Homenaje a Machado por Feli Romera

La nieve de mi Soria
Cuando caen las primeras nieves del invierno, donde quiera que me encuentre, afloran a mi memoria recuerdos de mi infancia. Tiempos de post- guerra, con cartillas de racionamiento.
Como la mayor que era de cinco hermanos, mi madre me mandaba a por el pan para el desayuno. Entonces no se protestaba, aunque fuera duro el salir de casa con el aire del cierzo frío y aquellas calles blancas y heladas por tanta nieve caída silenciosamente en la noche. Procuraba caminar por veredas que los vecinos habían hecho y, agarrándome en los salientes de las casas, llegaba a la calle principal, en la cual el Excmo. Ayuntamiento encargaba echar sal, para derretir la nieve.

Tiempos duros, en los que la austeridad de Castilla se acentuaba más, por aquel entonces. Las comidas eran sencillas: cocido, sopas de ajo, lentejas con algún “bicho” y la matanza que se traía del pueblo. Todo nos sabía rico, con su auténtico sabor, no se ponía peros a nada, tampoco daban a elegir entre esto y aquello. Jamás tomábamos fármacos para abrir el apetito. Lo que sí nos daban, por aquello de formar bien el esqueleto, era aceite de hígado de bacalao. Aquella cucharada antes de la comida nos molestaba y protestábamos, pero te decían: “todos los niños lo tienen que tomar” y no había más explicación. Recuerdo todavía su sabor tan fuerte.
Con aquellas nevadas no podíamos jugar en la calle cuando salíamos del colegio, pero teníamos imaginación para jugar en un portal que tenía escaleras de madera. Sentadas, nos imaginábamos que estábamos en un teatro y, de una en una, salíamos a interpretar alguna cosa graciosa que supiéramos.
En la plaza del mercado había un matrimonio de vendedores ambulantes que trataban de vender a la gente un producto que, según ellos, curaba todos los males. Para llamar la atención del público, cantaban una canción que yo me aprendí de memoria y que decía así:
- “¡Hola!, ¿cómo está usted, señora María? Fíjese bien como se baila hoy en día.
- Haciendo así y sin decir una sola palabra. (Hacía pasos de baile).
- (Ella) Jugaba a la lotería y me tocó tu persona.
¡Valiente premio señores: el gordo sin una gorda!
- (Él) Yo no soy gordo, soy flaco y negarlo no podrás, que estoy hecho un Manolete, por delante y por detrás.
- ¡Hola!, ¿cómo está usted, señora María?”...
Siempre tenía que salir a cantar aquello. Cuando nos cansábamos y el “pompis” se quedaba frío, salíamos a la calle, hacíamos bolas de nieve, que nos tirábamos y, corriendo, volvíamos a casa tan contentas.
Jugábamos mucho con las mariquitas de papel, las mejores costaban treinta céntimos, teníamos una caja donde guardarlas para que no se estropearan.
También llevábamos siempre en el bolsillo un alfiletero, con alfileres de colores. Cuando salíamos del colegio, jugábamos de esta manera: sacábamos un agujón y lo escondíamos en el puño de la mano y preguntábamos: “Punta o coca”. Si la amiga acertaba, se quedaba con el agujón y si no, tenía que darte uno a ti.
Los domingos eran un día especial: por la mañana íbamos a Misa al colegio, de “El Sagrado Corazón de Jesús”.
¡Cuánto nos gustaba subir al coro y cantar desde allí las canciones religiosas! Yo miraba con gran encanto, las manos suaves de Sor Inés tocar el piano suavemente.
Por la tarde, con aquellas nevadas que todavía seguían por varios días, íbamos al cine del colegio “Los Franciscanos” para ver una película del “Gordo y el Flaco” y nos costaba la entrada cincuenta céntimos. A la salida comprábamos castañas asadas que nos comíamos dándonos unos paseos por los soportales de “El Collao”. Marchábamos a casa sobre las ocho de la tarde.
Al comenzar las vacaciones de Navidad, empezábamos a sacar las figuras del Belén. Cada año había menos y estaban mutiladas. Íbamos al campo a coger musgo, piedrecitas para poner en el río y plantas pequeñitas que poníamos como árboles. Quedaba muy original y a nosotros nos gustaba mucho.
El día veinticuatro de Diciembre por la mañana, como teníamos las vacaciones de Navidad, todos queríamos ayudar a mi madre a preparar lo que íbamos a tomar en la cena.
Se empezaba por hacer “el perolo”- bebida típica soriana de Nochebuena, compuesta de frutas frescas, canela, azúcar, frutos secos y vino dulce-. Todos, hasta los pequeños podíamos tomar ¡sólo esa noche! Porque, aunque sobraba, no nos daban más, por llevar algo de alcohol. A decir verdad, disfrutábamos también cuando lo tomaban las visitas de familiares o amigos que venían a casa y mis padres les decían: “Voy a ponerte perolo”. Después de haber tomado medio vaso decían: “¡Qué rico está!”.
