Homenaje a Matilde Asenji por Mª Del Carmen Salgado Romera "Mara"



QUIMAQUELA


“Cuando la persona rebasa la medida de su propio hemisferio, de su círculo no se pasa, entonces, se encuentra con otra realidad, una realidad que a su vez creará con el tiempo otro círculo no se pasa, hasta que llegue un momento que el círculo es tan grande, tan extenso que se confunde con la majestad del infinito.”
Vicente Beltrán Anglada


Capítulo primero  —La dragona—

Quimaquela, nada en diez kilómetros a la redonda. Dejé aparcado el todoterreno de alquiler en la explanada mirando hacia el camino por el que había llegado  desde la aldea. Hace siglos lo recorrían a diario monjes sobre burros y  caballos. En los últimos ciento cuarenta años casi nadie. Aquella tarde, entre temeroso e intrigado, yo.
Al salir del coche eran las seis. Me fijé en las colinas lejanas de lomos  verdosos. En menos de media hora se fundirían con la noche y me dejarían a solas con las estrellas sobre un cerro maldito. Puse las manos en el capó, la chapa estaba sólo templada. Los diez kilómetros de  recorrido  por la pista de arcilla que llega desde la aldea y la subida por el camino empedrado hasta coronar los cincuenta metros de la cumbre no habían calentado apenas el motor. Mis manos apoyadas en la chapa  parecían un puñado de salchichas rojas. Busqué los guantes y aproveché para coger una linterna mientras decidía si echaría un vistazo antes de descargar el equipo. 
La oscuridad iba descendiendo como una niebla gris, espesa y desagradable. Los jóvenes a quienes había conocido un par de horas antes en la taberna de la aldea seguirían allí sentados fumando y bebiendo al amparo de la chimenea y estarían hablando de mí, Manolo Sanjuán Álvarez, el periodista novato que había llegado a Quimaquela en busca de un reportaje que le hiciera famoso, objetivo extraño para ellos que  habían emigrado de su ciudad, hartos de todo,  para asentarse en esa aldehuela abandonada. Miré con envidia cómo ascendía el humo de las chimeneas de sus cuatro casas.
Apenas podía distinguir ya las piedras que sujetaban las tejas. El viento olía a madera quemada y silenciaba los mugidos, balidos, rebuznos y ladridos lejanos, multiplicando el ulular de los búhos y el silbar de las serpientes en mi cabeza. Aún no había tenido tiempo de sentir en toda su potencia el frío de las noches castellanas de diciembre y ya tenía ganas de irme de allí.

Una muralla circunvalaba toda la explanada, salvo el tramo de la zona sur donde había aparcado. Tenía unos dos metros de altura y separaba la parte habitada y los  precipicios casi verticales que se alzaban a la izquierda y la derecha de los lomos de “La dragona”, como llamaban en la zona  a la colina. Un rato después, al ver en la zona norte una bajada hacia el otro valle, mucho menos pronunciada que el camino por el que había subido, comprendí por qué llaman así al cerro: Es como un gigantesco saurio dormido, con el cuello reposando sobre el valle de Quimaquela y la cola sobre Villanegra. Los pastores, cuando tenían que cruzar por allí,  alzaban sus plegarias a Dios para que no se despertara el mal encerrado en su interior; yo me cubrí la cara con la bufanda y, por si acaso, crucé los dedos al atravesar la puerta de la muralla, preguntándome por qué “dragona” y no “dragón”.
Mi ingreso en el  recinto del monasterio no me provocó una impresión desagradable, sino extraña. Al ver el jardín abandonado y los tres edificios que se alzaban en su centro sentí que formaba parte de aquello, aun cuando nunca había estado allí. Algo sólido e inmaterial a la vez, la incomprensible emoción de haber regresado a casa, se me instaló entre pecho y garganta. Tosí para expulsar esa ilógica nostalgia que me abandonó sin oponer resistencia y seguí observando el oscuro jardín donde sólo distinguía ya varios árboles pelados que, al saludarme, agitaban sus anillos de muérdago.
Encendí la linterna. Las edificaciones que componían el monasterio tenían distintas alturas y estaban adosadas entre sí sólo en una parte de sus lados: A la izquierda, al fondo, la más baja. Parecía una cuadra. En el centro, adelantándose unos veinte metros, un edificio de dos plantas con las ventanas enrejadas, el tejado algo hundido y la puerta tapiada con bloques de adobe. Supuse que sería donde hacían la vida los monjes. En  primer plano, a su derecha, la más alta, la iglesia. También con la puerta tapiada.  Pasar la noche en ella, que era mi objetivo, se me ponía más difícil de lo que esperaba. 
En realidad no era periodista, como les había dicho a los chicos del pueblo, pero tampoco un loco o un aventurero. Y estaba lejos de querer jugarme el pellejo, que serían cuatro de los cinco motivos por los que alguien atravesaría la muralla, sobre todo después de haber escuchado las tenebrosas leyendas del lugar. A Manolo Sanjuán le pagaban mucho dinero por pasar una noche allí y, sencillamente,  dar cuenta de lo que observara.
En aquella época, con veinticinco años, trabajaba por dinero; para tener cuanto más mejor, sin ningún fin en especial. Y lo estaba consiguiendo a pesar de  no tener estudios, ni dominar ningún oficio. Hasta que conocí a Mario me ganaba la vida haciendo de camello de poca monta. Había sido un adolescente enclenque —incapaz de levantar siquiera un saco de arena sobre el hombro para hacer de peón—, huraño y vago, que lo poco que sabía lo había aprendido a base de las broncas  de los sobrestantes. Pero, gracias a una de mis borracheras, cuando apenas tenía veinte, mi vida había cambiado por completo. No sé en cuál de los antros de los que entré aquella noche se fijaría Mario en mí.
La primera vez que yo le vi a él fue en su casa. Me desperté vestido, sobre una cama limpia y mullida, en una habitación con muebles elegantes. No me extrañó despertar en casa ajena, pero sí que no fuera un lugar cutre, que era lo habitual. Salí al pasillo con la intención de escabullirme. Alguien aseveró a mi espalda: “Que no sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha”. El dueño de esa voz y de esa  máxima, que me sonaba de algo,   era un hombre menudo, como yo, pero musculoso; de cara triangular y pelo blanco, lacio; vestido con un albornoz y unas pantuflas de felpa, también blancas. Calculé, a la vez, si  le gustarían los hombres, dónde estaría la puerta de salida y si podría llegar hasta ella antes de que ocurriera algo desagradable.
Media hora después yo llevaba puesto un traje, una camisa y unos zapatos suyos, mi cartera tenía dinero y una espectacular  morena, la actriz Adriana Marto, caminaba risueña entre nosotros.
Sólo comí con él ese día, aunque estuve viviendo con ambos casi una semana en la que me dejó varias cosas claras:
“Dejaría de beber. Nada de drogas. Siempre disponible. Haría exactamente lo que me mandara —que jamás sería ejercer violencia premeditada contra nadie—. Nunca le haría preguntas. Tendría que estudiar cultura general, defensa personal, protocolo e idiomas. Debería asumir la identidad necesaria para cada trabajo”.
Todo ello junto implicaba que sería muy difícil mantener una relación estable con una mujer. Tampoco la iba a echar de menos. A cambio, viviría en un apartamento a su cargo, tendría unos buenos honorarios y un coche deportivo  a mi disposición. Aunque me hubiera ofrecido sólo lo último habría aceptado igual.
En esos  primeros días de mi nueva vida descubrí que su biblioteca rebosaba de libros; que era coleccionista de obras de arte y cuadros; que le gustaba todo tipo de música; que era un amante de la astronomía y que tenía un gran sentido del humor. Sin embargo, pese a sus modales cordiales,  elevaba una barrera de autoridad y distanciamiento casi palpable entre él y las demás personas, incluida su mujer, quien me gustaba desde adolescente, desde que la había visto en una película con su melena ondulada acariciando la espalda de una ceñida gabardina al caminar  sobre sus finos y altos tacones.
Me imaginé muchas veces quitándosela para descubrir lo que ocultaba. Cada día algo diferente, incluso cuando no llevaba nada, pues su perfume variaba según el lugar de nuestro encuentro.  Al estar a su lado me sentía avergonzado de mis toscas fantasías. Su profunda voz de contralto era terciopelo y su mirada escuchaba, observaba, indagaba, traspasaba, sonreía, acariciaba y detenía el tiempo mientras movía las largas y finas manos al compás de sus pensamientos aunque, en algunos momentos, parecía estar perdida en tristes ensueños. Mario la adoraba, pero pasaba mucho tiempo fuera y no le solía contar lo que hacía. Quizás la distancia de los veinte años que nos separaba le invitó a confiarse y conversar conmigo sin medir continuamente sus expresiones como hacía con su marido. Me reveló vivencias, me desveló proyectos, nos reímos juntos y, a medida que la iba conociendo más, a la admiración y el deseo añadí un sentimiento de culpa por haberme enamorado de la mujer de mi mentor. Menos mal que no volvimos  a coincidir durante los cinco años en que trabajé para él siguiendo a personas, haciendo fotos, grabando conversaciones o copiando archivos. El último trabajo fue el de Quimaquela.
—Quimaquela. —Señaló sobre un mapa—. Aquí, al norte de la meseta castellana. ¿Ves, Manolo? —Colocó el índice sobre una mancha de color marrón—. A diez kilómetros del pueblo, en el altozano, hay  una iglesia. Quiero que pases, por lo menos,  una noche dentro y que me cuentes lo que percibas. Serás un periodista novato que va  a hacer un reportaje sobre el monasterio. Alquila un todoterreno. Llévate un saco, una buena trenca, linternas y unas grabadoras. No te olvides de comprar pilas de repuesto. Igual te gusta y decides quedarte más tiempo.

