestra y tuvo que desistir. Hubiese podido seguir dando aquellas clases si no hubiese conservado sus grandes principios éticos y morales. Pero era lo único que conservaba de sus días de esplendor y no estaba dispuesta a renunciar a ellos por nada del mundo. Resultaba curioso que todos aquellos conocidos que ni siquiera la habían mirado a la cara cuando la habían visto feliz y acompañada de su marido, ahora que la veían sola y libre, le dedicaban descaradas miradas insinuantes. Cosa que la llenaba de indignación y que no se explicaba, porque su intención era la de pasar desapercibida y dedicar todas sus energías a conseguir lo necesario para su hijo y para su casa. Por extraño que pareciese, el sufrimiento y el luto riguroso que llevaba la hacían más atractiva que nunca a los ojos de quienes la observaban. Su pálida tez resaltaba el rojo natural de sus carnosos labios. Sus cabellos claros parecían más dorados y brillantes sobre el negro de sus ropajes, que, a la vez, hacían más esbelta su figura. La languidez y tristeza que se reflejaban en sus facciones la daban un aire de misterio que seducía a muchos de sus conocidos. Ya fuesen jóvenes o mayores. La pobre mujer que hasta el día del accidente de su marido se había conformado con ver cubiertos los gastos imprescindibles de la familia, a partir de aquel día tuvo que hacer maravillas para poder sobrevivir. Mandó teñir todas sus ropas, aunque le producían alergia los tejidos teñidos, y procuró llevarlas con sencillez. Incluso aprendió a hacer arreglos para no tener que pasar demasiadas carencias. Se le saltaban las lágrimas cuando se vio obligada a cortar el único vestido de noche que poseía, con el que había asistido a varios bailes de navidad en vida de su esposo. Le añadió una pieza del más tupido velo que encontró en la mercería a su generoso escote y unas mangas del mismo material que hacían juego con el que había colocado sobre su negro sombrero. Así consiguió tener un atuendo adecuado para acudir a misa con su hijo todos los domingos. Pues con la tela que le cortó al largo faldón le hizo unos pantalones cortos, de raso, que servían para que pudiesen ir los dos limpios y arreglados. Su intención era no desentonar entre todos los parroquianos que se acicalaban luciendo sus mejores galas y pasar desapercibidos. Pero lo cierto es que llamaban la atención notablemente, pues tanto ella como el niño lucían un aspecto magnifico y original que no dejaba indiferente a nadie. También hacía malabares con la comida para que no pasasen hambre y les resultase grato el menú que preparaba diariamente. Aprovechaba hasta las migas del pan y con ellas ralladas empanaba incluso los vegetales para darles mejor gusto.

-¿De qué son estos filetes tan ricos, mamá?-preguntaba Felipe.

-Son de patata. ¿A que están muy buenos?

-Sí, son los mejores que haya comido nunca. Tienes que volver a hacerlos más veces…

Pese a los esfuerzos que hacía Felisa para estirar el dinero y que no les faltase lo básico, desde el día que dejó su trabajo de preceptora casi no le alcanzaba para pagar los recibos. Se vio obligada a cambiar el domicilio a una de las corralas en la Latina. Donde su hijo sufrió mucho al tratar de adaptarse y al temer que ya no podría terminar de cumplir su secreta venganza. Allí tenían hasta que compartir los lavabos comunales. Y como no estaban acostumbrados les resultó muy desagradable a ambos. Pero lo peor de todo fue ver correr las ratas tranquilamente por los corredores. Aunque más penoso aún fue el soportar las burlas de los vecinos que estaban acostumbrados a tantas miserias y no comprendían que les pudiesen repugnar cosas tan cotidianas.

-Pues menudos melindrosos que nos han salido los nuevos vecinos.

-Me parece que como no espabilen, éstos poco van a durar aquí.-Vaticinaban al verlos quejarse de la suciedad que veían.

