Homenaje a Machado por Enrique Tejón

LA ABEJA VELERA
Un día de verano, lleno de sol y canícula, don Antonio Machado vio cómo una abeja se posó en una flor. Al lado, una piedra se ofrecía como asiento al caminante que buscara un lugar para descansar. Además, se sumaba a la generosa y desinteresada oferta la sombra que un árbol proporcionaba a quien, en las últimas horas de la tarde, se sentara a sus pies. El poeta se sentó y vio cómo el insecto succionaba con su trompa el néctar.
Imaginó aquel lugar lleno de flores y en cada una, una abeja; oyó el ruido de las alas y se estremeció. Fijó su atención en la abeja: apenas se movía; un ligero desplazamiento, y en absoluto la actividad que estos seres despliegan siempre. Transcurrieron así dos horas; hasta que a don Antonio se le vino la hora de cenar. Cerró la libreta, en la que no había escrito nada, y regresó a casa.
     Como al día siguiente no tenía que dar clase, decidió preparar un bocadillo que comería junto a una fuente de agua fresca y relajante sonido.  El sol estaba llegando a su cénit y, a cada momento, iba aumentando su fuerza. El camino no transcurría lejos de la flor en la que había dejado a la abeja, así que decidió acercarse. Naturalmente, no esperaba ver al insecto, pero allí estaba, moviéndose uno o dos milímetros cada vez. Claro que podía tratarse de otra abeja, pero algo le dijo que era la misma de la tarde anterior. Trató de encontrar una manera de marcar al animal; algo que le permitiera saber si siempre era el mismo. No, no supo cómo hacerlo.
Fue a la fuente y disfrutó del bocadillo. Arrullado por el chorro comió con verdadera delectación. Luego, volvió junto a la flor. Allí estaba la abeja. Seguro que había pasado la noche sobre la flor –no podía imaginarse otra cosa-. De nuevo buscó la manera de marcarla, pero de su cabeza no consiguió sacar una respuesta. Aunque la sombra del árbol aún no daba protección, se sentó en la piedra, sacó el pañuelo y, tras hacer un nudo en cada esquina, se lo puso en la cabeza. Preparó la libreta por si, durante la vigilancia,  surgía un poema.
El sudor corría por sus mejillas. Poco a poco, el sopor fue haciéndole dar cabezadas. Se le cerraron los ojos y, apoyando la cabeza en los brazos, soñó. Vio varios miles de miles de miles de abejas; volaban como un ejército: en perfecta formación. Sin embargo, no oía el zumbido que tendrían que producir millones de alas, sino una sinfonía que alguna orquesta invisible estuviera tocando cerca de allí. Al compás de la música, el gigantesco grupo empezó a dividirse en otros más pequeños que volaban a  diferentes alturas, ocupando su lugar en un imaginario pentagrama. Mientras unos conjuntos giraban sobre sí mismos, otros permanecían inmóviles en el aire, esperando que sonaran las notas que les correspondían. En un momento dado, la música sonó muy baja y todos los insectos se pusieron a la misma altura, a un metro del suelo, ofreciendo así a la vista una extensísima sábana alada de unos milímetros de espesor. De pronto, los timbales hicieron vibrar los árboles y las abejas se movieron semejando las salpicaduras que una lluvia de piedras produciría en un estanque. Otra vez adoptaron la forma de la sábana y más salpicaduras. Ahora entraron los instrumentos de viento con toda la fuerza que pueden proporcionar los pulmones de una persona; la sábana se hizo más gruesa: de dos o tres metros, y empezó a agitarse como lo hace una cuerda cuando se le impulsa desde un solo extremo. En verdad, el espectáculo le subyugaba hasta el punto de ralentizar la respiración. Sobre todo cuando se preparó el final de la sinfonía. En ese instante, las abejas formaron una gigantesca, asombrosa y estremecedora bola. Al fin, una fortísima nota final hizo el efecto de una explosión y la gran bola estalló en todas las direcciones, desapareciendo los insectos.
Abrió los ojos todavía asombrado por el sueño que acababa de tener, perplejo por la belleza de la ejecución. Se quitó el pañuelo de la cabeza y enjugó el sudor que cubría su cara. Miró a la flor, y allí estaba la abeja.
He soñado que mientras dormía
un sueño me hizo pensar que vivía,
que estaba en un lugar que mi presencia,
a pesar de ser una ausencia,
permanecía viviendo un sueño
que la vida me ofrecía.
Quise quedarme en un mundo onírico,
quise borrar el blanco y el negro,
que sólo vivos colores poblaran los sentidos,
que se pudieran oír,
que se pudieran oler,
que se pudieran comer,
que con verlos uno se sintiera arropado;
para poder soñar,
o mejor, para poder jugar:
yo soy el verde, como una liebre que se pierde,
¿cuál eres tú?
Ah, el amarillo, un río o un niño con cara de pillo,
el rojo, como un elefante sabio y cojo,
el azul, como  un oso gordo y gandul,
el rosa, como foca que, orgullosa, posa.
Al despertar, vi un papel blanco.
Tenía un dibujo negro.
Quise volver a dormir,
y soñé que despertaba.