Mario tenía cincuenta años y era como el padre que me hubiera gustado tener, un padre al que admirar, pero a su lado siempre había tensión. De mi verdadero progenitor  no había mucho aprovechable y, en contra de lo que podría esperarse, me sentía a gusto con él. Ya lo dicen: no hay dicha completa…
Miré con antipatía los muros de adobe que tapiaban las puertas de la iglesia y del edificio. Tendría que derribar uno de ellos o buscar otra entrada. Aunque las artes marciales habían expulsado al enclenque que habitaba en mí, seguía encontrando muy práctica la ley del mínimo esfuerzo, por lo que avancé con paso rápido hacia el lateral derecho de la iglesia. Quería observar el entorno antes de que oscureciera para encontrar una abertura que me permitiera entrar sin tirar los adobes. La pared de la derecha del templo, situada a unos nueve metros de la muralla que la resguardaba del precipicio del Este, no tenía ninguna abertura. Hacia la mitad habían edificado un murete de metro y medio que cercaba un pequeño cementerio cuyo hueco de la cancela estaba también tapiado. ¿Lo cegaron para que no escaparan los muertos? Ese pensamiento absurdo me hizo reír. La alegría me duró justo hasta que de puntillas, con las manos sobre el borde de la tapia y el  cuello estirado,  distinguí entre la pared norte de la iglesia y las otras lindes del cementerio siete toscas cruces de madera colocadas como signos de multiplicar.
Siete cruces de San Andrés sobre los montículos alargados de las tumbas. Tumbas distribuidas de forma caprichosa sobre la superficie del camposanto. O no tan santo.  En todo caso, su influencia llegaba por el oeste hasta el edificio donde habían vivido los monjes y hacia su derecha hasta un huerto que limitaba con el edificio de la cuadra. En ambas edificaciones, el edificio de los monjes y la cuadra, había sendas puertas también tapiadas.
No me costaba trabajo imaginar a los monjes atravesarlas para hacer sus necesidades en el  abandonado espacio del huerto y recolectar, un tiempo después, el producto de sus inmundicias transformado en sabrosas patatas, tomates y pimientos que llevarían hasta las despensas de la cocina, y las habas, garbanzos y lentejas que guardarían en la cuadra, en la zona del granero,  cerca del trigo, la avena y el centeno que traerían del valle. Luego tenía que haber un portón más grande para el acceso de los carros y los animales. Me animé pensando que igual se le habrían acabado los adobes al maniaco de los emparedados y podría entrar por él. Por que… ¿Quién se había encargado de sellar los edificios con tanto cuidado? En las puertas tapiadas que había visto no había ninguna junta por la que pudiera entrar la luz.  Algo había en el interior de esas edificaciones que querían aislar del exterior. Mientras reflexionaba me separé del huerto para asomarme a la abertura del muro de la zona Norte. Desde allí descendía el camino hacia el otro valle, Villanegra,  que parecía deshabitado, al menos a la escasa luz diurna que  quedaba.
Al darme la vuelta y encarar de nuevo los edificios comprobé que mis deducciones eran casi ciertas: efectivamente había habido una puerta carretera para la entrada de los animales a la cuadra pero, lamentablemente, el vano había sido tapiado con adobes de arriba a abajo. La rodeé por su lado este y comprobé que no tenía ninguna otra abertura, ni tampoco el edificio central cuyas ventanas tenían los postigos de madera echados y estaban protegidas por rejas. Supuse que las habían puesto,  no para desalentar a los ladrones a entrar, sino para impedir que  los frailes se escaparan de un lugar tan horrible.
En el momento en que constaté que todas las puertas que daban al exterior del monasterio estaban tapiadas y no quedaba más remedio que arremeter contra los adobes de una de ellas, el poco valor de Manolo Sanjuán se desmoronó. Si no hubiera sido por la vergüenza de pasar por delante de la aldea y que pudieran pensar, muy acertadamente, que era un cobarde, se hubiera ido. 
Si alguien había trabajado tanto para sellarlas… ¿para qué abrirlas? No creía mucho en fantasmas, ni en muertos y esas cosas; tampoco negaba que pudieran existir, pero en el anochecer del martes dos de diciembre de mil novecientos setenta y cinco me sentí atrapado como nunca. Ardía en deseos de arrancar el todoterreno y huir a toda pastilla donde Mario no pudiera encontrarme nunca.
Sin embargo, la única cosa buena con la que había nacido,  mi sentido de la gratitud, me impedía fallar a la única persona en este mundo que había creído en mí, aunque fuera por su propio interés. 
Tenía que tomar una decisión. La oscuridad había empezado a encender las estrellas, Vega y Altair  brillaban hacia el Oeste tenuemente iluminado por los últimos rayos del sol y Júpiter parecía preguntarse quién demonios era yo. Decidí que era una locura ponerme a golpear en medio de la noche y que salieran los esperpentos escondidos en una iglesia sin ventanas. ¿Sin ventanas? O no me había fijado bien, o era la primera iglesia que veía sin ellas.
Resolví que lo mejor sería dormir fuera de la muralla del recinto maldito, en el coche, sin moverlo de donde estaba, para no meter ruido. Mañana será otro día, me dije, con la seguridad de que la noche iba a ser larga hasta llegar a ese “mañana”.