No todo fueron contrariedades para Felipe y su madre. A los pocos días descubrieron que cerca de las inmediaciones, los domingos, se extendía un encantador mercado donde se podía encontrar de todo lo que uno estuviese dispuesto a buscar. Se trataba de El Rastro. Allí siempre había algo que se adaptase a las posibilidades de cualquier comprador. Desde libros viejos a ropa, comida, caprichos, antigüedades y un sin fin de cosas curiosas que para muchos no valían para nada y para otros eran tesoros. Pasear después de ir a misa por el enorme mercadillo, que se extendía por la plaza de Cascorro y alrededores, se convirtió en una delicia para él y para su madre. Aunque la mayoría de las veces se perdía solo entre la multitud de puestos y de paseantes, pues su madre tenía que ir a casa pronto para terminar de preparar la comida. La cantidad y variedad de personas que solían acudir los domingos al famoso lugar era tan sorprendente como las mercancías que allí se exhibían. Podían verse individuos de cualquier país y de cualquier clase social entremezcladas entre la muchedumbre. Felipe llevaba más de dos años visitándolo puntualmente cuando observó, entre un barullo de gente, a los dos chicos que tanto deseaba encontrar. Ya había perdido casi toda la esperanza de volverlos a ver. Pero los reconoció al instante. Habían crecido mucho y se habían hecho más hombres. Aun así, la punzada que sintió en su interior le indicó que eran ellos. No le cupo ninguna duda. Incluso se percató de que entre ellos había un gran parecido. Igual que el desaparecido tercer burlador. Pero no le importaba en absoluto, lo único que realmente le interesaba era encontrar la forma de darles su merecido. Les siguió lo más cerca y discretamente que pudo durante varias horas. Se adentró tras ellos en el cercano Madrid de los Austrias y caminó sin fijarse ni en los monumentos, ni en los palacios, ni en nadie de los que rodeaban a sus perseguidos. No se acordó ni siquiera de que su madre estaría preocupada por él. Lo único que le interesaba era poder seguir la pista y planear su nuevo objetivo.

Cuando llegaron a la plaza de la Constitución y se metieron en una taberna, a comer calamares junto a sus vasos de vino tinto, les esperó desde afuera agazapado cerca de la ventana. Luego les siguió hasta que cogieron el tranvía y se bajaron de él. Al verlos separarse optó por seguir al más bajo de los dos hasta que llegó a su casa.

No le resultó fácil explicar a su madre el motivo por el que no había ido a comer aquél día. Pero sentó un precedente. A partir de aquel momento fueron muchas las veces que se dedicó a vagar solo por la ciudad en busca del instante adecuado. Fruto de su paciencia y espera fue recopilando gran cantidad de datos sobre uno de sus odiados enemigos. Sabía que tenía una motocicleta de la marca Montesa y que a veces se la prestaba a su acompañante, pero desconocía el domicilio del otro. Cuando llegó a controlar sus salidas moteras, decidió que la mejor manera de vengarse sería pinchándole una rueda. La primera vez que intentó poner en práctica su idea se llevó una tremenda sorpresa. Ya iba a clavarle un afilado clavo que llevaba consigo, cuando vio que una chica se acercaba corriendo y le hizo cambiar de idea.

-Carlos, perdona que llegue tan tarde. Es que en casa no me dejaban que viniese. Dicen que montar en moto no es cosa de chicas.

-¿No te ayudó tu hermano a convencerles?

-No, ni siquiera lo intentó. He tenido que escaparme… Pero eso no importa… Vamos... Ya me inventaré algo cuando vuelva…

Felipe, que estaba agachado tras el banco que había al lado de la carretera se alegró de no haber clavado el clavo en la rueda. Le hubiese parecido injusto que a la chica le hubiese sucedido algo malo. Ella era inocente y no tenía nada que ver con la muerte de su padre. No como el acompañante a quien consideraba un desgraciado y merecedor de todo lo peor que pudiese pasarle. Hasta le pareció que la joven le había dedicado una sonrisa cuando se subía a mujeriegas en la moto. Sintió que se ruborizaba al ver lo bonita que era. Le pareció la mujer más hermosa que hubiese visto jamás. No le importó que fuese varios años mayor que él. Desde ese momento se quedó prendado y pensó que ahora sí que le urgía vengarse de aquel desaprensivo. No sólo por el asesinato que había cometido, sino también para librarla de sus garras. Pensó que aquella chica no se merecía alguien tan perverso como su acompañante y que cuando terminase su misión y creciese, intentaría conquistarla y no pararía hasta conseguirlo.