Rompió la esquinita de la hoja de papel y con saliva, ya que no disponía de otra cosa, la pegó en el cuerpo de la abeja.
De regreso a casa, recordaba cómo el papel semejaba la vela triangular de un barco velero.
Se levantó muy temprano; preparó un bocadillo y corrió a ver a la abeja velera. Pero no estaba, ni la flor tampoco, ni la piedra en la que se sentaba. En su lugar había un mimo que le hizo sonrientes gestos de bienvenida; después le indicó que lo siguiera. El mimo saltaba y saltaba, y caminaba desandando el camino, yendo hacia la derecha, hacia la izquierda y otra vez hacia atrás. Daba volteretas, hacía cabriolas y siempre sonreía. Por fin, se detuvo, y colocándose a espaldas de don Antonio, con suavidad, le tapó los ojos. Cuando apartó las manos, don Antonio pudo ver que estaba rodeado de abejas, muchas abejas, casi tantas como las de la sinfonía, sólo que éstas no volaban, se desplazaban muy despacio, como si tuvieran miedo de que con un brusco movimiento la vela triangular que portaban se cayera. Se movían en círculo, girando a su alrededor al modo de un disco. El mimo le puso la mano en el hombro mientras le enseñaba el puño de la otra. Lentamente lo abrió: dentro estaba la abeja que don Antonio vio sobre la flor. ¿La flor?, se preguntó. Pues estaba en la oreja del mimo. Don Antonio buscó en sus pies la piedra, no la encontró. De nuevo el mimo le indicó la dirección en la que debía mirar. Vio la piedra y sobre ella un papel. Hacia allí se dirigió; y cada vez que tenía que pisar se formaba un hueco entre la masa de insectos. Así llegó hasta el papel; lo cogió y leyó:
Contarte quiero un millar de historias;
una historia por cada millar;
y cada millar en una historia;
siendo la misma historia
diferente y siempre igual.
Una flor, una abeja, una piedra y un papel.
Suda un poeta bajo un árbol.
Ve a la abeja sobre la flor,
oye una fuente que aplaude;
la flor en un papel;
escrito en éste, un poema.
El agua de la fuente repite su canción,
viene la abeja,
liba la poesía
y se la lleva a la colmena.

El mimo le tapa y destapa los ojos. Ya no están las abejas, ni la flor, ni la piedra, ni el mimo; pero tiene en la mano el papel. Continúa leyendo el poema:

     La poesía en porciones se dividió  por las ramas
del árbol de la colmena,
     después en letras, y éstas en hojas de tomillo;
 al final, en silencios que se guardan en celdillas.
     Minúsculas celdillas en las que apenas cabía
     tu inocente mirada; mucho menos la mía.
     Bordones tocados por manos suaves.
     Las celdillas más grandes guardaban los silencios.
     Vuelcan sobre ellas los sonidos
que golpean con fuerza las paredes.
     Las abejas con el silencio hacen cantares.
     Del río llega un viento, los arrastra y teje nubes.
     Sobre unas sillas de mimbre llovían los cantares,
     y los hombres, dando palmas, bailaban por soleares.
    
Don Antonio buscó a su alrededor al mimo, a las abejas, a la flor, a la piedra. Nada. Bajó la vista al papel, pero había desaparecido.
A medida que regresaba a casa adquiría más fuerza la idea de que todo lo que acababa de ver no había sucedido, que nunca había habido tal abeja;  ¿o tal vez sí? La pregunta le asaltó al tener frente a sí la piedra en la que se sentara; sin embargo, no estaba el árbol, tampoco la flor.
Se sentó, cansado, y apoyó la cabeza en los brazos cruzados sobre las rodillas. Cuando la levantó vio a su lado la flor y detrás el árbol. La luz era mortecina y la sombra del árbol se retiraba a descansar.
Una vez en casa, sentado a la mesa escribió unos versos:
          Estos días azules y este sol de la infancia.
     No supo seguir. Arrancó la hoja y rompió el verso.
Tal vez en otra ocasión…