Ocupé el asiento del copiloto. Miré hacia el frente. Cada vez se veían más estrellas. Gracias a Mario había aprendido a vivir las noches mirando al cielo, en vez de al infierno. Pensé en comer. No me entraba nada. Me acomodé. Me tapé con un par de mantas. Estaban heladas. Quise dormir. No lo logré. Nos pusimos nerviosos. Salimos del coche. Decidí comprobar las herramientas. ¿Habría alguna con la que  tirar uno de los muros sin hacer mucho ruido? ¿Y cuál de ellos?
Encontré un destornillador. Luego un cortafríos. No eran muy grandes, pero podían valer. Con la adrenalina a tope restallándonos en las sienes y las dos  herramientas en el bolso de la trenca, iluminé con la linterna el camino hacia la entrada de la parte sur de la muralla buscando alguna piedra adecuada para golpear. Elegí una que debía de haber formado parte del muro, pues era un canto rodado caído junto a él y allí arriba no había ríos. Sentí su redondez, y su tacto áspero dentro de mi mano nos tranquilizó un poco.
Frente a mí se alzaban de nuevo los tres edificios. Fondo izquierda, la cuadra. Centro, el edificio donde habían vivido los monjes. Delante, a la derecha, la iglesia sin ventanas. No podía elegir tirando una moneda. Me decidí por la cuadra. Era lo que imaginaba menos contaminado por las retorcidas mentes de aquellos cenobitas que vete a saber lo que hacían en una iglesia tan rara. ¿Por qué le interesaría a Mario este lugar?
Los adobes estaban argamasados con barro, seco y duro. Puse, con un poco de pena, uno de mis guantes de piel sobre la cabeza del cortafrío para amortiguar los golpes, no quería despertar a todo el valle. Cuando solté el primer bloque, antes de hundirlo hacia el interior, recé. A mi manera. Me acordé del ángel de la guarda, luz y compañía, eso decía mi madre, luego nos dejó. Y enfrascado en recuerdos de peleas familiares, de mi hermano mayor, de mi padre borracho, de su horrorosa mancha rojiza en el cuello, menudas dos herencias para Manolo Sanjuán, de lo que le gustaría en ese momento echar un buen trago,  de que mecagüen el momento en que nos metimos en esto, abrí un hueco suficiente para vislumbrar el interior.
Unos murciélagos se abalanzaron hacia la abertura. Me asusté. Me aparté. Se me cayó la linterna dentro.  ¡Mierda! No encontraría las juntas en la oscuridad y no podía recuperarla, el hueco era insuficiente. Tenía que ir a por otra al coche. Empecé a  seguir con la mano la pared de la cuadra. Al llegar a la esquina atravesé con precaución el jardín hasta el muro y avancé a su amparo hasta la entrada sur, sospechando que, quizás,  sólo estaban tapiadas las puertas exteriores y que la cuadra tenía otro acceso. Si no, ¿por dónde habían entrado los murciélagos? Llegué al coche temblando.
Después de tomar un café de termo me daba pereza volver. Mañana será otro día, me dije aquella noche por segunda vez. En el cielo, Júpiter había descendido en su camino hacia el Oeste, Saturno avanzaba desde el Este y entre ambos se extendía una de las figuras que más le gustaban a Mario: el hexágono invernal. Lo habíamos visto varias veces juntos el año anterior. Cuando estuvo seguro de que yo era capaz de localizar las estrellas que lo forman me regaló uno de sus crípticos pensamientos. “Como es arriba, es abajo”, me dijo. “Hermes Trismegisto”, añadió y se fue balanceando sus brazos con fingida chulería, dejándome a solas con las que luego serían mis fieles compañeras por el resto de mi vida.
“Capella en Auriga, Aldebarán en Tauro, Rigel en Orión, Sirio en Canis Major, Procyon en Canis Minor y Pólux  en Géminis”, recité una vez más aquella noche de mis veinticuatro años, antes de que Mario volviera con su telescopio y un libro diciendo: Nada es inmóvil, todo vibra. “El Kybalión”, añadió.  Un año después volvía a mirar al hexágono invernal, esta vez sin mi mentor y sin sospechar que no iba a poder cumplir una parte de su encargo: contarle lo que viera en Quimaquela.
El viento volvía a soplar con fuerza. Mejor pasar la noche al resguardo de los edificios en compañía de los fantasmas que en un coche bamboleado por Eolo. Volví, demolí el resto de los adobes y me encontré dentro de una cuadra vacía con dos puertas más. Una estaba tapiada. Supuse que sería la de la huerta. Al traspasar el vano de la otra mis pasos resonaron sobre las losas de una pequeña cocina con una curiosa chimenea en su centro abierta en cuatro arcos. Un lugar estupendo para hacer una hoguera, si no fuera porque mi encomienda era dormir en el templo.   En la cocina se abrían otras dos puertas, hacia la cilla —despensa en la que no observé nada de particular— y  hacia el comedor de los monjes —un refectorio alargado con  un púlpito y una estrecha escalera al fondo—. Desde él salí a un  pequeño claustro en cuyo centro un pozo había suministrado agua a los cenobitas durante los aproximadamente setecientos años transcurridos entre los primeros moradores y los expulsados en los tiempos de la desamortización. ¿Estaría operativo aún?     
Sin pararme a averiguarlo avancé por el corredor hasta llegar a la puerta de roble con forma de arco de medio punto que daba entrada a la iglesia.