Felisa se había sentido muy desgraciada al mudarse a la corrala donde ahora vivía. Pero pasados los primeros días, empezó a pensar que quizás el cambio había sido para bien. Aunque ahora trabajaba muchas más horas, y cobraba mucho menos, pues tenía un empleo de maestra de parvulitos en un colegio del lugar. Era tratada con más respeto y se sentía más protegida que en su antigua casa. De vez en cuando le decían piropos los vecinos que casi no la conocían. Pero enseguida acudía el casero para protegerla e indicar a sus pretendientes que la dejasen en paz y la respetasen.

-¡Aquí va lo más bonito y más instruido de to Madrid!-Le decía uno de los estudiantes de la corrala que la había visto venir del colegio.

-¡Cá, botarate!-Le reprendía el casero- mejor estudiabas y dejabas en paz a la señora. Como te vea yo volver a importunarla, ya te puedes ir buscando otro sitio pa vivir. Porque aquí estarás de más.

-¡Tié razón el casero!-Le amonestaba otro vecino- ¡Qué esa es mucha mujer pa tí! Y aquí estoy yo pa lo que la haga falta.

-Pues lo único que la hace falta-terció el casero-es que todos la dejéis en paz. Y cada mochuelo a su olivo. Que mejor te preocupabas de tu mujer, no vaya a ser que se vaya con otro.

-¡Cachis! ¿Se va a ir con otro teniendo al menda más castizo de to Madrid? Y usted, señora, perdone si la he molestado. Que no era esa mi intención….

-Por favor, no se preocupen, -les dijo Felisa- no me ha molestado nadie. Pero, si me disculpan, tengo mucho que hacer en mi casa.

-¡Pues vaya usted con Dios! Y no se preocupe, que ya me encargo yo de que estos dos se limiten a saludarla diciendo ¡Hola! Y ¡Adiós! Y se dejen de decirla tonterías.

Para Felisa el tener que trabajar más del doble que antes no era ningún disgusto. Eso la mantenía ocupada y le impedía pensar en cosas tristes. Hasta había vuelto a sonreír al oír las ocurrencias de sus pequeños alumnos. Quienes con su espontaneidad e inocencia siempre la sorprendían gratamente. Lo único que ahora le preocupaba era la conducta de su hijo, que cada día era más hermético y no había manera de hacerle sonreír. Ni siquiera cuando le contaba las anécdotas diarias que le sucedían en sus clases.

-Hoy un niño me llenó de os toda la pizarra. Bueno, al menos hasta donde alcanzaba. Cuando ví lo que hacía le pregunté el motivo. Me dijo que es que era su letra favorita porque se parecía a las rosquillas de anís que hacía su mamá los días de fiesta. ¿No es encantador?-Decía Felisa a su hijo.

-Sí, sí lo es,-le contestaba impasible sin mostrar mayor interés.

A Felipe lo único que le importaba realmente era encontrar la forma de vengarse y de volver a ver a la chica que acompañaba a su odiado perseguido. Deseaba verla, pero sola, sin el que consideraba su mala compañía. Cuando volvió a ver al motorista solo, aprovechó mientras le vio dejar la moto aparcada para comprar tabaco en un puesto, y le clavó el grande y afilado clavo en la rueda posterior. Él no se percató del pinchazo hasta que tropezó con los raíles del tranvía y se estrelló contra él. Se llenó al instante de gente el lugar del accidente impidiéndole la visión. No pudo ver la sangre que teñía los raíles hasta el día siguiente al contemplar la foto en blanco y negro de los periódicos. Esta vez, sintió el doble de satisfacción al comprobar que se cumplía su deseo de justicia y venganza. No sólo había librado al mundo de un asesino. También había salvado a la mujer más maravillosa que creía haber conocido de las garras del que imaginaba un desaprensivo.

El día del entierro se atrevió a ir al cementerio, aunque guardando las distancias, y pudo ver a la chica de sus sueños vestida de luto y llorando desconsoladamente. Le hubiese gustado poder acercarse a consolarla, pero comprendió que quizás ella no le entendería y no podría comprender que lo había hecho por su bien.