Como un ritual, cada año se mataba el mejor gallo. Atado estaba de patas en un rincón de la cocina. Lo mirábamos con pena y con gran curiosidad. Le echábamos miguitas de pan y cuando lo iban a matar, nos íbamos de allí. Podíamos entrar cuando ya estaba escaldado con agua muy caliente y ayudábamos a pelarlo.
(Yo mentalmente hacía la comparación de verlo sin plumas, a verlo todo altanero en el corral).
Y ese mismo día por la noche, teníamos costumbre de ir a Misa del Gallo, con los vecinos. Hacía mucho frío, pero no importaba. Con la alegría que da una buena cena, y el perolo, nos dirigíamos a la Parroquia, pues se cantaban villancicos con panderetas, castañuelas y zambombas.
La alegría mayor era preparar los dulces y frutos secos, que poníamos en una cestita de paja, y en los postres abríamos los higos, los rellenábamos con nueces y decíamos que eran bocadillos.
Los turrones siempre eran de las mismas clases: Jijona, de almendra y de mazapán.
Recuerdo que este último era de cuadros en color rosa y tostado. No nos lo comíamos todo: lo envolvíamos en la servilleta y cuando volvíamos de la Misa del Gallo, lo terminábamos de comer alrededor de la estufa de serrín, que casi todas las casas tenían por ser un medio de calefacción bueno y barato.
En la mañana de Reyes, sus majestades nos habían dejado dentro de los zapatos que teníamos en el balcón alguna cosa, más bien poco, pues con cinco hijos, en tiempos de post- guerra, no se podía más. Sólo pedíamos un juguete, y con alegría veíamos cómo generosamente habían añadido unos caramelos, o unas pinturas o también alguna ropa que necesitábamos. ¡Qué felices éramos!
Un año, en la festividad de Reyes, nos llevaron a ver una película de Blancanieves. Me impresionó bastante y de ahí partió mi afición a coleccionar los programas de cine. Conocía a todos los actores americanos, sólo por verlos tantas veces en aquellos programas de colores que siempre íbamos a pedir y nos daban amablemente. Después veíamos las carteleras, con verdadera afición, imaginándonos la película. Virginia Mayo era la que más me gustaba, por sus ojos azules y su pelo tan rubio.
Una costumbre que teníamos los niños era pedir el aguinaldo por las casas del barrio y las de los familiares. Lo juntábamos todo y reunidos, comíamos las nueces y los dulces que nos habían dado.
A la edad de nueve a doce años éramos algo gamberretes, pues nos divertía mucho ir al alto de la Dehesa- el parque principal de la ciudad-para hacer bolas de nieve y tirarlas a las parejas de novios. Les tirábamos una bola y salíamos corriendo y riendo de nuestra travesura. Cuando ya no reíamos era cuando algún chico nos tiraba alguna bola con mala idea, o una pandilla de chicos a la salida del colegio nos bombardeaba con más nieve.
Con el frío, la nieve helada de los tejados colgaba hacia abajo, en forma de chupiteles, con una forma alargada que nos hacía recordar los “pirulís” que a veinticinco céntimos, comprábamos en “la Bollera”, pastelería muy frecuentada por la chiquillería, por sus precios populares. Nos hipnotizaban las diversas golosinas que había en el pequeño escaparate y los muy golosos hacíamos la visita a diario, aunque no compráramos nada.
Las manos, al romper el hielo, se nos quedaban muy frías y la mayor del grupo, nos decía: “Metedlas debajo de los sobacos, para que entren en calor, pues si se os mete el frío entre las uñas, es muy doloroso”.
Nosotros obedecíamos, por aquello de que “meterse el frío en las uñas” debía de ser algo terrible, por la gravedad del tono con que lo decía.
Un día lo pasamos muy bien, encontramos un perro abandonado que se vino con nosotros y tirando bolas de nieve al aire le ordenábamos que fuera a recogerlas, pero el can no se movía, el pobre tenía hambre y frío. No lo volvimos a ver más.
En el santoral destacábamos los santos que de alguna forma más nos importaban:
El trece de diciembre, festividad de Santa Lucía, patrona de las modistillas… esperábamos esa fecha como algo muy distinto, pues por la tarde hacían baile. La puerta estaba abierta para todos. Nos ofrecían dulces y, sentadas en un banco, veíamos cómo bailaban los mayores.
Acabado enero, empezaba el mes de “febrerillo el loco” y, aunque de vez en cuando, la nieve nos visitaba, ya no estaba tantos días. Era más suave, se derretía pronto y parecía que el rigor del invierno había pasado.
El santo más destacado posterior a Santa Lucía era S. Blas, el día dos de febrero. Como tradición, aparte de ver si las cigüeñas habían llegado, era costumbre- y hoy día todavía se hace así- llevar hasta la iglesia “Del Espino” agua y dulces a bendecir, para comerlos en familia y así no tener dolor de garganta, como favor que nos concedía el santo.
Los días iban siendo más largos, las mañanas más luminosas...