Capítulo segundo  —La iglesia—

Me costó empujar la pesada puerta, sus goznes oxidados no querían girar. Si era un aviso no sirvió de nada porque en cuanto conseguí entreabrirla iluminé hacia el suelo para detectar algún posible escalón y entré en la iglesia más extraña que había visto en mi vida. A lo ancho tenía sobre diez o doce metros y a lo largo el doble, más o menos. Planta rectangular rematada en su extremo noroeste por un ábside angular, como una punta de flecha, en cuya arista una ranura filtraba la luz de las estrellas y proyectaba, casi de techo a suelo, una cortina azulada que flotaba como un gigantesco ectoplasma sobre un altar de piedra con forma de dolmen. Las paredes habían sido pintadas totalmente de negro y el abovedado techo estaba horadado por siete tragaluces octogonales cuyo brillo en la oscuridad hacía que parecieran estrellas.
No sé si fue el cansancio, la emoción, la sorpresa o la falta de oxígeno de un aire enrarecido lo que hizo que me mareara y, a punto de perder el conocimiento, me tumbara sobre el suelo.  Fue un momento tan sólo, pero creí ver a Mario junto a mí. Luego esa imagen o sensación se desvaneció,  me dejó un poso amargo, una inquietud y una urgencia por hacer algo que no era capaz de concretar, pero esa desazón consiguió ponerme en marcha. Me levanté, entorné la puerta para protegerme del frío, preparé una grabadora y paseé por la iglesia contando mis pasos sobre las losas, algunas de las cuales se meneaban como si hubieran sido removidas para realizar enterramientos. Esbocé en mi cuaderno de notas  un esquema con las medidas y, mientras ponía el saco de dormir en donde había calculado que estaba el centro, intentaba averiguar qué era lo que no me encajaba en las dimensiones o, tal vez, en la forma de la planta. No conseguía averiguarlo.
Una vez acostado con la cabeza orientada hacia el altar, el estómago lleno, abrigado y con la grabadora en marcha rechacé imaginaciones morbosas sobre muertos vivientes, fácilmente alentadas por los sonidos que el viento arrancaba a todo cuanto no estaba firmemente sujeto y empecé a observar con calma, a sentir el lugar, a adormecerme mientras trazaba líneas imaginarias entre las luceras del techo y, a medida que mi respiración se hacía más lenta, sobre la bóveda de la iglesia se dibujaban claramente las seis estrellas bebenias del hexágono invernal: hacia el altar, Capella; hacia la puerta sur, Sirio.  Por el lado del claustro, Pollux y Procycion y hacia mi derecha, Aldebarán y Rigel.
Me sobraba una lucera. Ya no me llegaban las fuerzas para intentar adivinar a qué estrella correspondería ese tragaluz a las que el resto hacían corro. Me dormí haciéndolas saltar una a una, como si fueran ovejas, sobre el eje del mundo.