Ya sólo le quedaba librarse de su último enemigo y habría terminado de hacer justicia. No sabía aún cuál era su domicilio. Intentaba dar con él siempre que tenía tiempo, pero todo resultó en vano. Tampoco sabía cuál era la casa de la chica que tanto le gustaba. En una ocasión la vio cerca del chalet donde su madre había dado clases. Se había acercado a uno de los jardines y cogió una rosa de terciopelo para olerla. No la arrancó, pero al olerla puso cara de fascinación y siguió su camino. Después de seguirla e informarse de cuál era su casa volvió sin ser visto y le tiró por encima de la valla del jardín la rosa, que antes la había visto oler, con una nota en que la decía anónimamente que era de un admirador. Repitió en varias ocasiones la misma operación, pues sabía que aún era muy pequeño para poder despertar su interés. Pensaba que el día que ella supiese que era él quien le regalaba las rosas no le quedaría más remedio que quererle.

Pasaron los años y no volvió a coincidir con el tercero de los individuos que le habían obsesionado durante toda su vida. Llegó la dictadura de Primo de Rivera y la guerra civil. Apenas era un adolescente, pero se vio obligado a luchar, con el bando que le correspondía, pese a que a él la única guerra que le interesaba era la suya personal. Aquélla que había comenzado cuando destruyeron su niñez. Sus superiores enseguida se dieron cuenta de su astucia e inteligencia para descifrar los códigos, contraseñas y estrategias del enemigo y decidieron instruirle para el servicio de espionaje. Resultó un juego muy peligroso, en el que pocos salían con vida, pues tarde o temprano acababan siendo descubiertos. Aún así a él no le importó, pues le permitió conseguir muy buenos ingresos, y con ellos sacar a su madre de los suburbios y comprarle una casa mucho mejor que la que recordaba haber tenido de niño. Le costó trabajo, pero consiguió que fuese cerca de la casa de la chica que tanto le gustaba. Felisa intuía que su hijo estaba jugando a dos bandos y que era muy peligroso lo que estaba haciendo. Aún así, no le quedó más remedio que consentirlo, pues no estaba en su mano el poder sonsacarle la verdad. Y menos aún, persuadirle para que dejase tan peligrosas actividades.

Cierto día, mientras Felipe merodeaba por los alrededores de su nueva mansión en busca de información útil para uno de los dos bandos que le había contratado, comprobó que su idealizada chica vivía en la misma casa que su eterno enemigo. La ira que sintió por dentro estuvo a punto de producirle un síncope. A él, que era capaz de infiltrarse entre los grupos dirigentes de la extrema derecha y negociar simultáneamente con el frente opositor. Se acercó lleno de furia sabiendo que ni ella ni él le conocían y estuvo a punto de delatarse. Le salvó de cometer tal error la voz de la madre de ellos, quien involuntariamente, le hizo ver que en realidad eran hermanos en lugar de novios como temía él.

-Carmelilla, dile a tu hermano que no se olvide de traerte a la salida del trabajo.-Gritó desde dentro del jardín la madre-.Ya sabéis que me preocupa que vengas sola con los tiempos tan malos que corren.

-¡Que sí, mamá! Él sabe que tengo el turno de tarde y que no hay tranvía a mi hora de salida. Seguro que irá a buscarme, pero ahora se le hace tarde y no puede esperarme.

Felipe se sintió tan aliviado al ver que la chica no corría peligro con el que consideraba su tercer asesino, que se armó de valor y se presentó tratando de entablar amistad.

-Veo, señorita, que tiene que coger el tranvía para ir al trabajo. Si me dice a qué dirección va quizás yo podría acercarla en mi coche, que tengo aparcado cerca de aquí, y podría llevarla de paso.

-Ah, pues voy a la Cruz Roja, soy enfermera y entro dentro de media hora. Se me está haciendo un poquito tarde.

