Homenaje a Mario Vargas LLosa por Carmen Salgado (Mara)

EL LUNAR

Cuando nació en la tierra por primera vez, la mancha morada era apenas un lunar situado en el centro de su peludo carrillo. Aquella fue una vida de lucha por la supervivencia, de experimentar la sensación de corporeidad, de descubrir un entorno vital salvaje y puro.
No tuvo nombre, las palabras aún no se habían inventado.
Apenas con quince años fue destrozado por un guepardo. Asistió a su muerte con la misma curiosidad distante con la que había vivido.
Enseguida olvidó esa encarnación y regresó a sus orígenes estelares, hasta que le obligaron a volver.

Cuando abrió los ojos de nuevo, percibió un rostro arrugado enmarcado por un manto blanco. La ira dominaba la expresión de aquella mujer que se volvió hacia la joven postrada en la cama diciendo: “El lunar morado de tu hijo es una señal de pecado”.
Nunca más supo de su madre. Tampoco la echó de menos. El único sentimiento que conoció durante veintidós años fue el de rechazo por ser hijo de una proscrita y por llevar en su rostro una mancha irregular que le cubría un tercio de su huesudo pómulo.
Durante esa vida se dedicó a cuidar animales, lejos de la aldea.
Cerca de la naturaleza a la que aprendió a escuchar.

Quizás por eso, unos siglos después, fue astrónomo en la corte de un faraón. La mancha morada, que cubría ya una cuarta parte de su cara, era, sin duda, la marca de El Elegido. Así lo dictaminaron los sabios, quienes, en palacio, le instruyeron sobre las ciencias de la tierra y las que están ocultas a los ojos de los profanos. Su verdadero nombre solo era conocido por sus maestros. A él se referían las demás personas como “El Mediador”.

Vivió quinientos siete años y decidió morir voluntariamente para  volver a sus orígenes: sentía que sus recuerdos primigenios se iban desdibujando, que su corporeidad humana estaba ganando demasiado terreno. Pensó que, después de todo lo acontecido durante su extensa existencia, no volvería nunca más a la tierra. Ya había experimentado todo cuanto el mundo podía ofrecer a un hombre.

¿Para qué regresar?

“Para ser madre”. Le dijo una voz interior. “Aún no sabes lo que es gestar un ser dentro de ti”.

Y así, envuelta en el sonido de las campanas de una ermita, renació como mujer.

Con su mancha morada, cubriendo la mitad de su rostro, y sus conocimientos ocultos no podía ser sino bruja. Y en esa vida corta y confusa dio a luz a un bebé que murió poco tiempo después de nacer.

Por eso quiso volver. Lo hizo desde el acomodo de una vida burguesa, en la que la mancha que cubría todo su rostro era considerada, entre el horror y la fascinación, como un signo de gran distinción.
Sus tres hijos profesaron por ella un amor exquisito, no así su marido, quien se había casado incentivado por su suegro.
Cuando falleció, le pareció una vida incompleta: Había conocido el amor materno, pero no el enamoramiento.
Decidió renacer todas las veces que fueran necesarias, para experimentarlo.

Lo intentó durante siete vidas, alternando cuerpos de hombre y de mujer, en los que la mancha iba ganando, progresivamente, terreno.

Cuando lo consiguió, se dio cuenta de que el amor materno y el amor a la pareja no eran más que vertientes de un amor mucho más grande, como los colores que se desprenden del rayo de luz blanca cuando atraviesa un prisma.

Decidió buscar esa luz. Al encontrarla, su cuerpo morado se transfiguró y volvió a sus orígenes estelares.

El círculo se había completado. 

Mª del Carmen Salgado Romera (Mara)

Nota: El relato “El lunar” está inspirado en la descripción de dos personajes de Mario Vargas Llosa “Saúl Zuratas”, de la novela El hablador  y “Justo” del relato El desafío.

“Saúl Zuratas tenía un lunar morado oscuro, vino vinagre, que le cubría todo el lado derecho de la cara y unos pelos rojos y despeinados como las cerdas de un escobillón.
El lunar no respetaba la oreja ni los labios ni la nariz a los que también erupcionaba de una tumefacción venosa. Era el muchacho más feo del mundo; también, simpático y buenísimo.” (El Hablador)
“Desde la puerta del "Río Bar" vi a Justo, solo, sentado en la terraza. Tenía unas zapatillas de jebe y una chompa descolorida que le subía por el cuello hasta las orejas. Visto de perfil, contra la oscuridad de afuera, parecía un niño, una mujer: de ese lado, sus facciones eran delicadas, dulces. Al escuchar mis pasos se volvió, descubriendo a mis ojos la mancha morada que hería la otra mitad de su rostro, desde la comisura de los labios hasta la frente. ” (El desafío)