Cuando me desperté, la cortina azulada que hacía unas horas emergía en vertical desde la saetera del ábside se había retraído hasta convertirse en una fina línea luminosa y las planchas  de alabastro de las ventanas tamizaban los haces de luz que variaban de intensidad, lo que me hizo pensar en que afuera había un día nublado.  
Me incorporé  echando de menos la cama y, sobre todo, el baño de mi apartamento y un par de minutos después me di  cuenta de que estaba encerrado en la iglesia. En vano tiré hacia mí de la manija de la puerta mientras hacía fuerza sobre el muro con  mi pie derecho.
En vano la empujé, pero el dintel y las mochetas de la zona del claustro impedían que se abriera hacia el exterior lo que me hizo pensar que el viento no pudo cerrarla, que alguien me dejó recluido a posta mientras dormía. Maldiciendo al desgraciado que lo había hecho, me acerqué hasta la otra puerta, la del lado sur del templo, la que había visto tapiada la tarde anterior cuando llegué. Al descorrer su cerrojo  me encontré lo que esperaba: adobes de arriba abajo. Y las herramientas… en el coche.
Desesperado, caminé por la iglesia sin saber qué hacer. El azar quiso que tropezara con el borde de una losa suelta y que cayera sobre ella. Lo tomé como una señal. Aunque me daba reparo profanar lo que creía una tumba, decidí averiguar si habían enterrado al muerto con algún objeto que me pudiera servir para escapar. Ignorando el dolor de la rodilla conseguí a duras penas mover la lápida y donde esperaba encontrar un muerto encontré un agujero. Me puse el guante y metí la mano. Sí, era un orificio redondo de unos treinta centímetros de diámetro que se abría sobre  un sótano o cripta. Menuda iglesia. Mecagüen Mario.
Incrédulo aún, enfoqué los ojos hacia arriba. Lo hacía de forma mecánica siempre que discurría, como si pudiera ver alguna explicación flotando en el aire y lo que vi fue una de las luceras justo sobre mí. Me levanté como pude y fui hacia una de las losas que coincidía bajo otra de las ventanas del techo. Había, tal como esperaba, otra oquedad. Quizás eran para ventilar e iluminar.
Mientras intentaba asimilar estos descubrimientos me vino el recuerdo del exterior de la iglesia: En su zona norte, lindando con el cementerio, tenía forma rectangular y por dentro, sin embargo, el ábside era triangular. Eso me llevó a deducir que podía haber un hueco detrás de las paredes del altar y que, quizás, desde allí se podía bajar a la cripta. ¿Cómo acceder a ese hueco? Escudriñé con la luz de la linterna las paredes buscando alguna puerta escondida.
Desalentado, de espaldas al altar, apoyé mis brazos en su borde con la intención de impulsarme para sentarme encima, pero se desequilibró y me caí por segunda vez. Este incidente me llevó a otro descubrimiento: la mesa del altar se podía girar al elevarla. Al hacerlo, rotaba una puerta escamoteada en la pared izquierda dejando una abertura suficiente para poder meterse una persona.      Cualquier persona, menos Manolo Sanjuán, quien empezó a pensar que la abertura se podía volver a cerrar en cualquier momento.
—¡Vamos, adentro! –le ordené en voz alta intentando aparentar seguridad, pero me salió un gallo.
—Ni de broma —contestó en silencio tensionando los músculos, agarrotando las manos, haciendo que nuestra garganta se secara y que un regusto ácido nos subiera desde estómago hasta la boca.
Por precaución dejé la mochila interceptando la abertura. El corazón aún nos latía acelerado mientras bajábamos por unas empinadas escaleras de caracol hacia la cripta, que estaba formada por dos salas excavadas de forma rudimentaria en la misma roca de la colina. La primera era un vestíbulo sin iluminación que coincidía bajo el altar. Estaba vacío, salvo por unas escaleras similares situadas en la pared opuesta. Supuse que por ellas se alcanzaría una puerta como la que acababa de traspasar disimulada en el otro muro que formaba el ábside angular, pero no lo intenté averiguar. Seguí avanzando.
A la siguiente cámara se llegaba atravesando un muro natural de unos dos metros de profundidad sobre el que se abrían dos arcos laterales. Me adentré por el que tenía más a mano, el de la derecha. Del techo de la segunda gruta surgía una tenue claridad que procedía de  los dos agujeros que había destapado en el suelo de la iglesia. Moví la linterna barriendo la penumbra y descubrí seis gigantescas cabezas humanas calvas emergiendo horizontalmente de las paredes, cada una bajo  una de las oquedades que coincidían con el dibujo de las estrellas del Hexágono invernal. Estaban colgadas a unos dos metros de altura y medían sobre metro y medio desde los cuellos incrustados en la roca hasta sus extremos. Miraban hacia abajo como gárgolas dispuestas a devorar a quien se situara en los bancos de   piedra tallados bajo sus bocas.  Me acerqué a la del Noroeste, la de Capella, que surgía de la pared que separaba las dos salas. Venciendo el miedo a ser aplastado si fallaba su anclaje, me senté en el poyo para tomar desde abajo una foto de su rostro. Su mirada inexpresiva me dejó paralizado, me estaba transmitiendo algo que yo no era capaz de procesar de forma racional.
De nuevo me invadió la sensación de haber estado antes allí, de formar parte de ese lugar, de que mi sitio era ese. Una punzada me atravesó el cuerpo, desde la base de la columna. Me levanté como impulsado por un resorte. No podía permitir que esa cueva provocara en mí emociones y sensaciones disparatadas.   Seguro que todo se debía al aire enrarecido. Alcé la linterna dispuesto a marchar y descubrí otra cabeza diferente a las anteriores. Ésta no surgía de las paredes, sino del suelo, en un punto más o menos situado en una línea imaginaria que uniera las cabezas de Pollux y de Rígel. Tenía el pelo corto y ondulado. Me acerqué hasta ver su rostro orientado hacia el sur. Sus rasgos eran de adolescente. Me transmitió paz. Si “Como es arriba es abajo”, tenía que haber también un tragaluz sobre ella, pero sólo había roca.