Felipe la llevó al trabajo alegando que iba en la misma dirección. Durante el camino trató de inspirarle confianza y de enterarse del mayor número posible de datos sobre ella y su familia. A partir de aquel día, no sólo la acompañaba cuando iba a su trabajo, también procuraba ir a buscarla. Le dijo que era empresario en el negocio de los suministros militares, lo cual no era del todo falso, pues de vez en cuando su trabajo consistía en suministrar mercancías a los dos bandos y sonsacarles a ambos información, pues trabajaba para ellos indistintamente. Tenía que ser muy cauteloso y sopesar la cantidad de datos que debía compartir y la que debía reservarse. Pero eso no era problema para él, se trataba de su especialidad y manejaba muy bien lo que sabía y lo que intuía. Lo único que no tenía muy claro era cómo podría cumplir su venganza sin herir a Carmelilla. Por una parte no estaba dispuesto a renunciar a cumplir la justicia que se había propuesto hacía tantos años, y por otra, según iba conociendo a la familia de la chica se le iban quitando las ganas de hacer nada que les hiciese sufrir. Hasta llegó a impedir que se realizase un atentado en el que iban a poner una bomba al coche en que iba el padre de ella junto a un grupo de dirigentes de su partido. Tuvo que mover muchos hilos y no fue nada fácil el poder impedirlo, pero gracias a su astucia y al tráfico de influencias logró conseguirlo. Sabía que no les afectaría ni lo más mínimo el que alegase que el atentado sería muy cerca de su casa y que la onda expansiva podría poner en peligro la vida de su madre. Para la mayoría de los políticos el sacrificio de vidas humanas en tiempos de revolución no tenía importancia. Pero alegar que corría el riesgo de que se destruyese su emisora y los documentos y material que guardaba en su residencia fue más eficaz. En principio le ordenaban que evacuase cuantas cosas corriesen el riesgo de perderse o destruirse y que no impidiese que se llevase a cabo el atentado previsto. Pero después de recurrir a varios mandos y de hacerles ver que tal acción le delataría y que antes de tal cosa estaba dispuesto a dimitir, consiguió que se aplazase el atentado y se buscase otro lugar donde no se perjudicase a tantos civiles. El amenazar con dejar su cargo fue lo que más convenció a sus superiores, pues le consideraban demasiado valioso. No imaginaban que el bando contrario opinaba lo mismo y que en realidad él no era fiel a ninguno. Tan sólo deseaba que terminase la maldita guerra para poder tomar una decisión sobre si vengarse del hermano de Carmelilla o dejar de hacerlo. Pues cada vez estaba más convencido de que en realidad había sido una estúpida chiquillada lo que habían hecho y en el fondo no era mala persona. Cuanto más le conocía más le apreciaba. En ocasiones, después de cenar con toda la familia de Carmelilla, había salido con él a tomar alguna copa y casi habían llegado a ser buenos amigos. Por supuesto, procuraba evitar toda conversación que pudiese delatar sus antiguos deseos de venganza y sus controvertidas actuaciones para los servicios de espionaje.

El día que le llegó información sobre el posible final de la revolución, fue a casa de Carmelilla a celebrarla con ella, pero como había cambiado de turno inesperadamente no se encontraba allí. Se fue con el hermano y estuvieron celebrándolo en varios bares y mesones. Aunque siempre procuraba no emborracharse, aquél día no lo pudo evitar. Todos los conocidos y desconocidos que encontraban en los bares les invitaban y les obligaban a brindar. Para no ser menos, ellos volvían a invitar y corresponder así con cuantos les rodeaban. Al llegar el anochecer ya casi no se tenían en pie. Él guardaba un poco mejor el equilibrio, pero, el hermano de Carmelilla se caía para todos los lados en cuanto se le dejaba solo. Le acompañaba hasta su casa cuando le dio por sincerarse debido al influjo del alcohol.

-¡Eres un tío estupendo… te lo digo yo! Y pensar que hace un año deseaba matarte con todas mis fuerzas… Sí señor… Si no llega a ser por que me enteré de que eras hermano de Carmelilla… te hubiese matado hace más de un año…

-¡Qué dices…tú estás loco! Tú no matarías ni a una mosca… No digas idioteces...

-¡Qué sí, que te hubiese matado… igual que lo hice con tu amigo Carlos… y con el otro que ya ni me acuerdo como se llamaba…Era…

-¿Quée? ¿Tú de que conocías a Carlos? –Dijo furioso sintiendo que se le pasaba de pronto parte de la borrachera y agarrando por el cuello a Felipe.

De pronto, los dos cayeron al suelo rodando desde la acera hasta los surcos del tranvía. El conductor, al no verles en la oscuridad pelearse sobre el suelo de la carretera, no pudo frenar a tiempo y les arrolló, de tal forma que estuvo a punto de descarrilar. La sangre de los dos atropellados se entremezcló sobre los raíles de Ciudad Lineal.

Mar Cueto Aller