Siete cruces en el cementerio, seis estrellas en el hexágono invernal, siete luceras en el techo de la iglesia, seis huecos en su suelo, siete cabezas en la cripta. Me encaminé hacia el fondo de la cueva, hacia donde dirigía su mirada la cabeza vertical. Allí había un hueco suficiente para adentrarse por él. Quizás llevara hasta el exterior, quizás fuera para meditar. Por una vez, Manolo Sanjuán Álvarez y yo estuvimos de acuerdo: Sería una temeridad averiguarlo. Y, dando media vuelta, arrastramos nuestra pierna dolorida por la cueva hasta las escaleras por las que habíamos bajado. Estaba exhausto. Si no conseguía salir pronto de la iglesia, tanto mi yo cobarde y pendenciero como el valiente y sensato tendrían poco que contar a Mario sobre esa cripta que parecía sacada de una pintura de Jim Warren. Si la materia nace del pensamiento… ¿Cómo serían las creaciones de esas cabezas de piedra?
Arriba nos esperaba una sorpresa: la puerta de la iglesia estaba de nuevo abierta. Por si al salir nos encontrábamos con algún indeseable lo hicimos esgrimiendo el cuchillo de monte. Instantes después nos sentimos ridículos: en el claustro no había nadie. ¿Una broma de los chicos de la aldea? Sólo Mario y ellos sabían que estaba en la colina de La Dragona. Y ningún pastor se hubiera atrevido a entrar en el recinto del maldito monasterio.
Cansado, hambriento, irritado y con la pierna dolorida llegué hasta el todoterreno. Dejé la mochila y el cuchillo sobre el asiento del copiloto. El motor estaba frío. El coche estaba frío. Todo allí estaba frío. Bajé la pendiente empedrada del cerro y seguí por el camino de tierra hasta el pueblo. Había un poco de nieve entre los pinos. El paisaje a la luz del día era tan bonito que casi se me estaba pasando el enfado contra los jóvenes.
Porque yo seguía convencido de que habían sido ellos quienes me habían encerrado. Aparqué en el medio de la plaza y salí con el cuchillo y la mochila  para guardarlos atrás. Al ver a uno de ellos  me encaré. Mientras le preguntaba a voces por qué lo habían hecho gesticulaba con el arma, sin darme cuenta.
Al cabo de un instante todos habían salido de las casas. Unos momentos después, me apuntaban tres escopetas. Debía de parecerles loco. A buen entendedor pocas palabras bastan. Me replegué en el  todoterreno. Se acercaron al coche sin dejar de apuntarme. Manolo Sanjuán pensó en arrancar aunque tuviera que llevarse a alguno por delante, pero recapacitó al escuchar sus palabras: “¿Qué cojones te pasa?”.
—Para cojones, los vuestros. ¿Por qué me encerrasteis en la iglesia?  
—Nosotros no entraríamos allí ni hartos de vino. No somos tan gilipollas como tú.
—Si no fuisteis vosotros, ¿quién fue? ¿Le contasteis a alguien que estaba allí?
—Por aquí no ha venido nadie. Anda, sal. Tómate un café. Ya te dijimos que no fueras, que allí pasan cosa raras, aunque no quieras creerlo.
Me aseé. Me ofrecieron un par de huevos fritos, chorizo, torreznos y patatas que devoré junto a unas migas de pastor como si no hubiera comido en mi vida. Me hubiera gustado regarlos con el tinto que ellos bebían de la bota. Se habían sentado a mi alrededor con actitud contemplativa y, mientras terminaba de llenar el estómago con un café de puchero y rosquillas de anís, les iba contando que todas las puertas exteriores del monasterio estaban tapiadas. Eso ya lo sabían,  pues pasaban por allí a veces con el ganado hacia el valle de Villanegra.  Luego les expliqué cómo derribé los adobes de la cuadra y no les hizo ninguna gracia que hubiera abierto “el sello”.
Era curioso el contraste entre sus ideas progresistas y su apego a las leyendas locales. Decían ser ateos. No creer ni en dioses ni en demonios, pero saltaba a la vista que eran presa fácil de las supersticiones de la zona, quizás por ser nómadas urbanos y necesitar sentirse vinculados emocionalmente a algún lugar. Por precaución, sólo les hablé de las dependencias que había visto mientras buscaba la puerta del claustro y mencioné por encima cómo era la iglesia, omitiendo su ábside angular y el útero de la cripta donde se gestaban los gigantescos engendros de piedra.
Me preguntaron si ya tenía material suficiente para el reportaje y les contesté que no, que me iba a quedar un par de días más y me ofrecieron hospedaje. Dije que prefería dormir en el monasterio, que lo que necesitaba era leña, alimentos, herramientas, un caldero, cuerdas, velas y algo que me quitara el dolor de la pierna.
Al irme a meter al coche los tres hombres me abrazaron palmeando mi espalda. Me estaban despidiendo como a quien marcha hacia el frente de batalla. Las chicas —pelo afro; lacio; corto— me besaron en las mejillas con sus labios llenos, carnosos, apetecibles, confundiéndome con el olor a pachulí que desprendían sus pieles nacidas para Chanel. En sus miradas había conmiseración.
Agitaron las manos.  Bajé la ventanilla y les dije adiós a los seis con mi guante nuevo de piel de cabra, su regalo. Manolo Sanjuán estaba pletórico de dicha. Yo estaba amedrentado.
Un perro intentó darme ánimos corriendo un trecho junto al coche. Los copos de nieve me acompañaron el resto del camino.
Hacia la mitad del trayecto me paré para fotografiar el entorno del cerro. El río Ugones separando los valles de Quimaquella y Villanegra. La franja de vegetación de ribera bordeando sus orillas salvo en la zona de la colina, donde se infiltra  para alimentar al pozo del  monasterio.
A vista de pájaro, los dos valles se verían como un ocho con una dragona adormecida entre ambos. Preñada. “La Generación se manifiesta en todos los planos”. Eso dice El Kybalión.

Capítulo tercero  —El sobre—

La tarde en que regresé, después de haber pasado dos noches más en el monasterio, fui directo hacia la casa de Mario. Entusiasmado por mis descubrimientos, le había llamado por teléfono desde la primera cabina que encontré en ruta. No había conseguido hablar con él. Confiaba en tener suerte y encontrarle en su apartamento.
Me abrió la puerta Adriana quien, sin apenas mirarme, se apartó para que pasara. Me sorprendió verla, me sorprendió su cambio y me sorprendió, aún más, su actitud. En los cinco años que habían pasado desde nuestro último encuentro había desmejorado mucho. Parecía enferma. Estaba más delgada, los pómulos se marcaban sobre dos arrugas que bajaban desde la nariz hasta las comisuras de sus labios, tenía unas bolsas amoratadas bajo los ojos y la melena morena caía de forma desordenada sobre sus hombros. Vestía de negro con una blusa algo transparente y un pantalón  pegado a sus muslos, acampanado por abajo. Caminaba descalza sobre la moqueta. No iba maquillada, ni llevaba adornos. Trasmitía una tristeza y una desgana infinitas.
—Siéntate, Manuel —me dijo con voz apagada señalando hacia el otro lado del sofá. No lo sabes, ¿verdad?
—¿Qué?
—Mario murió. En la madrugada del miércoles –lo dijo de golpe, sosteniendo mi mirada para impedir que me derrumbara. Hizo una pausa—. No sufrió –me aseguró. Un derrame cerebral.
Después de  pronunciar las últimas palabras estalló en sollozos, cubriéndose la cara con las manos. Yo no sabía qué hacer, ni qué decir. Me acerqué torpemente, me senté a su lado. La abracé y después lloramos, incapaces de sacar de dentro la pena. Al cabo de un rato se levantó y abrió un cajón del mueble del salón.
—Toma. Mario te iba a dar esto cuando volvieras –susurró con voz de terciopelo, ahora gastado, entregándome un sobre grande que quise abrir de inmediato. Me detuve ante su gesto de negación—. Por favor, déjame sola.
—¿Necesitas algo?
—No, Manuel. Gracias.
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—Dime.
—¿Sabes por qué Mario me eligió a mí?
—Por tu mancha del cuello. Cuando te conoció pasabas droga, eras “un camello”. Al traerte a casa me dijo: “Un camello con una mancha en el cuello, como Alhena”. Me pareció curioso que viera una relación entre el significado del nombre de la estrella y tú, yo no hubiera sido capaz de asociaros.

De repente comprendí lo que Mario pretendía que hiciera. Yo era la pieza que faltaba para que la dragona despertara.
La mirada de Adriana se alejaba por momentos. Temí por ella. Los tranquilizantes en manos de personas inestables pueden convertirse en un arma peligrosa. Debió sospechar lo que pensaba porque añadió: “El trabajo me ayudará a olvidar. No te preocupes”. No creí sus palabras.
—¿Dónde está enterrado? Quisiera ir.
—¿Qué más da? Un cadáver sólo es un cuerpo que se pudre. ¿Qué importa dónde se pudra? –contestó con acritud mientras abría la puerta del apartamento, agachando la cabeza cuando pasé a su lado.
Hizo un esfuerzo por sonreír cuando me volví para despedirme. Yo también. La rodeé paternalmente con mis brazos. Sabiendo que sería nuestro último abrazo real, cuando ya nos íbamos a separar la retuve contra mí sintiéndola con todo mi ser durante un beso que me supo a eternidad. Cerró despacio. Quedó un rato allí. Luego oí sus sollozos alejarse por el pasillo.
Tardé un rato en marcharme. Me había apoyado en la pared del rellano y no era capaz de encaminarme hacia ningún lugar. Para colmo, había dejado olvidado el sobre en su salón. Aunque me daba apuro llamar, toqué el timbre. No abrió la puerta. Dejé que mi espalda resbalara sobre la pared. Quedé sentado en el mármol.


“Feelings, nothing more than feelings,
trying to forget my feelings of love.
Teardrops rolling down on my face,
trying to forget my feelings of love.
Feelings, for all my life I’ll feel it.
I wish I’ve never met you, girl; you’ll never come again.”

La canción de Morris Albert resonó una y otra vez a todo volumen  dentro de mí, hasta que hizo estallar los recuerdos de toda mi vida en mil pedazos.
A la mañana siguiente, a primera hora, un mensajero me entregó el sobre. Ansioso, estudié su contenido: varias hojas de apretada y recta caligrafía azul escritas a estilográfica y otro sobre alargado con una escritura de propiedad.  
Organicé todo para dejar libre el apartamento donde había vivido los últimos cinco años. En un concesionario de coches gestioné el cambio de mi deportivo por  un todoterreno con aire acondicionado. Metí en él maletas, alimentos y útiles de primera necesidad. El resto de mis enseres, poca cosa, llegarían a Quimaquela al día siguiente junto con un grupo generador y las herramientas necesarias para hacer en el suelo de la iglesia un agujero que coincidiera sobre la cabeza vertical.
“Ilumina la cabeza de Alhena”. Orden póstuma de Mario. Irrefutable.  
Para no haber cumplido la mitad de mi encargo, darle cuenta de lo que observara al pasar una noche allí,  había sido generoso remunerándome: El mismo día en que había emprendido mi última misión había ingresado en mi cuenta una considerable gratificación, suficiente para no tener que trabajar el resto de mi vida, y había ultimado los trámites para dejar escriturada “La Dragona” y los valles limítrofes  a mi nombre. El anterior propietario había sido él… desde hacía ciento cuarenta años. Eso fue lo que deduje leyendo su manuscrito. Tendría que releerlo con más calma.
Mientras intentaba organizar mentalmente los pasos necesarios para activar el poder de Quimaquela, Manolo Sanjuán me sugería reconvertir las casas de la aldehuela en apartamentos turísticos; el monasterio, en un hotel de lujo y construir un campo de golf en Villanegra; que me dejara de monsergas en las que podíamos poner en peligro nuestra vida, justo ahora que nos había sonreído la fortuna y que ¡por fin! el estúpido dictador se había muerto y podíamos volver a emborracharnos, por no hablar de las mujeres que con tanto dinero  podríamos conocer y…
Y así, entre reflexiones, paranoias, lluvia, frío y nieve en el parabrisas, en el asfalto de las autopistas, en la cuneta de las carreteras nacionales, sobre los pinares que bordean los caminos de tierra llegué a la taberna de Quimaquela, abrí su puerta y me recibieron los recuerdos de los jóvenes que no eran nómadas urbanos, lo mismo que yo no era periodista, que ya habían cumplido el papel que Mario les había encomendado y se habían ido. Que me habían encerrado en la iglesia y lo habían negado. Que mañana, o el año que viene, encerrarían a otro borracho reconvertido en héroe en otra iglesia preñada de misterios para que hiciera lo que tuviera que hacer bajo el encargo de Mario enterrado en ninguna parte, dueño de muchas cosas menos de un cuerpo en concreto, aunque yo le hubiera conocido envuelto en un albornoz blanco, calzado con unas zapatillas de felpa. Una mente errante por el tiempo y el espacio capaz de anclarse y soltarse a su merced. ¿Cuándo se dio cuenta Adriana?
Me instalé en una de las casas. Me dormí mientras dirimía si el loco era Manolo o lo era yo; si lo éramos ambos y la sinergia de nuestra unión potenciaba la apariencia de normalidad, de ser tan normales como cualquiera; si los demás, aparentemente normales, serían por dentro dos, como nosotros.  “Todo es mente”, me había dicho Mario.  Mente— Demente. “Todo es dual en el Universo, todo tiene dos caras”, también me había dicho él.
Amaneció nevado. Yo, por dentro, también. Daba penar horadar ambas blancuras, la externa y la interna. Subí hasta el cerro y guardé el coche en la cuadra. Descargué los materiales. Apilé la leña en la cocina junto a la chimenea de cuatro arcos que tanto me había llamado la atención. El resto del monasterio lo había explorado después de despedirme de los chicos en la aldea y no tenía para mí ningún interés. Abajo, en la panda norte, el calefactorium y la sala capitular. Por las escaleras del refectorio se llegaba a habitaciones vacías que por su disposición, tamaño y tipo de ventanas había bautizado como “botica”, “dormitorio del abad”, “scriptorium” y “biblioteca”. Si me había equivocado, daba igual. Mi única certeza era que  al lado de la sala alargada “el dormitorio general”, estaban las letrinas apuntando hacia una zona del huerto.  
Salí al exterior. A la luz del día el monasterio parecía otro. Las cruces de San Andrés del cementerio no eran de temer, eran de agradecer: Una valiosa pista para saber dónde hacer el agujero del suelo y activar la última pieza de ese extraño juego cósmico. Seis estaban colocadas siguiendo el dibujo del Hexágono invernal y la séptima tenía que corresponder a Alhena. Sólo tenía que tomar medidas y trasladarlas a escala sobre el suelo de la iglesia con la cinta de agrimensor.  
A lo que no encontré utilidad inmediata fue al grabado de piedra con forma de flor que adornaba el tímpano de la puerta sur de la iglesia, a la que había empezado a despojar de adobes, como hice con el resto de las puertas. Pero algo querría decir, era el único adorno en los tres mil quinientos diecinueve metros cuadrados de misterios que enmarcaba la muralla. Al menos eso creí hasta que descubrí el mismo grabado en la  segunda sala de la cripta, sobre el hueco al que miraba la cabeza vertical. Había quedado visible al desprenderse la piedra que lo disimulaba con las vibraciones provocadas por el taladro y eso que lo manejaba con todo cuidado y bajaba de vez en cuando a la cripta para ver que todo iba bien… ¡Ya falta menos!, les decía sonriente a las cabezas cada vez que pasaba entre ellas.
Cuando calculé que faltaba poco para perforar la roca, decidí que era el momento de destapar los cuatro agujeros que permanecían cubiertos por las losas del piso y así lo hice. Faltaba media hora para el ángelus. El día era soleado y las luceras del techo derramaban polvo de oro que cayó por los huecos del suelo sobre las silenciosas gárgolas de la cripta. Ver sus seis gigantescas nucas iluminadas justo en la coronilla me produjo pasmo. Subí entusiasmado a terminar mi labor. Perforé el trozo restante y bajé para retirar la protección que había colocado sobre la enorme cabeza de Alhena. Quería que la luz incidiera sobre ella a las doce en punto, no sé por qué. Y lo conseguí, aunque nada extraordinario ocurrió.
—¡Mario! —clamé en voz alta— ¿Qué pasa? ¿Esto es todo?
Confuso, miré hacia arriba, buscando  en el aire la respuesta a mi pregunta. Mi vista y el foco de mi linterna descansaron sobre la redondeada flor de piedra. Me acerqué. No estaba cincelada en la roca, había sido tallada y luego encajada en ella mediante un eje, como las cabezas. Tenía un diámetro de unos quince centímetros. Estaba formada por cuatro quelas, como cuatro pinzas de langosta, amarilla, verde, roja y azul, respectivamente, que formaban cuatro ángulos interiores y cuatro exteriores, de los que surgían ocho rombos como los diamantes de la baraja americana, pero de colores. Los rombos de los ángulos interiores tenían el color frío o cálido contrario a su quela. De los exteriores, los de arriba eran morados y los inferiores grises. Cada una de las dos partes que formaba una quela era el resultado de la unión de un triángulo inferior –que era por donde se juntaban todas—, un rectángulo y un triángulo superior. Trazando las diagonales de los rectángulos y uniendo sus puntos medios se formaba un hexágono. Si se unían los dos picos superiores de cada quela y se bordeaba por su parte lateral hasta coincidir con el hexágono, se formaba una cruz paté.
No era de extrañar. La iglesia había sido construida por los templarios y había estado habitada por monjes hasta que en el año 1835 el monasterio y sus tierras fueron incautados, nacionalizados y vendidos en subasta. Mario ganó la puja, según consta en su manuscrito.  Cuando hace ciento cuarenta años  la iglesia llegó a sus manos, la cripta no era más que una pequeña cueva natural. Entre él y cinco personas más organizaron la excavación de las grutas y mandaron tallar y colocar las cabezas siguiendo el plan escrito en el techo.
Mario transfería su pensamiento a Sirio —el líder—, creando y alimentando sobre la cabeza del sur un egregor, una fuerza síquica capaz de vibrar en la misma longitud de onda que el astro. Había una mujer que hacía lo mismo con Aldebarán. Cuatro hombres más eran los encargados de Rigel, Pollux, Capella y Procyón, la que precede al perro. A mí. Yo tenía que crear el egregor de  Alhena.
“Cuando Alhena se libere, Quimaquela se unirá a las estellas”, había escrito Mario. De repente comprendí que, aunque ahora coincidían las siete cabezas, los siete agujeros del suelo, las siete luceras y, quizás, tras el velo de la luz solar pendían sobre la iglesia las siete estrellas, eso no bastaba.
“Para llegar a la liberación hay que elegir el camino del medio, el que discurre por encima del bien y del mal. El que nace del corazón”, me había explicado Mario. Había llegado el momento. Manolo Sanjuán y yo teníamos que morir para que naciera un nuevo ser cuya mente emitiría unas ondas adecuadas para ser amplificadas por la cabeza vertical. Las siete cabezas activadas conseguirán que “lo similar se agrupara con lo similar” por una sintonización de la frecuencia vibratoria, Se tendería un puente entre la tierra y las estrellas. Una tarea demasiado grande para nosotros, ninguno de los dos deseaba dejar de existir.
Apenado, subí las escaleras de la cripta. Me acordé de Adriana. De nuestro abrazo. ¿Por qué la vida no podía ser sencilla? Ya había hecho allí todo lo que había podido. ¿Y si me iba, la buscaba y pasábamos juntos el resto de nuestras vidas?  ¿Qué se me había perdido en medio de tanta historia ocultista?
Saqué agua del pozo para calentarla en la chimenea, lavarme e irme. Pero una intuición me llegó como un relámpago. Me acerqué a la puerta de la iglesia con una escalera de mano y, haciendo palanca, conseguí girar la flor del tímpano. Trasladé la escalera a la cripta y giré la otra flor. Empezó a sonar un arrastrar de piedras, un correr de agua alborotado. El río Ugones estaba a punto de aparecer por el agujero de la zona sur. Pese al estruendo, sentimos cuando se cerró la puerta de la cripta. El agua había comenzado a entrar por el hueco hacia el que Alhena dirigía su mirada. Pero nosotros ya no estábamos allí. Observábamos desde la pared que separaba las dos partes de la cripta como todas las cabezas giraban sobre sus ejes en medio de un ruido ensordecedor.  La luz contaminada de polvo incidía ahora sobre sus frentes. La cabeza vertical viró hasta encontrar su mirada con las nuestras.
Sentimos la muerte cada vez más cerca a medida que el nivel del agua aumentaba. Cuando ya no nos importó. Cuando nos dio todo igual. Cuando el que hubiera o no consciencia o dioses o Dios al otro lado de la vida nos pareció irrelevante. Cuando Manolo Sanjuán y yo, sintiéndonos uno, sólo recordábamos el sabor del único beso que habíamos dado con toda nuestra alma, con todo nuestro corazón, se abrió la otra puerta de la cripta, la que había estado sellada y salimos por ella.
El círculo se había completado. El puente se había tendido.
Arranqué el todoterreno. A tiempo. Tengo una fotografía de La Dragona tachonada de nieve, exhalando humo, el día en que rompió aguas. En el radiocasete la canción de Morris Albert preconizaba que no volvería a ver a Adriana. Quizás no fuera verdad.



 “Sentimientos, nada más que sentimientos,
tratando de olvidar mis sentimientos de amor.
Lágrimas rodando por mi cara,
tratando de olvidar mis sentimientos de amor.
Sentimientos, por toda mi vida los sentiré
Ojalá nunca te hubiera conocido, chica; Nunca vendrás de nuevo.”